Un verdadero «viaje en el tiempo» es el que se realiza en Tívoli: a partir del siglo I a.C., la Villa «Gregoriana», un par de siglos después, entre los años 118 y 134 de nuestra era, la Villa Adriana, para terminar en la renacentista Villa d’Este.

Tívoli, la ex Tibur, fundada el año 1215 a.C., famoso centro termal ya desde la antigüedad e importante sede episcopal desde el Renacimiento es un pueblito de poco más de 56 mil habitantes que queda a unos 35 kilómetros de Roma; lo curioso es que en una superficie de poco menos de 70 kilómetros cuadrados posee tres parques espectaculares que se remontan a tres periodos muy lejanos en el tiempo.

La Villa gregoriana, un parque realizado entre los siglos III y II a.C.; la Villa Adriana, una verdadera ciudadela que el emperador Adriano ordenó construir el siglo I d.C., y la Villa d’Este, un palacio y parque del siglo XVI, edificados por orden del cardenal Hipólito II d’Este, hijo de Lucrecia Borja.

La Villa Adriana fue la residencia dorada del emperador Adriano, que, según algunas fuentes, habría dedicado a su joven amante, el hermoso Antinoo: mirando en retrospectiva podría decirse que era la Versalles de la Antigua Roma.

Inmediatamente después de entrar se sube por un camino pavimentado, circundado de árboles, que lleva directamente a un pequeño edificio construido en la década del 50 del siglo pasado para exponer la maqueta de la villa, que muestra esta verdadera ciudadela tal como era: «Hay que empaparse de esta maqueta para tener una visión general de lo que era este lugar, donde Adriano usó todos los elementos tipológicos para hacer de cada espacio una dinámica diferente», explica la arquitecta chilena Ximena Amarales, experta de historia antigua y guía turística.

Después de haber visto la maqueta, y luego de atravesar una muralla se accede a un gran jardín con una piscina en el centro circundada por árboles de laurel: es el «Pecile», que no tiene nada que ver con peces (aunque se ven algunos) ya que se refiere al edificio de origen ateniense Stoá poikile o «pórtico pintado»: una galería que le servía a Adriano para hacer ejercicio caminando, que podía usar también en invierno porque tenía un lado cubierto.

Uno de los edificios mejor conservados son las termas, realizadas sobre todo para los huéspedes, ya que, «hay que acordarse de que no eran solamente lugares para la higiene, sino sobre todo para la socialización, eran como las actuales SPA (salud por agua) de la antigüedad, una componente fundamental de la cultura antigua», puntualiza Amarales.

Desde una de estas termas, denominada de «heliocamino» (provista de una especie de chimenea calentada por el sol) había un pasaje directo hacia el Teatro Marítimo, que todavía se puede ver y atravesar en algunas ocasiones, ya que es objeto de frecuentes obras de restauración; era una especie de miniapartamento totalmente rodeado de agua donde Adriano solía recluirse cuando quería trabajar sin ser molestado. La habitación se unía a la tierra firme a través de un puente levadizo: hoy, en vez, atravesamos un puente de hormigón.

Siguiendo el recorrido, sorprende la sala de los filósofos con su imponente piscina, rodeada de estatuas, aledaña a las Grandes Termas como también los estupendos mosaicos de algunas habitaciones aun visibles. Un par de estos mosaicos, entre ellos el denominado «mosaico de las palomas» o «de Plinio» (ya que este escritor señaló haberlo visto en la Villa Adriana), y otro de una máscara escénica se encuentran en los museos Capitolinos de Roma.

Volviendo al paseo por la Villa, impresiona la Plaza de Oro: una habitación enorme, con un lado abierto, que tenía una zona techada con formas cóncavas y convexas, una especie de ninfeo con una cascada que bañaba la pared de la zona cerrada que miraba hacia el poniente: durante el ocaso, el sol iluminaba un canal que se reflejaba en toda la habitación.

Pero sin duda el lugar más sugestivo es otra especie de piscina, el «Canopo», del nombre de un canal que unía la ciudad homónima, en Egipto, con el Nilo: de ahí la gran cantidad de esculturas de origen egipcia, en alabastro negro, (que se pueden admirar en los Museos Vaticanos). Actualmente en los bordes de esta piscina se han reconstruido algunas estatuas griegas y egipcias, como un solitario cocodrilo: en este lugar se hace patente el sueño de Adriano de unir en torno a él todas las tierras bañadas por el mar Mediterráneo.

Personaje inquieto intelectualmente, aficionado a los viajes y admirador de la cultura griega, Adriano quiso dejar plasmados en la Villa algunos recuerdos de sus numerosos viajes por las tierras del extenso imperio. Según la escritora Margarita Yourcenar, que pasó meses en este lugar mientras escribía la novela Las Memorias de Adriano, el emperador «sentía en sus espaldas el peso de la belleza del mundo».

Construida entre los años 118 y 134 de nuestra era, en las 120 hectáreas del parque se erguía una verdadera ciudad con palacios, fuentes, termas, gimnasios, etc., dispuestos en modo aparentemente casual, pero como se ha ido descubriendo, cuidadosamente proyectados y separados por estupendos jardines, lo que no impidió que la Villa fuera abandonada totalmente solo 100 años después de su construcción.

Sin embargo, desde que se «redescubrió», a fines del siglo XV, el saqueo de los numerosos e importantes restos arqueológicos fue constante: cardenales, papas, nobles romanos y europeos, sobre todo los ingleses del Grand Tour se convirtieron en ansiosos coleccionistas de todo lo que salía del vientre de la Villa Adriana.

