Heinz Schütte se levantó contento. Era primavera y se trasladaba a Roma con una beca de estudio del Instituto Germánico, con la finalidad de hacer un levantamiento arquitectónico de las estructuras de servicio de la Arena del Anfiteatro Flavio, el Coliseo; un lugar para ceremonias importantes, lo tenía claro.

Debía dibujar los planos de todo lo que existía bajo la Arena: un conjunto de muros, recintos y pasillos; las áreas de servicio, de los espacios que servían de apoyo al espectáculo que se desarrollaba sobre las cabezas de los que allí deambulaban, fuesen seres humanos o bestias.

El monumento lo conocía bien. Había sido su tesis de doctorado en la Universidad de Berlín y materia de análisis durante sus estudios en la Katholisch-Theologische Fakultät de Tübingen, ciudad universitaria. Que en Tübingen se concentrara la mayor cantidad de pianos de Alemania lo tuvo sin cuidado. Heinz Schütte no estudió piano. Junto con la Arqueología, profundizó en los números de Pitágoras, otras ciencias. Nunca supo si Hegel, Kepler y Hölderlin, ex alumnos de la Katholisch-Theologische Fakultät como él, tocaron el piano en Tübingen.

En Roma lo esperaba un arduo trabajo que le habría tomado, calculaba, unos cuatro o cinco años. Sabía que las estructuras de servicio no eran originales. Enterradas durante varios siglos, las excavaciones habían sido terminadas entre el 1938 y 1939. Mussolini necesitaba reforzar el armamento «cultural» de su gobierno.

En efecto, desde el año 80 d. C., fecha en que Tito lo inauguró con una fiesta de 100 días, 500 bestias sacrificadas y muchos gladiadores muertos, el Coliseo ha tenido muchas intervenciones. Vespasiano, su padre, había iniciado su construcción en el 72 d. C. sobre lo que había sido el stagnum, el lago artificial que Nerón hizo construir para su Villa, la Domus Aurea.

Estaba sorprendido, ¡el anfiteatro había sido construido solo en ocho años!

Todo comenzó en la Biblioteca de la Universidad de Tübingen. Una profecía del venerable Beda, que vivió en el monasterio benedictino de San Pedro y San Pablo en Wearmouth, Inglaterra, en el siglo VIII, le había llamado poderosamente la atención. La profecía lo inquietó. Se asustó. En latín estaba escrito:

Quamdiu stabit Colyseus stabit et Roma;
cum cadet Colyseus cadet et Roma;
cum cadet Roma cadet et mundus.

Hasta que exista el Coliseo, existirá Roma;
cuando caiga el Coliseo, caerá Roma también;
cuando caiga Roma, caerá también el mundo.

Su interés por los números lo pudo haber encaminado hacia otros lados. Solo que, frente al monumento, percibía muchas más cosas de las que hubiera imaginado y estudiado. El Coliseo estaba ahí, gritando su inmensa carga de conocimientos aplicados, sus leyes físicas, su matérica, sus geometrías, su dimensión, su función urbana y social. Y también sus misterios, se atrevió a pensar.

En el año 249 d. C., durante las celebraciones solemnes por el primer milenio de Roma, en un espectáculo grandioso, una batalla con mil parejas de gladiadores, murieron 32 elefantes, 10 alces, 10 tigres, 60 leones, 10 hienas, 10 jirafas, 20 burros salvajes, 40 caballos salvajes, 10 cebras y 6 hipopótamos. En el Coliseo. Lo sabían todos los romanos.

Nunca un mártir cristiano. Probado históricamente. Lo sabían todos los romanos.

Al edificio más noble y puro de la romanidad, los romanos contemporáneos lo llaman simplemente «el más hermoso spartitraffico del mundo», una rotonda. Avenidas vehiculares lo rodean por tres lados, aislándolo del resto del tejido urbano.

Rotonda o no, siempre ha sido un personaje imprescindible de la escena romana. Fotografías y películas de los años sesenta lo muestran como telón de fondo, dialogando con otro gran monumento italiano: la Cinquecento; vehículo pequeño, diseñado para transitar por los estrechos centros urbanos de las ciudades italianas y eficaz respuesta de movilidad al período de reconstrucción del país después de la Segunda Guerra Mundial.

Y su variante en dos ruedas fue la Vespa. Otro gran monumento. Junto con Audrey Hepburn y Gregory Peck fue uno de los personajes principales del filme Vacanze Romane. William Wyler la filmó en 1953. Inevitable, el Coliseo aparece como telón de fondo.

La historia nació de Cenicienta, contó Wyler, pero al revés: la princesa era ella. Anna (Audrey) dice: «Y a medianoche, volveré, como Cenicienta, al lugar de donde he escapado». Joe (Gregory) dice: «Y será el final de una bella fábula».

