En los arrabales de alguna ciudad latinoamericana se dio una historia realmente singular. Cuando se hizo pública, muchos no quisieron creerla. Me la contó alguien de quien no puedo dudarlo, por lo que la doy por verídica.

Varias décadas atrás, una reputada familia de abolengo comenzó a sufrir los embates de su disipada vida. Don E., jugador empedernido, mujeriego y alcohólico, heredó de su padre, don J., el patriarca y fundador de la estirpe, una riquísima finca de miles de hectáreas, así como la casona que ahora nos ocupa. Don E., con sus excéntricos gustos y sus andanzas etílico-amorosas, comenzó a perder la fortuna. Su primogénito y único heredero de los restos de la riqueza que aún quedaba, el señorito P., terminó de extinguir prácticamente todo.

Para sobrevivir, la familia venida a menos terminó mudándose a una modesta vivienda de clase media en el centro de la ciudad, y alquiló la mansión, ya bastante deteriorada. Como parte de ese deterioro, fue desprendiéndose de algunas posesiones para poder sobrevivir: algunas joyas, cuadros de algún pintor renombrado, y hasta una armadura medieval que adornaba la sala principal de la casona.

Pasaron así varios años, en los que desfilaron distintos inquilinos. La idea de alquilar las numerosas habitaciones —eran cerca de veinte— para aumentar la renta, ayudó a paliar la pobreza, pero terminó estropeando casi irreparablemente la mansión. Cuando la empresa estadounidense la adquirió, para derribarla y construir ahí un enorme centro comercial con estacionamiento para más de dos mil automóviles, pagó centavos. Para la ya desintegrada familia —que por pudor ni siquiera se atrevía a decir que provenía de «sangre azul»— esas míseras monedas fueron un madero salvador. Para los empresarios inmobiliarios: un gran negocio.

Desde el momento de la adquisición hasta la hora en que iniciarían las obras de demolición se había fijado un lapso de tres meses. Fue en ese período que ocurrió la historia que nos interesa.

La mansión, casi deshabitada los últimos dos años —había apenas un par de inquilinos para entonces— presentaba un aspecto decadente. Las paredes y las ventanas sucias, ganadas por el moho invasor, el jardín totalmente descuidado con una grama que albergaba todo tipo de alimañas y un tejado desvencijado que dejaba pasar más agua que la que detenía, daban un aspecto fantasmagórico a la otrora reputada casona señorial. Las habladurías populares no tardaron en señalarla como casa embrujada.

En realidad, algo había que permitía ese mote. Desde hacía unos meses, inexplicablemente se veían «cosas raras» cuando caía la noche. La casona, ahora con un color impreciso en sus sólidas paredes, estaba a unos pocos metros de la calle principal. Cuando fue construida, muchos años atrás, en el apogeo de la familia, esa vía era de tierra, ya en las afueras de la ciudad. Con el correr del tiempo, el sector se fue urbanizando; la calle, por tanto, se asfaltó, pasando a ser años después una arteria principal. De hecho, se convirtió en uno de los vínculos priorizados que desembocaban en la carretera cercana, que tenía comunicación directa con el puerto a no muchos kilómetros de ahí. Ese era el motivo por el que ahora, con mucha frecuencia, pasaban los pesados camiones que venían del mar con contenedores cargados de mercaderías de todas partes del mundo.

El fenómeno en cuestión era curioso: a veces, por las noches, sin que hubiera explicación lógica posible, se encendían y apagaban solas las luces de la gran sala. Era una lujosa araña de cristales franceses, con una docena de lámparas. Por alguna casualidad se había salvado de la necesidad de la familia cuando comenzó a vender —a precio de remate— algunas de las pertenencias de valor, así como de posteriores depredadores de la mansión en decadencia. Como mudo testigo de dorados tiempos pasados, ahí se mantenía la pomposa araña. Y por las noches, sin razón aparente, en algún momento prendía todas sus luces, apagándolas inmediatamente.