Por ejemplo, fue el papa Alejandro VI (el famoso Rodrigo Borgia, padre de Lucrecia y César, entre otros) quien promovió una serie de excavaciones: el conjunto de estatuas denominadas Musas sentadas se pueden apreciar hoy en el Museo del Prado, en Madrid, ya que fueron cedidas al Estado español por este papa, mientras otras, por ejemplo algunos retratos de Antinoo, como también diferentes esculturas de estilo tardo egipcio y helenístico están en los Museos Vaticanos; otras obras están en el denominado Braccio Nuovo de los museos capitolinos, en el Museo Centrale Monte Martini y en el Palacio Massimo, todos en Roma.

Villa d’Este

Saliendo de la Villa Adriana y siguiendo a la derecha por la vía Tiburtina, en pleno centro de Tívoli está la famosa Villa d’Este, el ex Palacio Episcopal construido en 1550 como parque renacentista, por encargo del hijo de Lucrecia Borgia, el cardenal Hipólito II d’Este para consolarse del fracaso en el Cónclave papal, ya que sus aspiraciones eran sentarse en el trono de San Pedro, como su abuelo, Alejandro VI.

El ingreso es una especie de claustro, con una espectacular fuente dedicada a Venus en el centro que ya en cierto modo nos introduce a la espectacularidad de los jardines.De ahí, por una amplia escala se sube al «piso noble» del palacio, donde estaban los salones y las habitaciones donde Hipólito recibía a sus huéspedes.

Los estupendos frescos de las paredes y del techo, así como los cuadros, realizados por los grandes pintores manieristas de la época, son el preámbulo perfecto para los jardines y como es fácil darse cuenta todo el proyecto estaba destinado a exaltar las dotes de Hipólito d’Este, típica figura de cardenal-príncipe-mecenas, tan en boga en esos tiempos.

Por eso toda la iconología del palacio y de los jardines es una celebración de sus nobles orígenes a través de símbolos y alegorías del mundo pagano y del mundo cristiano, escenas mitológicas, paisajes refinados y exóticos, algunos con motivos decorativos grutescos como por ejemplo la «Sala de los motivos de Caza» y la estupenda «Sala del Trono», con grutescos más delicados que representan mascarones de proa, medusas, peces alados, hojas, entre otros.

Por una escala bastante empinada, se llega a la terraza que da directamente a los jardines. En realidad, las imponentes construcciones de balcones floridos sobre balcones floridos traen a la mente los famoso «Jardines Colgantes de Babilonia», mientras las obras de hidráulica como un acueducto y numerosas cañerías subterráneas demuestran una vez más la maestría de los ingenieros de la antigüedad.

Tal como la Villa Adriana, este parque es Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y su jardín es único en el mundo por la concentración de fuentes, grutas, juegos de agua e incluso música hidráulica. No es por casualidad que este modelo haya sido emulado muchas veces en los jardines europeos inspirados al manierismo y al barroco.

La Fuente de Neptuno es la más imponente y escenográfica del parque, y aunque fue construida mucho más tarde, a principios del siglo XX no desentona con el resto; además, mirándola desde abajo parece un monumento único con la Fuente del Órgano. Desde la balaustrada que da hacia el valle la vista se pierde en la lejanía entre los techos de Tívoli y los campos circundantes.

Villa Gregoriana

Totalmente distinta de las dos anteriores es la Villa Gregoriana, un parque natural construido en las faldas de una pequeña colina donde hace más de 2.100 años –siglos III y II a.C.– se levantaban templos en honor de los dioses del panteón romano, entre ellos el de Vesta, cuyas columnas aún permanecen y que después de años de abandono fue abierto al público el año 2005.

En este lugar, el recorrido está muy bien diseñado, ya que la vegetación es mucho más agreste que en las otras dos villas, lo que al mismo tiempo contribuye a la sugestión del parque. Desde un punto de vista de restos arqueológicos se pueden apreciar las ruinas de lo que fue la mansión de un aristócrata de la época, Manlio Vopisco.

Muy sugestivos algunos recodos del parque, como por ejemplo una gruta natural en el Monte Catillo, desde donde se divisa parte del valle del río Aniene. Una sugerencia es ir sin apuro para deleitarse con cada tramo de este singular paseo, como por ejemplo sentarse en la ribera de una especie de lago artificial, originado por las aguas de la cascada de más de 100 metros de altura donde desembocan las aguas de dos canales creados para desviar las aguas del río Aniene que tanto hizo penar a la población durante varios siglos.

Hasta las primeras décadas del siglo XIX la zona constituía la pesadilla de sus habitantes a causa de las frecuentes inundaciones del río Aniene que ya Plinio describía en detalle en el año 150 de nuestra era: lo peor sucedió en noviembre de 1826 cuando llovió toda la noche y las aguas torrenciales provocaron el desborde del río que arrasó con todo lo que encontraba a su paso.

La estructura de la Villa, tal como es hoy se remonta a este episodio trágico, ya que el papa Gregorio XVI se compadeció de las penurias de la población (la villa era propiedad pontificia), y dio orden de empezar las obras de restructuración. Para construir los dos grandes canales ya mencionados llamó a obreros de toda Italia «que crearon numerosas vías, se encaramaron hasta las grutas dedicadas a Neptuno y a las Sirenas, subieron hasta el Templo de Vesta, creando la formidable Villa Gregoriana, donde se encuentran más de 3.300 especies de plantas diferentes», según las crónicas de la época.

Aunque parezca increíble, en esta pequeña ciudad de poco más de 50 mil habitantes y poco menos de 70 mil kilómetros cuadrados es posible realizar un viaje en el tiempo de más de dos mil años.