Averroé Gallardo Sánchez, arquitecto mexicano de Aguascalientes, se servía el primer caffé de la mañana. Había aprendido que en Roma lo podía pedir corretto, es decir, con licor; ristretto, es decir, muy corto; normal o lungo, es decir, con un poco más de agua; macchiato con unas gotas de leche, frío, tibio o caliente; en taza o en vaso, al bicchiere; con crema o sin. Había un caffé para cada gusto prácticamente. Nunca dos caffé eran iguales.

Con el cappuccino las variantes eran aún mayores. El caffé, por lo demás, se servía en pie. Solo los turistas y algunos ancianos lo bebían sentados.

Estaba sorprendido de la cantidad de formas que podía asumir una simple taza de caffé, acostumbrado al café con leche, al café en polvo o al expresso. Fin de la oferta.

Sentado en uno de los cafés de Piazza del Popolo revisaba sus apuntes, como un turista más. Era domingo en la mañana y no tenía apuro. De inmediato, algo lo inquietó. Las dos iglesias que iniciaban la Via del Corso eran iguales. Dos edificios iguales en un país en que todo era distinto, a partir del caffé… Las dibujó, tuvo que mirarlas con mayor atención.

Santa Maria in Montesanto y Santa Maria dei Miracoli no eran exactamente iguales. Ni podían serlo. La primera, construida en 1662; en 1675, la segunda. Solo que, para la Piazza del Popolo, era como si lo fueran, constituían una sola e inseparable cosa: una puerta desde la plaza hacia Via del Corso.

Fueron construidas sobre los restos de dos monumentos funerarios: dos pirámides de época augustea. Indicaban el ingreso al Campo Marzio. Siempre dos.

Como arquitecto partidario de la obra única, singular, respuesta adecuada a una situación específica, el proyecto debía ser consecuente y dar cuenta de esa condición. Ser irrepetible, si no, qué raza de arquitecto era.

Solo que en Roma notó que el edificio reflejado no sorprendía a nadie, comprendidos los arquitectos. Una intervención única realizada en dos tiempos en que la segunda era reflejo de la primera. Roma, ciudad doble, tenía dos ríos, dos Estados en una sola ciudad. Sus edificios se repetían a sí mismos.

En Piazza Venezia dos edificios gemelos, uno frente a otro: Palazzo Venezia era del siglo XV; su contrafachada, del siglo XX. Al lado, en el Foro Traiano, Santa Maria de Loreto (iniciada en 1507) se reflejaba en la iglesia del Santissimo nome di Maria (1736) y la Colonna Traiana tenía su doble en la Colonna Antonina.

El Palazzo y el Palazzetto dello Sport, obras de un mismo ingeniero, se parecían. Correspondían a un mismo momento en la reflexión del proyectista.

Roma repetible, ¿constante referencia de sí misma? ¿Narcisismo urbano? ¿Exigencias de su grandeza? No siempre.

Constató que la arquitectura del período de Adriano hizo propias algunas expresiones de la arquitectura griega y egipcia. Villa Adriana quiso ser una «colecta» de esas arquitecturas con la intención de legitimar la idea de universalidad del imperio romano. Fueron incorporados códigos tipológicos y lingüísticos de un pasado medio-oriental y reinterpretados en una realidad mediterránea. Su doble lo constituía un reflejo distante.

Los edificios se repetían en el tiempo. Se hacía ciudad repitiendo sus propias piezas urbanas. Construyendo una ciudad doble; una ciudad especular.

Para Roma el riesgo era alto: construir un falso histórico. La imagen reflejada, la doble imagen construida en el tiempo surgía en relación con una imagen preexistente. No existía otra voluntad arquitectónica sino la emulación. Aparentemente un tema que para los romanos no había tenido importancia.

Importaba más la escena urbana de las cúpulas que dialogaban en su skyline. De hecho, la cúpula de San Pietro se construyó entre 1506 y 1607; inevitable e ineludible referencia para todas las demás cúpulas de la ciudad. Por no mencionar al Pantheon, la cupola prima. Pensaba.

