Si observamos el panorama internacional con objetividad, podemos advertir que, para muchos, no obstante existir graves situaciones, todavía es posible enmendarlas y superar variadas crisis, y que para ello bastaría revitalizar los mecanismos existentes con que cuenta el sistema internacional, sobre todo para evitar guerras. Para otros, más pesimistas, sería necesario revisarlo todo y crear una nueva institucionalidad ante la imposibilidad, por ahora, de ponerles fin, en particular en Ucrania. No resulta fácil saber cuál postura es la acertada y tendría reales posibilidades de éxito. En todo caso, resulta evidente, que mientras esta interrogante exista y encuentre el cauce que la resuelva, hoy predomina el inmovilismo por sobre las acciones decisivas, en particular, ante una agresión rusa por los cien días y más, que perdura.

Hace tres años, todo parecía avanzar, sin éxitos notables y definitivos. Nada extraordinario e inusual dentro de las acostumbradas rivalidades entre las grandes potencias y sus intereses. Los demás países menos significativos, proseguían sus objetivos propios, apoyados por los más poderosos, o mediante alianzas creadas para contrarrestarlos. La tecnología, en múltiples campos, la ciencia, y las redes mundiales, por citar las más evidentes, progresaban y llegaban a lugares nunca imaginados, de manera todavía imperfecta, pero sostenida, creando nuevas oportunidades. Vale decir, las relaciones internacionales continuaban desarrollándose de la manera usual, con acuerdos y desacuerdos, que salvo casos de menor intensidad, no significaban crisis mundiales que no pudieran ser resueltas por el sistema, creado para preservar al mundo en paz.

Sin embargo, todo cambió de manera inesperada. Se expandió el Covid-19, iniciándose en uno de los actores principales: China, y todavía persisten incógnitas sobre su origen. La reacción mundial no se hizo esperar, a velocidad no acostumbrada aparecieron las vacunas, cuya eficacia y distribución, también pasaron a formar parte de la penetración política y de la competencia entre productores, sin que todavía tengamos seguridades sobre la recurrencia y alcance de las nuevas variantes de la pandemia. Lo que perdura como efecto generalizado, además de lo sanitario, son las consecuencias para el normal desenvolvimiento de todas las actividades interpersonales, y su impacto en la cadena productiva mundial. La vida de las personas y la del planeta se alteró, sin que sepamos por cuanto tiempo más ni cómo evolucionará. Sigue presente, y el virus muta.

La lógica preocupación por la pandemia, concentró la atención universal, lo que ocultó algunas señales evidenciadas por las grandes potencias que se creyeron pasajeras, y que la emergencia sanitaria, una vez superada, todo sería como antes. No fue así, al contrario, las necesarias restricciones a la salubridad de las poblaciones, permitió que los responsables incentivaran sus limitaciones sobre el control de la ciudadanía, y esta vez con claros objetivos políticos de alcance permanente. No ha sido casualidad de que, tanto en Rusia como en China, sus respectivos regímenes, durante y después del momento más álgido de la pandemia, hayan redoblado su control gubernamental, limitado las libertades, perseguido detractores, restringido la aplicación irrestricta de los derechos fundamentales, alejando toda posibilidad de ejercer la democracia, e institucionalizar de manera permanente, el poder estatal y los líderes actuales. No es una situación transitoria. Se afianza y prolonga sin plazos. Es posible que las señales existieran mucho antes y que la pandemia solo facilitó su implementación. Son hechos consumados.

No solo Rusia y China presentan estas realidades, por sobre la propaganda y todo tipo de justificaciones. También en Estados Unidos, la administración Trump concluyó con un inédito asalto al Capitolio, si no incentivado, tampoco contenido. Otro claro intento de prolongar a un presidente por sobre los resultados electorales. La fuerte democracia norteamericana lo ha impedido, aunque sus efectos de largo plazo todavía son analizados y discutidos. El resultado ha sido, sin embargo, una administración de Biden más frágil que la de sus predecesores, y plagada de problemas internos y externos, aunque procure superarlos. Afganistán se asemejó porfiadamente a la retirada forzada de Vietnam, con todo su significado para el poderío de Estados Unidos, y su consecuente debilitamiento estratégico y militar.

Estos factores y otros adicionales, han desembocado, además, en la agresión militar de Rusia a Ucrania, que nada indica pueda concluir pronto. Aunque el objetivo ruso no es el mismo y se ha centrado en la porción Este de Ucrania, destrozándola, que nadie reconocerá inesperadamente fuerte en su legítima defensa. Rusia ha perdido prestigio, está siendo sancionada duramente y golpeada en su integración al resto del mundo, aislada progresivamente como principal actor mundial, y así lo estará por largo tiempo. Ha quedado dañada sin lograr su propósito inicial, y Putin relegado a integrar, junto a sus seguidores, la oprobiosa lista de criminales históricos, aunque se tarde años en juzgarlo. Su ruptura con el orden internacional acordado y el quiebre total de su responsabilidad en ello, sin obtener éxitos a cambio con su aventura. Es posible que la excluyan por largo tiempo, de ser una de las tres grandes potencias mundiales. En definitiva, una guerra que tendrá un balance más negativo que positivo, pese a proseguir. Un desmedro que debería ser analizado más cuidadosamente y que puede evidenciarse, todavía más, en el futuro.

Más allá de los limitados logros bélicos, pérdidas materiales y miles de vidas de sus propios militares, la invasión ha impedido que el sistema de paz y seguridad haya podido materializarse y funcionar, como estaba previsto en la Carta de las Naciones Unidas y por acción del Consejo de Seguridad, cuya responsabilidad primordial no contempla, ni puede ejercerse entre sus Miembros Permanentes. Si hubiere funcionado y el Consejo, ejercido cabalmente sus sanciones al agresor, como muchos reclaman, hasta imponer la paz por la fuerza (Capítulo VII de la Carta), no hay duda de que estaríamos en plena guerra mundial de alcance impredecible. Por ello, las medidas sustitutivas que están aplicándose, tanto por la Asamblea General, órganos de la ONU, y otros organismos, ha sido la adecuada y posible. Una situación que presenta muchas incógnitas ante la paralización consecuente del sistema internacional, sin saber todavía si las medidas y acciones de reemplazo, podrán tener el resultado esperado y lograr, por otros medios, el mantenimiento político y jurídico, de la paz y seguridad internacionales.

El mundo ha quedado estancado en cuanto al funcionamiento del sistema previsto, si bien ha encontrado la manera de proseguir la institucionalidad mundial por otros medios, todavía en desarrollo y sin resultados inmediatos. Si toda prolongación se torna habitual, y los desafíos persisten, dejando de ser la preocupación principal, sin urgencia ni gravedad como primera prioridad internacional, o titular en los medios de comunicación, se corre el riesgo de ser suplantado por otros asuntos más inmediatos. Sería grave, pues se podría considerar como tema sin solución, o tolerado sin alternativa. De persistir la paralización resultante, el mundo habrá cambiado irremediablemente, y habrá que buscar nuevas formas de entendimiento. Una victoria final de la fuerza bruta por sobre la convivencia jurídica y civilizada, en un mundo paralizado.