Heinz Schütte constató que el Coliseo, llamado así desde el Alto Medioevo, se abría hacia el cielo, sin techo, como un cáliz dispuesto a ofrecer la sangre de sus muertos al sol, a los astros. El sacrificio, es uno de los ceremoniales antropológicamente más ligados a la vida. Pensaba. Entre todos los grandes monumentos que recordaba era el único con esa forma.

Las pirámides de Egipto, desde ese punto de vista, podían ser consideradas como un enorme techo monolítico que llegaba hasta el suelo. El faro de Alejandría tenía un techo, lo mismo el Taj Mahal, las pirámides de Chichen Itzá, los jardines colgantes de Babilonia. Ninguno se abría hacia lo alto.

Esta era una obra que se ofrecía al cielo. Por ese motivo, pensaba que el Coliseo merecía ser parte de las Siete Maravillas del Mundo que una sociedad suiza, la New Open World Corporation (NOWC), determinó sin ningún pudor, con declarados fines de lucro. Se hizo una votación en todo el mundo. Por cada voto se pagaba una cifra. Él había votado por el Coliseo.

La idea de un lugar que celebraba la vida a través de la muerte y de la fiesta, aparte de la cuestión puramente ritual, Benvenuto Cellini dixit, lo hizo interesarse en la máquina técnica que estaba detrás de todo eso. No solo de la escena en que el rito se cumplía. Al fin y al cabo, era un arqueólogo alemán.

El pavimento de la Arena, cuando existía, era de mampostería y entablado de madera. Fue cubierto con arena para absorber la sangre de los combatientes. Bestias o humanos.

No podía dejar pasar ciertos números así nada más, ciertas cifras y proporciones que surgían a medida que realizaba su trabajo. Anotaba todo sin saber exactamente dónde lo conduciría. La ciencia de los números había sido importante en su formación esotérica.

Al borde de la Arena se levantaba el pódium, se sabe, de unos cuatro metros de alto y, desde ahí, se proyectaban hacia arriba las acomodaciones de rango en las primeras filas. El pueblo en lo alto: todos sentados. La misma forma elíptica remataba el borde superior de los tres órdenes arquitectónicos sobrepuestos alcanzando una altura de 52 metros.

La altura actual de 48.5 metros y su sistema constructivo de arcos y bóvedas relacionados entre sí en una compleja y compacta relación estructural le hacían salir lágrimas de emoción.

Lo construido bajo la Arena era su tema: los ambientes de servicio modificados durante el siglo III o IV; ordenados en función de un pasillo central a lo largo del eje mayor, en torno al cual se disponían doce corredores curvilíneos simétricamente a ambos lados. 80 montacargas permitían subir a la Arena la maquinaria necesaria o los animales empleados en los juegos.

Heinz Schütte debía entrar en el espíritu del edificio, descubrir el Genius Loci que lo habitaba. Emocionarse, entrar en consonancia profunda con el monumento, como los románticos del siglo XVIII. Así pasó varios meses.

Había leído una traducción al alemán de unos apuntes del Pequeño Viaje. El escribidor chileno, Tavo Pardo, los había publicado cuando él comenzaba sus estudios universitarios. Pardo reivindicaba la apropiación poética del lugar, la ineludible sintonía total con el contexto a estudiar. Sumirse emotivamente en él. De ahí debía comenzar.

Tampoco olvidaba la profecía del venerable Beda: «Quamdiu stabit Colyseus stabit et Roma...»

Su trabajo consistiría, entonces, en restituirle existencia. Hacer que el Coliseo no fuese solo un montón de piedras magníficamente colocadas una al lado o encima de otras. Volvería a darles vida, un sentido actual. Hacer de él un evento contemporáneo, no solo histórico a quien lo visitara. Debía servir para experimentar un sentido de pertenencia, de respeto y admiración por una de las Siete Maravillas del Mundo, aunque su designación hubiese sido comprada a flor de dólares. Se trataba, al fin de cuentas, de la obra del hombre, histórico o contemporáneo que fuera. Así lo interpretó.

Ni los terremotos del año 442, del 1231, los sucesivos del 1255, 1349 ni del 1703 lograron destruirlo. Tampoco las familias Frangipane ni Annibaldi que lo transformaron en fortaleza. En 1312, Enrico VII lo donó al Senado y al Pueblo Romano. S.P.Q.R. Senatus Populusque Romanus. Ahí comenzó su destrucción.

Desde el Medioevo, las piedras caídas eran reutilizadas. Servían para construir nuevos edificios, pero desde el siglo XV se transformó en cantera de travertino. Con sus piedras fueron construidos el Palazzo Venecia, el de la Cancillería, el puerto de Ripetta en el río Tíber y San Pietro en el Vaticano. Mínimo.

