Recientemente, una alumna me sorprendió leyendo My Dark Vanessa, de Kate Elizabeth Russell, y, al preguntarme sobre el argumento del libro, respondí: «Es como si Lolita estuviera narrado desde la perspectiva de la víctima». Al no entender la referencia, recordé que no todas las adolescentes entran en contacto con la música de Lana del Rey (y, por ende, con la figura de Lolita), a los quince o dieciséis años. No importa. My Dark Vanessa es un libro extremadamente popular en TikTok, específicamente en lo que llaman BookTok, el espacio dentro de la plataforma destinado a hablar de libros. Mi alumna lo ha visto recomendado varias veces, quiere saber si me está gustando, si lo recomiendo yo también, de qué va, y qué es Lolita.

Para entonces, tanto ella como otros dos alumnos están pendientes de mis respuestas (los tres han llegado temprano a clase), y yo me veo ante un dilema moral. Mi política siempre ha sido ser lo más sincera posible con los adolescentes, pero cuando me encuentro ante situaciones así, dudo unos instantes. Le digo que el libro de Russell está muy bien, que me gusta mucho, pero que, para disfrutarlo del todo y entender bien sus referencias, debe leer primero Lolita y que debería esperar unos años antes de leerlo. ¿Por qué? Siempre quieren saber por qué.

Lolita no es un libro fácilmente accesible, no es fácil de leer, ni por su forma ni por su contenido. Pero aconsejar a un alumno que no lea por encima de sus posibilidades no es lo que tengo por costumbre hacer. Avisar de las dificultades de un texto, desde luego, recomendarle que se enfrente a él con paciencia y el diccionario al lado, también, pero intento no desanimarlo, aunque tal vez fracaso. ¿Por qué, entonces, decido que Lolita es diferente? Lolita es, de hecho, uno de mis libros favoritos, pero me alegro enormemente de haberlo leído por primera vez con 19 años, y no antes.

Quien no está familiarizado con la historia —o peor, solo conoce las versiones presentadas por las películas— debe entender que Lolita es, en su esencia, la confesión desquiciada de un asesino antes de morir. Primero desde una institución mental y luego desde la cárcel, en el periodo de unos cincuenta días, nuestro protagonista Humbert Humbert (pseudónimo autoimpuesto para preservar el anonimato de todos los implicados) nos presenta su autobiografía como justificación de sus crímenes: el asesinato de un dramaturgo y, mucho más importante, el secuestro y violación (sí, violación) de su hijastra, Dolores Haze, de doce años y siete meses de edad. Humbert, o H. H. como se llama a sí mismo de vez en cuando, es lo que se conoce como un unreliable narrator o narrador poco fiable; es decir, se trata de un narrador que, consciente o inconscientemente (y, en el caso de H. H. podemos asegurar que es conscientemente) manipula la verdad con tal de engañar al lector.

Debido a su contenido, el libro fue publicado primero en París, en 1955, y no llegó a Estados Unidos (con mucho éxito, cabe añadir) sino hasta 1958. La novela fue llevada al cine (y cristalizada en el imaginario colectivo —gafas de sol en forma de corazón y piruleta incluidas) por primera vez en 1962 de la mano de Stanley Kubrick. Sin embargo, como suele pasar, de la novela al filme hay un vacío, algo se ha perdido en la traducción de la palabra a la pantalla. Lo menciono, a pesar de que se ha hablado ad nauseam del tema, porque sigue siendo importante para entender por qué la figura de Dolores Haze ha terminado por erosionarse hasta solo quedar Lolita en su lugar.

Cuando yo leí el libro por primera vez, ya había escuchado hablar de él: había visto la película de 1997, leído varios artículos en los que se deconstruían a sus personajes y escuchado la discografía entera de Lana del Rey disponible hasta el momento; pero, sobre todo, había acabado de crecer, mis últimos años de adolescencia ya casi reducidos a una mota de polvo en el retrovisor, en la cultura woke (liberal y progresista) de Tumblr, donde el discurso feminista había cogido carrerilla y había cambiado nuestras vidas (la mía y de otras muchas adolescentes como yo) para siempre.

Lolita, decían, en términos llanos que yo podía comprender fácilmente, es la historia de una víctima de abusos sexuales contada desde el punto de vista de su violador que, a lo largo de todo el libro, intenta convencernos de que estamos ante una historia de amor inofensiva, algo que las películas, tanto la de 1962 como la de 1997, habían olvidado mencionar. Cuando por fin cogí el libro prestado de la biblioteca y lo leí, lo hice con el esnobismo propio de una estudiante de literatura y, para separarme de la multitud, aquella multitud que considera a Dolores Haze una seductora niña de 12 años, la culpable de su propio abuso tal y como la presenta H. H., me esforcé mucho por dejar claro que a mí Humbert Humbert no había conseguido engañarme. «Esa es la gracia del libro», estoy segura de haber dicho por lo menos veinte veces, «que te dejas embaucar por su protagonista, pero, en realidad, estás cayendo en su trampa y empatizando con él. La realidad, sin embargo, es que Lolita es una víctima». No quiero ser dura con mi yo del pasado porque, a fin de cuentas, tenía razón, pero no puedo negar que es una muchacha difícil de tragar. La pregunta, sin embargo, es si realmente «leí» el libro o me limité simplemente a regurgitar las opiniones que había absorbido en Tumblr a lo largo de los años.