La población del lugar, gente humilde de barriadas pobres que fueron formándose con el tiempo, era bastante prejuiciosa, dada a las creencias. La idea de fantasmas y aparecidos caló muy rápidamente. Era inconcebible que sola, cada rato, la sala se iluminase completamente por momentos. Eso era más común en días de semana; los fines de semana, y en especial los domingos, no sucedía.

La intriga fue apoderándose de los vecinos, a tal punto que se tejieron varias historias. La conclusión obligada fue que la casa estaba embrujada. Salió a relucir la historia del viejo patriarca familiar, don J., que según los relatos de la gente había fallecido en su habitación, sin el amor de sus hijas mujeres, algo respetado solo por su primogénito, y por eso su alma en pena volvía cada noche para encontrar el amor que se le había negado en vida.

Todo eso llegó a oídos de la empresa constructora. Estadounidenses pragmáticos, rieron de los cuentos. Pero no dejaron de tomarlos en cuenta, puesto que, según su parecer, algo podría significar todo aquello. Quizá, según especularon, una estrategia del barrio para impedir la construcción del futuro centro comercial. Por lo que fuere, investigaron de qué se trataba.

Por cierto, no dejó de sorprenderles el fenómeno: no había razón aparente para explicar por qué, en momentos, se prendían esas luces. Dedicaron algún tiempo a investigar, y comenzaron a descubrir una regularidad: las lámparas encendían cuando pasaba algún camión muy pesado por la carretera. No sucedía eso con vehículos livianos. Ello hizo profundizar la investigación, y se encontró que había quedado un viejo tendido eléctrico subterráneo que provenía del otro lado de la calle. Inexplicablemente se conducía a través de una tubería precaria hasta la mansión, a la que alimentaba. El caño pasaba a escasos cinco centímetros del asfalto, por lo que el peso de los grandes camiones cargados lograba hundir la tierra lo suficiente como para comprimir el cable. Dado que nunca se había suspendido el suministro de energía eléctrica —nadie sabía por qué, algún error de la compañía eléctrica seguramente—, con el peso de las compresiones que hacían los camiones, en algún momento, por un segundo, la electricidad pasaba y las luces se prendían.

Rápidamente, para disipar rumores y posibles animadversiones de la población del barrio, los ingenieros de la empresa constructora hicieron difundir el hallazgo: ¡no había fantasmas ni cosa que se le pareciera! Era una simple cuestión práctica, muy fácil de explicar. Las gestiones ante la empresa de electricidad de la ciudad fueron rápidas, y en un par de días se desactivó el cable en cuestión.

Lo curioso —aterrador para algunos pobladores, que habían recibido la noticia de la constructora, molesto para los ingenieros— fue que luego de la desactivación, las luces siguieron prendiéndose.

La primera reacción de los encargados de la demolición fue de desagrado; pensaron que algún gracioso había vuelto a conectar el fluido, quizá en forma clandestina. Para evitarse complicaciones, dado que la entrada del cable estaba ya en la propiedad que habían adquirido —la mansión con sus jardines ocupaba casi dos hectáreas— y, por tanto, podían disponer a su antojo de él, procedieron a cortarlo sin más trámite. Pero el asombro fue en aumento, porque ahora las lámparas seguían encendiéndose… ¡y con más frecuencia!

Ya no era solo cuando pasaba algún camión pesado por la carretera: ahora era un prendido y apagado bastante intermitente, cada cuarto de hora a veces. En otras ocasiones pasaba un par de horas, y a veces, casi a modo de señales codificadas, pareciendo el viejo lenguaje Morse del telégrafo, se daban «conversaciones» con las luces, prendiendo y apagando alternadamente por espacio de medio minuto, un minuto. Otras veces, por el contrario, pasaban seis u ocho horas sin señales. La situación comenzó a tener algo de aterradora.

