Añadió unos cuantos trozos de carbón a la pequeña estufa para lograr algo de calor en aquel cuarto gélido y estrecho, a fin de tratar de lograr dormir y, así, descansar después de un arduo día de estudio y trabajo. En la mañana, había estado en la universidad, recibiendo clases de física y, por la tarde, estuvo en el laboratorio realizando prácticas. Volvió de inmediato a la buhardilla, en el barrio Latino de París, para comer un frugal almuerzo, único alimento que tendría en toda la jornada, y, así, estar preparada para enfrascarse por varias horas en la preparación de la presentación que le correspondía realizar al día siguiente.

Habían transcurrido ya cuatro años desde que su padre la fue a despedir a la estación de ferrocarril, en donde tomó asiento en un vagón de cuarta clase, lleno de adultos y niños que emigraban a Francia. Había luchado por ese viaje, ya que estaba determinada a estudiar en un ente de educación superior y en su patria, Polonia, ahora bajo el yugo ruso-zarista, no permitían el acceso de las mujeres a las universidades. No dominaba muy bien el francés, pero sabía que no tendría grandes problemas con el idioma.

Afortunadamente, su hermana ya la había antecedido en ese mismo viaje, pero, al estar ya casada con un médico de escasos recursos y con un hijo, permaneció muy poco tiempo con ellos. No podía ni quería ser una carga familiar. Por eso, había alquilado aquella modestísima habitación, sin agua ni calefacción. Estudiaba de día y daba clases de noche para poder mantenerse, pero pensaba que lo peor pronto quedaría atrás. Estaba teniendo mucho éxito en los estudios y de seguro se graduaría con honores. Hablaba con fluidez el idioma y ya comenzaba a pensar en su tema de grado.

Antes de dormir, pensó en su tierra natal. Recordó a su madre, muerta cuando ella apenas tenía once años. Había sido la menor de cinco hijos de aquel matrimonio culto, trabajador y orgullosamente polaco. Su progenitora, Bronisława Boguska, maestra, pianista y cantante, fue una mujer bella, culta y preparada que dirigía un colegio de niñas. Su padre, Władysław Skłodowski, fue un bondadoso profesor de física y matemáticas, que habría merecido un cargo mejor remunerado, de no haber sido un nacionalista irredento. No fue raro entonces que, a los cinco años, ya supiera leer. En su hogar recibió lecciones de ruso y francés. Sin embargo, la tuberculosis llegó para llevarse a su madre. Afortunadamente tenía hermanas mayores, que en algo compensaron la ausencia materna. Los estudios de primaria y secundaria los cursó con excelentes notas, obteniendo medalla de oro cuando culminó estos últimos. Ese premio igualmente lo habían ganado su hermana Bronya y su hermano Jozio (Jay E Greene). Eran una familia dedicada a la lectura y a la adquisición de conocimientos.

Terminados sus estudios de secundaria, junto con su hermana Bronya ingresó en la clandestina «universidad flotante», una institución patriótica de educación superior que admitía mujeres estudiantes. Luego, trabajó durante cinco años; primero, enseñando como institutriz en casas de familias adineradas, por sueldos miserables y, más adelante, consiguió un cargo de maestra en un colegio polaco clandestino. Al fin, en 1891 tomó con decisión ese tren que partía hacía París. Marja Sklodowska, que así se llamaba, iniciaba el camino hacia la gloria.

Sus primeros pasos

Con enormes sacrificios y esfuerzos, Marie, ahora ya afrancesado su nombre, se graduó de física con honores en 1893, ya que obtuvo el primer promedio de su grupo. La universidad en esa época admitía a muy pocas mujeres. Entre los 776 estudiantes de la Facultad de Ciencias, en enero de 1895, solo había 27 mujeres.

Se había convertido en una esbelta mujer, de blonda cabellera y mirada serena. La nativa de Varsovia se había adaptado totalmente al medio parisino y, lejos de conformarse con el título de física, emprendió de seguidas, estudios de matemáticas en la misma Sorbona, obteniendo el título un año después. Para no variar, logró alcanzar el segundo mejor promedio. Pasada una década, su ilimitado afán por adquirir conocimiento la llevaría a obtener el doctorado. Su amor por el estudio lo portaba en la sangre, no por algo era la hija de dos cultos profesores. Creció entre libros y los siguió amando en su vida adulta. La adversidad templó su carácter, forjándola para las largas y extenuantes tareas que tendría por delante.

En una ocasión visitando a un amigo polaco, también científico, conoció a un joven físico francés, un poco tímido y, aparentemente, solo interesado por la ciencia. Hablaron y, con sorpresa, ambos casi de inmediato se vieron envueltos en una discusión sobre un tema de carácter científico. El joven, de nombre Pierre Curie, que ya había adquirido algún renombre por haber descubierto, junto con su hermano, la piezoelectricidad (fenómeno eléctrico que se manifiesta en algunos cuerpos cuando se ven sometidos a presión), así como también un instrumento para medir pequeñas cantidades de electricidad, se vio cautivado por la bella polaca que, además, hablaba el lenguaje de la física y las matemáticas. No obstante, para esa época, era un modesto profesor de la Escuela de Física y Química de París, devengando un bajo sueldo.

Siguió viéndola y pocos meses después, le solicitó matrimonio. Marie, evidentemente enamorada, aceptó sin pensarlo dos veces. Contrajeron matrimonio el 26 de julio de 1895 en Sceaux, en una boda sencilla y sin ceremonia religiosa. Curiosamente, su luna de miel la pasaron viajando en bicicleta por el interior de Francia. Comenzaba así, «la más grande novela de amor que se conoce en la historia de la ciencia, que gira en torno a la máxima mujer de ciencia: Marie Sklodowska Curie» (Moulton, F. R. y Schiffers, J. J., 1986) y, también, uno de los matrimonios más exitosos en el campo científico. No obstante, dicha unión conyugal apenas duró once años, debido a la trágica muerte de Pierre, quien fue atropellado por una gran carroza tirada por caballo en una resbalosa calle parisina.

