Un juicio contencioso. Cinco años que llevo viendo de lejos a mi pequeño gran amor, desdibujado, tratando de adivinar si su trazo es el debido o si se está torciendo, cinco años con los párpados fruncidos, mis ojos de miope, entornados, lo busco todos los días durante una eternidad. Por suerte crece recto y fuerte. Paciencia, cada vez falta menos.

Ya hay sentencia, por fin. Ah, no, que ahora viene un recurso. Finalmente, nueva sentencia, parece que todo está acabando. Pero no, nuevo recurso, rechazo del supremo... y, bueno, ya no hay duda: lo peor ha terminado.

Pues no, querida, nada ha terminado. Ahí viene otra vez: mire, que le traigo un comunicado del juzgado de primera instancia. Firme aquí, si no es molestia. Por supuesto que es molestia, pero yo procedo a estampar mi rúbrica, dicen que picassiana. Parece imposible pero sí, hay un nuevo recurso, esta vez él acude al primer tribunal, a ver si le devuelven la primera sentencia, aquella contra la que él mismo recurrió. Extraigo dos conclusiones: una, la realidad supera la ficción; dos, que ya no puede pasar nada peor, es casi imposible que en algún momento de tu existencia pueda volver a producirse una pérdida de tiempo, energía, emociones y vida como esta que estás viviendo, un momento espeluznante que dura cinco años y tiene pinta de ir a prolongarse hasta el infinito.

Habida cuenta de lo breve que es nuestro paso por el mundo, no parece inteligente el someterse voluntariamente a este proceso. De hecho, yo diría que viene a ser una de las mayores majaderías que se puedan concebir. Pero, mal de muchos, consuelo de bobos; vivimos años de togas, guerra y niños partidos, divididos en dos partes iguales. No es sino la seña de identidad de una época. Y los más damnificados son los de siempre, los de todas las contiendas de todos los tiempos, los niños.

Pobres niños. No los de ahora, más bien los de siempre: los de este país, los de aquel de allí, los de un lejano entonces, los del aquí y ahora. Los que reciben bofetadas por no llevar limpios los zapatos, los de los divorcios, los de Guernica, los de las cartas del tarot. Pobre caballo, el del Guernica, descuartizado y aún relinchando. El grito del mundo proviene de ese infeliz caballo y de los niños de todas las épocas. El grito del mundo pertenece a los inocentes.

Pero pase lo que pase ese mismo mundo seguirá rodando, lleno de ideas revueltas y ruidos solapados, con sus individuos inocentes y culpables encajados en él de cualquier manera, sin que exista forma humana de distinguir a los unos de los otros. El desconcierto absoluto gira junto a otros millones de mundos desconocidos que también ruedan, a toda velocidad, incluso más, una velocidad uniformemente acelerada. Solo existe un espacio capaz de asumir una forma concreta, y no es sino ese maldito territorio ayermado: el juzgado de familia.

En el juzgado hay un peregrinaje de almas en pena y rituales con togas. También hay niños, como los niños que fuimos nosotros, niños con derecho a crecer sin obstáculos. Pero estas criaturas nacidas en el nuevo siglo comparten un rasgo común, un rasgo de adulto: son niños que acuden a testificar al juzgado.

Son lanzados alegremente al terrible atolladero de un conflicto de lealtades que ni siquiera son capaces de reconocer, los arrojan a ese pozo sin fondo y se quedan tan campantes, esos adultos que deberían protegerlos, ahí están tan anchos. Pobres pequeños que recuerdan a un juguete roto y extraviado, sobre todo extraviado.

En el juzgado hay más cosas: amigos de toda la vida que no aparecen, amigos siempre distantes y desapegados que de pronto no te sueltan, destinos, deudas, intenciones que favorecerán por aquí y que hundirán por allá. Hay papeles en blanco y negro. Bueno, hay muchas más cosas: imposturas y ventrílocuos, folclore disfrazado de solemnidad, caos, vidas ajenas.

No hay duda de que el principio que mueve el mundo no es el dinero ni tampoco el amor, es el miedo. Y el mayor de todos los miedos se concreta en el juzgado de familia.

La guerra sucede en territorio apache, pongamos. Allá por Arizona, sioux y cheyenes. Por ahí anda el comandante apache, quien debe ser generoso, objetivo, tolerante, honesto y elocuente. Y la guerra sigue, se alarga, cien años a veces.

A simple vista, habrá un final que todo lo zanjará, un final con vencedores y vencidos, un ejército cautivo y desarmado, otro vencedor que será quien se lleve el gato al agua, tenga razón o no. Aparentemente la guerra ha terminado y, desde ese punto, ya comienza a escribirse la Historia. No es tan importante que haya justicia como que por fin haya un final: la certeza de que todo tiene un punto final, nada es eterno.

Pero lo que realmente sucede, está visto que no es tan simple. Es preciso no bajar las armas, dormir con un ojo abierto, saber, tener en cuenta que en cualquier momento despierta la parte dormida, desentierra el hacha de guerra y comienza de nuevo la masacre.

Y los gritos de los inocentes vuelven a escucharse, desde la tierra, como en la película de Amenábar, los gritos se expanden por el espacio.

Así, por los siglos de los siglos.