El agitado conjunto de invenciones ha colocado a la población mundial en un reciente punto de inflexión. Se detona en este siglo, con gran legado del anterior, un conglomerado de nuevos objetos comerciales, muchos de estos concatenados a la ciencia.
Sobre este abarrotamiento planetario sin precedentes, destaca la función que absorbe el paradigma enmarcado en la denominada inteligencia artificial: aquí transita hoy el quehacer artístico, llegando a abrir una puerta que para algunos remueve lo desconocido o impredecible, dado al alcance y la nueva interacción que prolifera y se sostiene entre la mente humana y la máquina.
El comportamiento que algunos artistas han demostrado en el pasado, basándose en la aceptación o rechazo a los cambios científicos y tecnológicos sobre el ejercicio creativo, nos puede llevar a valorar el epicentro que suscitó para el arte el periodo renacentista, donde el arquetipo de belleza y potencial humano llegó a ser un efecto del sustancial estímulo proveniente del uso de la ciencia y la razón.
Se conoce además que “el renacer” de aquel entonces trastocaba al aparato clerical y su predominancia en los asuntos creativos, acaparados por el halo divino. En este punto, la ciencia abría paso a la capacidad humana de moldear su propio destino: se liberaba la mente, a la vez que se retomaban los esquemas clásicos de perfección equilibrada a un despliegue de emociones terrenales.
El cambio sustancial del arte se veía en perspectiva al cambio de pensamiento y este, a su vez, al hallazgo científico, sin omitir la vasta exploración de la realidad que allí empalmaba con el nuevo mundo.
Otro interesante capítulo de coacción entre la ciencia y el arte deviene con la aparición de la fotografía en el siglo XIX. En este contexto se distingue la percepción que planteaba el universal poeta francés Charles Baudelaire, anteponiendo sobre todo a la expresión artística como la función más elevada del alma humana, la cual no podría ser equiparable con la mecánica reproductiva que imponía la tecnología de su época.
La multitudinaria aceptación y el asombro que causaba la posibilidad fotográfica llevó al poeta francés a marcar, en 1859, su radical posición antagónica sobre aquella innovación, exponiendo el ensayo El público moderno y la fotografía. Celoso del poder de la imagen tecnificada, el artista, quien también destacó como crítico de arte, señalaba que aquella invención no podía aspirar a tener la estimación de la poesía o la pintura, ya que era carente de imaginación, idealización y profundidad espiritual.
El valor que otros artistas encontraron en la fotografía como un recurso de documentación realista, y el “coqueteo” que aparecía, orientado a encontrar en tales imágenes un sentido artístico, hacía que el escritor advirtiera: “Si se permite que la fotografía sustituya al arte en algunas de sus funciones, pronto lo usurpará por completo”.
El temor que acrecentaba en Baudelaire estaba relacionado a que estas proyecciones podrían llegar a transformar las ideas y que el quehacer creativo fuera desplazado, perdiendo el uso de la imaginación, la conciencia, la emoción y el lenguaje particular y subjetivo.
Veía aquí una amenaza a la estética y su pureza, definiéndola como “una manifestación del conformismo burgués que prefería la copia servil de la realidad a la creación sublime del artista”.
Con el tiempo, la fotografía y la pintura se bifurcaron encontrando cada una su propio lenguaje dentro de la esfera creativa.
La plástica acudiría al empuje impresionista, distanciándose del realismo ya superado.
Por su parte, la figuración, más allá de servir como soporte técnico para algunos pintores, y la democratización artística burguesa, comprendió formas singulares de representación, despejando infinidades de perspectivas y efectos que se interrelacionan con la naturaleza.
Además, ocupó un lugar preponderante a través del registro documental y el oficio de relatar de forma gráfica episodios de la historia humana, como las grandes guerras.
La mirada del diestro artista fotógrafo encontraba el lugar y el momento preciso para colocar la cámara y atrapar la imagen como si fuera esta, desde ese instante frugal, un permanente espejo del alma.
Hacia las primeras décadas del siglo XX, la impresión de las cosas y la apariencia de la tecnología seguiría inmiscuyéndose en la reflexión artística. Así lo apuntaba el poeta y escritor italiano Filippo Tommaso Marinetti, fundador del movimiento futurista y también conocido por su tendencia fascista: “Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva, la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras, con su radiador adornado de gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo (...) un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia”.
En la actualidad, con el surgimiento del arte contemporáneo o posmoderno, el cual ejerce un rompimiento de lo que se conocía como “técnica”, manifestada desde el arte clásico al moderno, se proyecta la posibilidad de llevar a cabo la actividad artística con ideas que se circunscriben a un contexto y se expresan en objetos o en diversos elementos de forma indefinida, partiendo de estilos conceptuales o experimentales.
La inteligencia artificial llega, pues, a facilitar los insumos que requiere el nuevo creador, el cual debe mantener como precepto engendrar las percepciones que parten de su talento, permitiendo el sustento de las constelaciones algorítmicas, sin perder de vista que la razón de ser y el deleite del verdadero artista reside en el avance y ensanchamiento del pensamiento a través de su propia realidad, más no en la apropiación, imitación o sustitución desde un conglomerado de registros concedidos por la máquina.
Así, las emociones, experiencias y expresiones encontrarán en esta nueva era un arte que sigue su transformación. Aunque la contienda contra el mercado y lo superfluo se tornará más aguda, el arte, lejos de desaparecer, se ajustará a su sitio, adhiriéndose a la lucha perenne y polivalente que conlleva la vida.