Ahora, con unos pocos años más, leo Lolita por segunda vez y veo (realmente, por fin, con claridad y todas las muletillas que pueda añadir entre paréntesis, al más puro estilo Humbert, aunque de forma mucho más mediocre que Nabokov) lo que debería haber visto la primera vez, lo que quise fingir que había visto por primera vez. El contenido del libro no ha cambiado, tampoco mi opinión general de él —Humbert Humbert sigue siendo un experto manipulador, Dolores sigue siendo una víctima de abusos— pero, por primera vez, puedo señalar las partes del texto en las que consigo, por mí misma, desenmascarar al criminal:

We had been everywhere. We had really seen nothing. And I catch myself thinking today that our long journey had only defiled with a sinuous trail of slime the lovely, trustful, dreamy, enormous country that by then, in retrospect, was no more to us than a collection of dog-eared maps, ruined tour books, old tires, and her sobs in the night —every night, every night— the moment I feigned sleep (Nabokov, 2015: 175-176).

La experiencia que hacemos de un libro, sobre todo en la infancia y en la adolescencia, puede ser extremadamente personal. No dudo de la inteligencia de mis alumnos; de hecho, los encuentro sorprendentemente avispados y sensatos para su edad, especialmente si los comparo conmigo misma y mis compañeros de clase a la misma edad. Nosotros no teníamos el concepto de feminismo actual que tienen los niños ahora: para nosotros era una palabra sucia, fea. Y la mitad de las cosas que se consideran racistas hoy en día (y con motivo) ni siquiera entraban en nuestro radar. Estoy segura de que, si leyeran Lolita, serían capaces de intuir su verdadera esencia, a pesar de no captar los detalles específicos que la revelan. Como crítica literaria, desde luego me entusiasma la idea de discutir uno de mis libros favoritos con estas jóvenes mentes; como maestra, mi deber es dejar que se abran su propio camino y si Lolita puede servir de moraleja, ¿por qué no leerlo?; pero mi intuición me frena: deja que crezcan un poco más, me dice, que generen nuevas experiencias, que aprendan a moverse y a relacionarse por y con el mundo. Tal vez simplemente tengo miedo; Lolita, a fin de cuentas, ha sido usado para indoctrinar y manipular a las jovencitas, una herramienta poderosa en manos de pedófilos (Nabokov, desde luego, debe estar removiéndose en su tumba). Sea como fuere, sé que no puedo ni debo frenarlos: leerán Lolita cuando les apetezca y sacarán las conclusiones que más les convengan, como hacemos todos, adolescentes o no.

¿Qué les digo, entonces, a mis alumnos, cuando me pregunten si pueden leer Lolita, cuando quieran saber por qué me gusta tanto un libro que refleja los pensamientos más putrefactos de un pervertido sexual de la peor calaña? A los puritanos y moralistas, al lector moderno que lo tacha de problemático, regurgito las mismas frases predecibles de siempre: por su lenguaje, por su prosa, por su crítica a los Estados Unidos de América y su páramo estéril disfrazado de sueño consumado (consumista), signifique eso lo que signifique, porque está claro que el narrador es un maníaco en el que no se puede confiar, porque es una obra de asombrosa y conmovedora genialidad… Pero en la soledad de mi sillón, al agrietar el lomo de mi ejemplar, debo ser honesta conmigo misma. Me obsesiona este libro por mis propias flaquezas: por mi ingenuidad, por mi credulidad, porque me permito ser hipnotizada una y otra ver por las manipulaciones de Humbert Humbert, por su prosa rebosante de florituras, tantos detalles apilados unos encima de otros que, si vacilo siquiera un instante, si me distraigo más de un segundo, las pocas referencias al dolor y miseria sufridos por Dolores Haze quedan enterradas. El abuso, enmascarado por su dominio del lenguaje, por su cautivador flujo de palabras, me convierte en una víctima de su teatro, una espectadora abstraída por la historia, cómplice de ella, y eso, desafortunadamente, revela algo de mí, de mí y de la sociedad en sí, y, al mirarme al espejo, descubro algo que no me gusta, algo que intento ignorar, algo que me duele: que no importa lo lista que me crea, también yo, especialmente yo, soy susceptible a la prosa elegante de un criminal.

Nota

Nabokov, V. (2015). Lolita. Penguin Books.