La dimensión del objeto estudiado superaba su modesta ciencia, decía Heinz. Avanzaba lentamente, con mucho cuidado y respeto. No podía imaginar que su trabajo meticuloso, ordenado, silencioso y solitario se vería alterado por una presencia de la que nadie más que él se pudo dar cuenta, pues trabajaba en un área cerrada al público: un calzón rojo de mujer.

No lo tocó. Estaba apoyado en un muro distante de su área de trabajo.

—Quién sabe —se dijo, ni lo comentó con su compañera al volver a casa.

Era fin de semana. Aprovechó para visitar la isla de Cerdeña. El clima era ideal para caminar por la playa, comer mariscos y pescados. Le gustaban, aunque eran los nuraghi los que concentraban su interés. El Nuraghe Arrubiu sobre todos, el más complejo. En planta correspondía a una espiral que giraba en sentido antihorario, hacia la izquierda. Construcciones curvas, como el Coliseo, pensaba: una torre central rodeada por otras cinco, un muro externo con siete torres más; otro muro de cinta con cinco torres y otras tres torres aisladas. Total, veintiún torres. El complejo había sido datado en el 1500 a. C., aunque también existían indicios de ocupación en época romana.

Ni siquiera quiso pensar en cuestiones esotéricas, aunque reconocía que habría material más que suficiente. Se dejó llevar solo por la tavopardiana emoción que le provocaban los volúmenes de piedra.

De los nuraghi le había hablado el Profesor Pancrazio Deloddu, un sardo estudioso de lo que estaba «debajo», «en» y «sobre» la tierra, decía. Las minas subterráneas de carbón; la vegetación, piedras y animales en la superficie y los nuraghi, justamente, el estrato que estaba encima de los demás. Deloddu era un maestro de los estratos. Nunca se presentaban aislados, decía. Siempre había una relación vertical que los unía y siempre una obra humana celebraba esta unión. El carbón, las piedras con su vegetación y los nuraghi había que leerlos como una sola cosa. Se les separaba solo por motivos de estudio. Pero así vistas las cosas, decía, corrían el riesgo de agotarse en sí mismas.

Heinz encontraba que entre Deloddu y Tavo Pardo había un fil rouge que amarraba dos mundos distintos, la Patagonia chilena y la Cerdeña, en este caso, con una sola mirada. Aunque en el fondo, era la mirada lo que le importaba.

A su retorno a Roma, el calzón rojo ya no estaba en su lugar. Estaba en el suelo de otro recinto. Se inquietó. ¿Que alguien estuviese moviendo el trazado de lienzas con que había compartimentado el área de trabajo? Temía que lo realizado hasta ese momento pudiese desvanecerse. Pero no. Controló algunos puntos de referencia, nada había sido tocado.

Otro día, el calzón rojo apareció en otra parte. Cada día abandonaba su lugar precedente. Se desplazaba sin ninguna lógica aparente. El calzón.

Pensó transcribir sus desplazamientos en un plano. Temía contarlo a sus colegas arqueólogos. Se habrían reído de él. Inquieto y preocupado, su trabajo se resentía, cada día recorría toda el área para verificar dónde lo encontraría. Lo buscaba.

El calzón rojo devino obsesión. Llenaba hojas indicando sus recorridos con líneas de colores. La ubicación con una X; cada mes un color distinto para el recorrido y un número al lado de cada X para su ubicación: X1, X2, X3, X4 y así sucesivamente.

Necesitaba descubrir si, detrás de sus desplazamientos, podía identificar un sentido. No lo había, pensaba. Lo constataba sobreponiendo cada hoja mensual sobre las demás. Era un arqueólogo, y alemán, por añadidura.

Nunca lo tocó, el calzón rojo. No quería intervenir en ningún modo en sus estados de ánimo, decía, en sus desplazamientos, en cada nueva ubicación, en el modo en que se depositaba. Debía haber una ley detrás que necesitaba descubrir. Pensaba científicamente.

Heinz conoció a Averroé Gallardo Sánchez, arquitecto de Aguascalientes, México, estudiante en la Escuela de Especialización en Restauro de Monumentos en Roma. en un bar en las cercanías del Coliseo. Gallardo, todos los días desayunaba con un caffé ristretto. Heinz Schütte con un capuccino tibio, con poca espuma en taza transparente. Sin azúcar.

Fue la primera persona a quien se lo contó. No era un colega. No le preocupaban sus eventuales bromas sobre el tema. Gallardo no rio. Le pidió ser invitado a constatar «el tour del calzón colorado», como lo llamó. Era arquitecto, a fin de cuentas. Los arquitectos, se sabía, no podían partir riéndose de nada. Todo podía ser un inicio para un proyecto, por raro que pareciera. Cada proyecto tiene un starting point que le es propio. Lo tomó en serio.

