Tantas cosas se han dicho sobre Francis Bacon (Dublín, 1909–Madrid, 1992) que, cuando tuvo lugar la presentación de su «obra dibujada», nadie creyó realmente que tal cosa fuera tangible. Ciertos críticos, galeristas, escritores o periodistas, que fueron informados de la iniciativa tomada por la Francis Bacon Collection of the Drawings donated to Cristiano Lovatelli Ravarino para presentar esa producción, estimaron que la misma no era otra cosa que una invención de sus promotores. Sin embargo, y a pesar de que el propio Bacon declarase no pocas veces que su capacidad para el dibujo era, de hecho, casi nula, las exposiciones celebradas en Londres, Madrid, Avilés y Valencia desmintieron esas y otras manifestaciones similares. Por el contrario, mostraron la potencia de una obra que, si bien oculta por razones que su propio autor nunca quiso desvelar, hundía sus raíces en las primeras tentativas pictóricas que Francis emprendiera desde muy joven.

No se comprende muy bien esa explícita negación que Bacon realizara alrededor de lo que ha dado en llamarse «la cuestión del dibujo».1 Él mismo, allí donde tuvo ocasión, afirmó rotundamente que «nunca dibujaba». Tales declaraciones, por supuesto, le obligaron a no exhibir jamás un boceto suyo, salvo «algunos trabajos de principios de los años treinta».2 Sostenía Bacon que, generalmente, su obra procedía de fotografías en las que solía inspirarse para pintar sus cuadros. Así, por ejemplo, esa tela que tanto llegó a obsesionarle a lo largo de su vida: Inocencio X. No obstante, mediante numerosos dibujos y óleos sobre papel quiso Bacon aproximarse al misterio que, para él, suponía ese retrato de Velázquez, a quien admiraba por encima de cualquier otro genio de la pintura.

Las exposiciones celebradas en Inglaterra y España cosecharon, a partes iguales, reconocimiento e incredulidad. Críticos hubo que pusieron en cuestión la «autenticidad» de dichos dibujos, y la Marlborough Gallery, que representaba en exclusiva la obra del artista, interpuso varias querellas en contra de los patrocinadores de tales muestras públicas. La cuestión quedó definitivamente zanjada el día en que un juzgado inglés, tras años de litigio, dictó que la producción de Bacon era auténtica y sus poseedores, radicados en Bolonia, legítimos dueños de esta.

La verdad de todo este embrollo radica en que Francis Bacon era muy exigente con su obra, preocupado como estaba por legar lo mejor de sí mismo a las generaciones futuras. Hacia el final de su vida no estaba muy seguro con relación al destino de sus dibujos, que confió en manos de amigos con los que había compartido un buen trecho de su existencia. Así pues, el origen de la Francis Bacon Collection of the Drawings no es otro que la donación que el artista hizo a su compañero italo-americano Cristiano Lovatelli Ravarino, quien, tras consultar con expertos y allegados, decidió junto con el doctor Umberto Guerini crear la fundación que protegiera adecuadamente la obra del artista en tierras de Bolonia, lugar en el que Bacon solía refugiarse largas temporadas para escapar del ajetreo de su vida londinense.

La obra de Bacon ha suscitado tanta atracción como horror y rechazo. Así, por ejemplo, la que fuera Primera Ministra británica, Margaret Thatcher, popularmente conocida como «la Dama de Hierro», llegó a decir de la pintura de este artista que la misma no representa otra cosa que «asquerosos trozos de carne». Repasando la trayectoria de esta señora, uno comprende perfectamente su desprecio hacia la obra del pintor. Entre otras razones porque la creación del arte moderno, para una trayectoria como la de Bacon, solo es posible a partir de la representación del caos en el que vivimos. Ese caos al que tanto han contribuido figuras como la de Margaret Thatcher o la de uno de sus protegidos: el inefable Augusto Pinochet Ugarte, de profesión carnicero.

Fernando Castro Flórez, haciéndose eco tal vez del ensayo de Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro, ha expresado cabalmente una de las vetas centrales por las que se desliza la obra de Bacon: «la superficie que despierta el deseo, la corporalidad más excitante no deja de ser abismal, el umbral de lo atroz».3 He aquí una de las grietas por las que emerge eso que ha dado en llamarse «lo real», o encarnación pura del desamparo, palpitante frustración de una vida fragmentada y dividida, despedazada en un cuerpo que, aunque unitario en su imagen, se muestra incapaz de dar sentido a las ciegas fuerzas de la sinrazón que lo gobiernan.