La gente de la compañía estadounidense comenzaba a estar sorprendida, y también muy molesta. Si eso era una provocación del barrio para que no se construyera el proyectado centro comercial, la decisión fue hacer la guerra frontal. Como no sabían exactamente de qué se trataba y cuál era el truco en cuestión —no había explicación racional para lo que estaba sucediendo—, sin hacer ningún aspaviento, decidieron contactar un cazafantasmas de Estados Unidos.

Tomar esa decisión fue algo difícil, controversial. Los argumentos a favor y en contra sacaron chispas; algunos esgrimieron que eso era primitivo, supersticioso, casi salvaje, y que de ninguna manera gente que se preciaba de científica podía apelar a algo así. Otros, siendo pragmáticos, dijeron que alguna solución debía encontrarse. Y una vez más salió a relucir aquello de «yo no creo en fantasmas, pero que los hay, los hay».

En definitiva, luego de algunas acaloradas discusiones, se decidió traer a un especialista en fenómenos paranormales (nombre elegante para referirse a «cazafantasmas»). La condición fue que vendría esta persona (era un conocido del ingeniero en jefe, de Nueva York), mientras se continuaba por no más de una semana con la investigación sobre la posible causa del fenómeno por parte de la gente de la empresa. «Con método racional», dijeron quienes adversaban la venida del cazafantasmas. Aunque, en realidad, por más racionalidad que se intentara, nadie sabía por dónde empezar la averiguación. Luego de ese período, sin importar lo que sucediera, se procedería a la demolición de la casona y daría inicio la posterior construcción del centro comercial.

B., un rubio de profundos ojos azules, de casi dos metros de altura y cara de niño bobalicón, llegó finalmente. Sus honorarios, nada bajos, los asumió la empresa. Ni bien llegado al país, bajando del avión, se dirigió a la casona antes siquiera de ir a su hotel. Con una parafernalia de instrumentos ininteligibles —algún ingeniero rio al ver todo ese despliegue— comenzó su trabajo.

Medía, fotografiaba, desplegaba aparatos poco o nada comunes por todos los rincones de la desvencijada mansión. Incluso, un poco histriónicamente, se revolcaba por el piso olfateando todo o probando el sabor de lo que le parecía importante: una telaraña, una mancha de moho, algún mueble destartalado. Luego de varios días de intensa labor, con rostro circunspecto dio el resultado de lo investigado: «¡Aquí no hay ningún fantasma!».

Junto a esta búsqueda, los ingenieros de la empresa también habían hecho lo suyo: revisaron planos, igualmente midieron, cavaron, tejieron hipótesis. Lo cierto es que, al igual que B., no obtuvieron nada en concreto. En definitiva: nadie sabía por qué las luces seguían encendiéndose solas.

Ese desconocimiento no importó para que, tal como se había acordado, unos días después comenzara a demolerse el palacete. B. marchó de nuevo a su país de origen, algo decepcionado, pero convencido que su trabajo se había desenvuelto bien. La maquinaria cumplió rápida y efectivamente su labor: en un santiamén, ante los ojos de curiosos que, en muchos casos, respiraron tranquilos al ver que se terminaba con un «nido de fantasmas», la otrora señorial casa se vio reducida a escombros. Las luces endemoniadas que prendían y apagaban solas pasaron a ser un recuerdo.

Con semejante celeridad, o más aún, se levantó el nuevo centro comercial. Dinero para la inversión había de sobra, por lo que en unos pocos meses todo estuvo listo para la inauguración. Era el shopping center —había que decirlo en inglés, por supuesto…, pero también se podía decir mall— más grande y refinado de la ciudad. Sus siete pisos rebosaban lujo por todos lados; cada detalle había sido cuidado con esmero. Los tres helipuertos, la piscina climatizada con simulador de olas del área de juegos y el acuario con dos tiburones blancos reales, constituían una novedad para este tipo de edificación. El nuevo sistema de iluminación de neón iónico comprimido daba en cualquier punto de la construcción una sensación de luz solar real. Era el primer centro comercial que disponía de ese servicio en América Latina. El estacionamiento para 2,200 automóviles era verdaderamente impresionante, así como cada uno de los elementos de pompa y confort con que el edificio había sido equipado. Se iban a dar cita ahí las más estilizadas marcas de ropa, perfumes, vehículos, así como los restaurantes más exclusivos. En síntesis: una maravilla arquitectónica y del buen gusto, mezclando los más avanzados elementos tecnológicos con estilos neoclásicos en una combinación exquisita.