Recién llegado a Roma había recibido carta de un colega de su país. Escribía:

El falso espejo americano que nos hizo construir basílicas neogóticas, palacetes neoclásicos, ciudades neoeuropeas. Réplica distante. El otro real, el que se coloca frente al rostro a reflejar. El de los súcubos. Era la única forma de reconocer prácticamente a los demonios en el medioevo y aún hoy. Cuando estos tomaban forma humana podían engañar a los hombres, pero no a su imagen reflejada en un espejo. Allí aparecían con su verdadero rostro, o bien el espejo permanecía vacío, sin imagen. El cuerpo visible entonces no era real. Todo hombre prudente debe llevar en su bolsa un pequeño espejo para medir la realidad de los objetos que se ofrecen a la vista.

Como respuesta recordaba haber construido la maqueta de una cúpula inventada que transportaba por la ciudad. De unos 25 cm de alto, la construyó usando spaghetti secos y cola. Tenía fotos. No era una réplica, era una cúpula especular que colocaba a la altura de sus ojos, haciéndola participar del diálogo intercupular de la ciudad. Pensaba.

Un pequeño espejo con el que pretendía enrostrar, más que conmemorar. Se conmemoraba lo propio: se traía al presente algo propio de uno o de los propios. Enrostrar era la única actitud posible para un arquitecto que llegaba desde afuera a una ciudad que, para celebrarse, se repetía. Un instrumento para cazar fantasmas dobles. Los suyos, naturalmente.

Recorrer la ciudad con una maqueta hecha con spaghetti secos delante de sus ojos reforzó su tesis con otro ejemplo: el mausoleo de Augusto se repetía al otro lado del río Tíber con el Mausoleo de Adriano, el actual Castel Sant’Angelo.

Además, el Bernini había esculpido dos éxtasis. El de Santa Teresa de Ávila, terminado en 1652 y el de la Beata Ludovica Albertoni, terminado en 1674, seis años antes de morir. Pero también decidió hacer un segundo busto del Cardenal Scipione Borghese. Al momento de entregar su trabajo, constató que el mármol tenía un defecto. En un par de días hizo otro igual: dos bustos. El Cardenal nunca lo supo.

Con el tiempo, recorriendo la ciudad y «aprendiendo de todas las cosas», como había escrito su colega estadounidense Robert Venturi, se dio cuenta de que Roma tenía, además, otro modo de repetirse. Hoy se diría reciclarse. Fragmentos de edificios de un determinado tiempo histórico habían sido reutilizados en un tiempo histórico diverso; extraídos y vueltos a colocar. No había sido robo, habían permanecido en la misma ciudad. Todo quedaba en familia, en la ciudad. Reciclado. Pensaba.

El obelisco de la Fontana dei Fiumi del colega Bernini en Piazza Navona, en 1636 estaba semicubierto por la vegetación en el Circo de Massenzio, al lado de la tumba de Cecilia Metella en la Via Appia Antica. Las dos fuentes de granito en Piazza Farnese pertenecieron a las termas de Caracalla. Las sacó Odoardo Farnese en 1612. La parte inferior de la Porta San Sebastiano fue revestida con materiales provenientes de otros monumentos y sepulcros en la Via Appia. Francesco Borromini, colega también, hizo retirar el portal de bronce del edificio de la Curia en el Foro Romano para colocarlo e San Giovanni in Laterano. El travertino del revestimiento de la fachada de la iglesia de Sant’Agostino fue extraído del Coliseo.

Gallardo Sánchez pidió dos caffé iguales. Uno para él y el otro para él también: un homenaje a la Roma especular y reciclada. Una ciudad que en el acto de repetirse a sí misma se ha dotado de un espejo urbano en que sus propios fantasmas se ven reflejados de cuerpo entero.