No es fácil ni cómodo enfrentarse a la obra de Bacon. Cada rasgo de su pintura, cada línea que compone cualquiera de sus dibujos, nos interpela en su intento de permanente fuga. Concebida la humana figura en un espacio preciso y bien delimitado, matemáticamente perfecto y bien ordenado, la materia de su carne no cesa de refugiarse en esa obstinación por salir de sí misma y liberarse de la angustia; esa angustia que no es sino emblema de nuestro tiempo.

Solo Bacon pudo hacer que ese grito, el escándalo que supone toda existencia, logre cuestionarnos de modo íntimo y directo y sin posible escapatoria.

Cuantas veces haya contemplado su pintura, la misma me ha dejado siempre un rastro de inquietud y turbación. Por ello, tras sendas exposiciones visitadas en París, Madrid y Barcelona, fui sensible a la propuesta que un estrecho colaborador de la fundación dedicada a proteger la obra de Bacon en Bolonia, el dottore Gustavo Orlandi, me hiciera para organizar una gran exposición de sus dibujos en el Palacio de los papas de Aviñón.

En ese lugar se desarrollaron dos de los acontecimientos pictóricos más importantes del siglo XX: una muestra del Picasso más provocadoramente erótico en el año de gracia de 1965 (hecho que molestó tanto a críticos timoratos como a público biempensante), y otra, del mismo artista, que se celebró muchos años después, en 1995.

Precisamente Picasso, que ejerció en él una influencia decisiva, fue una de las figuras más respetadas por Francis Bacon. Y Bacon, que es en la actualidad uno de los pintores más cotizados del mundo (para escarnio de propios y extraños), nunca ha tenido la posibilidad de mostrar toda la fuerza de su obra dibujada en un marco tan especial como es el del mayor palacio gótico de Europa.

La conversación con Gustavo Orlandi —hombre de exquisita discreción y arraigada cultura— derivó hacia esa y otras iniciativas alrededor de la obra de Bacon, que, si bien forjaron ilusiones y perspectivas más que halagüeñas, no pudieron concretarse más allá de sus primeros pasos por dificultades técnicas. Una lástima. Una verdadera lástima. Entre otras razones porque la producción de Bacon bien merece ese y otros marcos de carácter único, tanto para la contemplación como para el análisis de su obra. Una obra que, precisamente por encarnar la tragedia del sujeto contemporáneo propio del siglo que hemos transitado, demanda, a la par que una mirada abierta, una reflexión sincera acerca de las fuerzas que captan sus cuadros.

Podemos hablar de «fuerzas» y no de «formas» en la medida en que Deleuze —uno de sus críticos más lúcidos y destacados— señala un aspecto constituyente y fundamental de su trabajo, a saber: que aquello que más importa de Bacon «no es exactamente el movimiento, aunque su pintura produzca un movimiento muy intenso y violento», sino «la acción sobre el cuerpo de fuerzas invisibles (de ahí las deformaciones del cuerpo motivadas por esta causa más profunda)».4

De esas fuerzas invisibles que conforman la existencia del sujeto, Bacon ha sabido darnos una imagen indeleble; imagen capaz de horadar el paso del siglo que habitamos para proyectarse en un más allá que vive en cada uno de nosotros. Tiempo lógico que, como un poliedro, arroja en su devenir los signos de una luz que no ansía sino la libertad de su propio espasmo.

Que solo Bacon pudiera hacerlo bien merece una visita al Palacio de los papas de Aviñón... cuando las circunstancias permitan una magna exposición de tales dibujos.

Notas

1 Un estupendo catálogo, obra del Círculo de Bellas Artes de Madrid, fue editado en 2017 con motivo de la exposición celebrada en la capital de España para ofrecer al público una amplia muestra de los dibujos realizados por el artista a lo largo de su vida. Su título es, precisamente, el de Francis Bacon. La cuestión del dibujo.
2 Las frases entrecomilladas proceden del catálogo editado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, ya citado, p. 37, nota 60.
3 Fernando Castro Flórez, «Los hechos, o lo que solía llamarse verdad», en Francis Bacon. La cuestión del dibujo, pp. 34-35.
4 Deleuze, G. (2002). Lógica de la sensación. Madrid: Arena, p. 48. Citado por Fernando Castro Flórez en su trabajo, ya mencionado.