Cuando todo ya estuvo listo, la empresa estadounidense —que tenía como socio menor a dos diputados nacionales dueños de otras tantas compañías inversionistas— respiró tranquila. Nadie recordaba el odioso episodio de las luces «encantadas» de la antigua mansión. Uno de los ingenieros que había conducido el proyecto, el más viejo de todo el grupo, tuvo un mal pálpito, pero no se atrevió a expresarlo. Por otro lado, no había nada que agregar: aquellas molestas luces que prendían y apagaban solas eran ahora un vago recuerdo, y en su reemplazo se tenía una maravillosa obra, envidia de los más avanzados centros comerciales de las más avanzadas ciudades. Lo hubieran tomado por loco si decía que tenía un presentimiento; de hecho, él había sido el más enconado adversario de traer un cazafantasmas. De todos modos, no durmió tranquilo esos días.

La inauguración iba a ser el jueves, día de la independencia patria. Muchos grupos políticos y de derechos humanos se opusieron a eso: se veía como una repugnante comercialización de una fecha solemne. Se le daba más importancia a una cuestión comercial que a la celebración de tan magno día. Pero, obviamente, los negocios mandan.

Luego de los actos protocolarios de la independencia, por la mañana, en horas de la tarde el presidente en persona, con el embajador de Estados Unidos y una gran comitiva —empresarios, diplomáticos, gente de la farándula, el cardenal primado del país, entre otros— procederían a la inauguración. Varios de los canales abiertos del país cubrirían el evento.

El miércoles por la noche —me lo contó uno de los mismos guardias que experimentó en persona el hecho—, cuando ya todo estaba listo, en el cuarto nivel comenzó el fenómeno. Inmediatamente los dos guardias asignados al nivel lo comunicaron a los otros compañeros. Había dos custodios por piso, por lo que eran 14 en total. Luego del cuarto nivel, comenzó a suceder en el séptimo, luego en todos al mismo tiempo. Inexplicablemente, igual que había sucedido otrora con la mansión, comenzaron a encenderse y apagarse todas las luces de los pasillos.

El espanto de los policías fue mayúsculo; no sabiendo qué hacer, se comunicaron de urgencia con la oficina central de seguridad. Para evitar problemas, se les indicó evacuar inmediatamente el centro comercial, esperando fuera del edifico la llegada de refuerzos y autoridades de la agencia. Sin mediar palabras, dejando de hacer todo lo que estaban haciendo en ese momento los 14 policías huyeron despavoridos.

Cuando el centro comercial quedó completamente vacío, con los agentes de seguridad en su exterior, se produjo el derrumbe. Como si hubiera sido implosionado desde sus cimientos, los siete pisos cayeron estrepitosamente. No hubo víctimas, pero no quedó un solo ladrillo en pie. La catástrofe fue total.

Cuando relato este episodio, nadie me lo quiere creer. El gobierno y la embajada de Washington aún hoy, pese a no haber encontrado ninguna prueba, siguen afirmando rotundamente que se trató de un acto terrorista. No se atreven a decir que fueron musulmanes, porque no hay evidencia al respecto; pero lo murmuran en privado.

Mi conocido me relató ya más de mil veces que, en el momento en que comenzaron a parpadear las luces, se percibió un penetrante olor a alcanfor y se escuchó una estridente risotada. La empresa aseguradora, con sede en las Islas Vírgenes, aún sigue averiguando para saber qué pasó, porque se resiste a pagar. Mi policía informante ahora es alcohólico y no quiere saber más del tema.