Heinz Schütte se sintió aliviado. Tenía un cómplice con quien compartir lo que ya era una obsesión.

Visitarían juntos el Coliseo un miércoles en la mañana. La cita era en el bar. Caffé ristretto para Gallardo, capuccino tibio con poca espuma para el arqueólogo. Schütte estaba emocionado; Averroé, curioso. Compró una botella de ron que guardó delicadamente en su maletín de cuero.

—Nunca se sabe lo que puede suceder —dijo.

Heinz Schütte no opuso resistencia, aunque no veía qué cosa podría suceder que hiciese necesario recurrir a una botella entera de ron. Un miércoles en la mañana por lo demás. Secretamente, hubiese preferido un oporto. No más de 16° para la mañana.

Gallardo Sánchez había escuchado un cuento que circulaba en Roma después de la guerra. Cuando un soldado americano vio el Coliseo en ruinas, aterrado le dijo a un colega: «Dios mío, bombardeamos este también». Pensó que, desde ese punto de vista, sus vecinos del «país del norte» tenían poco y nada que decir frente a la arquitectura histórica mexicana, de la cual era gran conocedor y estudioso. Desde esa perspectiva, el mexicano se sentía más cercano a Roma que al made in USA.

Schütte, aparte de la diferencia de opinión sobre la graduación alcohólica adecuada para un miércoles en la mañana, estaba de acuerdo con él.

Heinz Schütte también había entrado desde hacía tiempo en los secretos de la geometría en el espacio urbano. Desde sus estudios en Tübingen, con pasión. Las ganas de estudiar el Coliseo de Roma nacieron de su geometría. La elipse abierta hacia el cielo, como el cráter de un volcán con cráter.

Sabía, por ejemplo, que la elipse del Coliseo sirvió al arquitecto Otto Ernst Schweizer de Tübingen para proyectar el Praterstadion de Viena en 1928, hoy demolido. Lo sabía. Su forma y la posibilidad de ser evacuado en pocos minutos. La elipse, una geometría que los estadios contemporáneos siguieron reproduciendo en el tiempo.

El Coliseo nacía del Teatro griego, otra geometría, semicircular. Romano, al fin de cuentas, unió y estiró dos semicírculos griegos. Importante para Heinz Schütte, aunque un poco menos, el hecho que todos los espectadores podían estar sentados. Habitó y se paseó por la geometría elíptica por varios años. Mirando hacia arriba percibía el cielo en su totalidad, como un ojo inmenso. A la altura de su vista, la elipse se hacía seductora, amigable; sin esquinas ni líneas rectas. Todo confluía en la Arena, como en la Piazza San Pietro de Bernini.

Sería por su forma, pero los hinchas romanos, después de cada partido de fútbol celebraban el triunfo en el Coliseo. Reproducían el ambiente de estadio. El ingreso era gratuito. Cuando ya no lo fue más, con entrada pagada, los turistas lo recorren sin tener un motivo para celebrar. La animación urbana perdía un lugar donde había persistido el sentido de la fiesta durante siglos. Un burócrata había extirpado una geometría más al habitante de la ciudad.

Hasta 1996, solo los sordomudos podían vestirse de gladiadores y trabajar dentro del Coliseo. Foto recuerdo. La noche del año nuevo 1999, una violinista veneciana se lanzó desde lo más alto de sus muros: un amor romano no correspondido. Evento y espectáculo en torno a un espacio geométrico. Concentrador de vida y de muerte, que no es lo mismo, pero es igual.

Heinz Schütte nunca supo si el calzón rojo que encontró entre los muros debajo de la Arena había llegado ahí volando entre las piernas de una mujer que se lanzaba desde el muro más alto. A la elipse acogedora, sin esquinas, de curvas dulces acudían muchas parejas a celebrar el acto de amor cósmico. Por lo menos, un acto público. El «acto» se hacía en público.

Llovía como nunca. La zona debajo de la Arena, su área de trabajo, se inundaba. Heinz Schütte, estrecho entre dos muros de ladrillo, espacio mínimo, no podía moverse. El agua le llegaba hasta más arriba de los tobillos. Una teja triangular de dos pies romanos soltándose de su base cayó entre los escasos centímetros que lo separaban del muro. Justo ahí.

No murió. Un ángel le había salvado la vida, dijo su mujer, agradeciendo al cielo con tresAvemaríasseguidas, una detrás de otra. La geometría, esta vez, le hubiera costado la vida.

Heinz Schütte terminó su trabajo en cinco años, como estaba programado. Nunca más volvió a Tübingen ni tocó el piano. Su mujer, catequista y especialista en ángeles era originaria de Cerdeña. Todo cuadraba.

Y el calzón rojo de mujer...