Durante su matrimonio, primero nació su hija Irene en 1897. Entonces, para ayudar al sostenimiento de su hogar, Marie comenzó a dar clases en la Escuela Normal Superior. Meses después, nació otra bebita, que recibió el nombre de Eva. Es de destacar que, ya siendo adulta, Irene recibiría también el premio Nobel de física, junto con su esposo Frederick Joliot, por haber conseguido sintetizar nuevos elementos radioactivos. Esto es algo inusual en la historia de la ciencia: madre e hija fueron merecedoras de un premio Nobel.

El ascenso al pináculo

A Marie, el matrimonio no la iba a encadenar, por lo que de inmediato comenzó a trabajar en un destartalado cobertizo que le había sido prestado a su esposo Pierre. Para ese entonces, ya se conocían los rayos X (Roentgen) y Becquerel había descubierto unos rayos que emitía el mineral de uranio. Eran las noticias clave de la física para el momento, pero constituían un campo prácticamente desconocido. Con mucha intuición, Marie pensó que ese debía ser el tema de su tesis de doctorado. Con la ayuda de su esposo y la utilización del instrumento inventado por él, comenzó el análisis de grandes cantidades de minerales para detectar esos rayos misteriosos descubiertos por Becquerel y así lo logró, dándole el nombre de radioactividad a esa peculiar propiedad. Continuó probando diferentes minerales, que ella misma tenía que transportar en carretillas, para luego verter el material en calderos con el fin de refinarlos. En esa ardua tarea, siempre estuvo secundada por su esposo, en las horas que este no dedicaba a la docencia.

Al fin, tanto esfuerzo tuvo como resultado el éxito. Encontró que el metal torio también emitía radioactividad, aunque en muy pequeñas cantidades. Ambos continuaron sin descanso el trabajo, obsesionados con la búsqueda emprendida, hasta que encontraron otro mineral, la pechblenda, que emitía esas mismas radiaciones, pero, esta vez, en mayor cantidad. Estaban convencidos de que habían descubierto un nuevo elemento. Había entonces que purificarlo. Fueron cuatro años seguidos de un trabajado agotador, superior a las fuerzas de cualquier ser que no estuviese poseído por una energía interior descomunal.

Al final, la naturaleza tuvo que hincarse de rodillas y entregar su secreto. «Marie había aislado y descubierto dos nuevos elementos radiactivos: el polonio, al que dio el nombre de su patria, y el radio» (Greene. J. E., 1978). En julio de 1898, ambos publicaron un artículo en que daban cuenta del descubrimiento del polonio. Un año después, el 26 de diciembre de 1898, los Curie anunciaron la existencia de un segundo elemento, al que llamaron «radio», que proviene del latín y que significa rayo. Para dar una idea del enorme esfuerzo realizado baste citar que para «obtener un solo gramo de cloruro de radio puro el matrimonio tuvo que tratar ocho toneladas del mineral conocido como pechblenda» (Gran diccionario de biografías, 2002). En dicha investigación se acuñó la palabra «radiactividad». Este era un fenómeno completamente nuevo para la ciencia, que acontecía en el interior del átomo, por lo que, de este modo, nacía la física atómica.

El radio era un elemento 900 veces más radioactivo que el uranio. Habían triunfado en toda la línea y los premios no se hicieron esperar. En 1903, les concedieron, junto con Becquerel, el premio Nobel de física. Años después, su hija Irene Curie, en unión con su esposo Frederick Joliot, lograría sintetizar nuevos elementos radioactivos y descubrir la existencia de la llamada radiactividad artificial.

Los últimos años

La peor desgracia en la vida de Marie Curie llegó cuando comenzaba a disfrutar del reconocimiento científico general. La muerte prematura de su marido en un tonto accidente de tránsito de la época, el 19 de abril de 1906, fue un golpe desolador para ella y, por una temporada, se apartó de la ciencia, dedicándose totalmente al cuidado y educación de sus hijas. Pero el tiempo, sanador de muchas desdichas, llegó en su ayuda y volvió a su amado quehacer científico.

Aceptó ser profesora en la Sorbona, teniendo el honor de ser la primera mujer en acceder a un cargo de tal naturaleza en un instituto de educación superior. Continuó con sus trabajos sobre el radio, logrando aislarlo puro y determinar su peso atómico, así como algunos de sus compuestos. Por estas investigaciones, en el año de 1911, le fue concedido el premio Nobel de química. Fue la primera persona en recibir dos premios Nobel y sigue siendo la única en obtenerlos en dos campos científicos diferentes.

En este mismo año, su vida se vio ensombrecida por el escándalo de la publicación de las cartas amorosas que sostuvo con el renombrado científico Paul Langevin, quién estaba casado y tenía cuatro hijos. Los círculos nacionalistas y xenófobos hicieron un gran alboroto, logrando dividir la opinión francesa, como en el caso Dreyfuss. Por dos votos, la Academia de Ciencias no la admitió en su seno, pero el nuevo Nobel compensó con creces ese desaire.

En 1914, fundó el Instituto del Radio, que lleva ahora el nombre Curie, en donde estudió las diferentes aplicaciones del radio y de los rayos X, especialmente en el campo de la medicina. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, organizó un servicio móvil de rayos X, para poder prestar este tipo de ayuda a los heridos, lo más cerca posible de los frentes de batalla. Ella misma manejó una ambulancia, con la asistencia radiológica. Recibió la ayuda de su hija Irene, entonces de 17 años, en estas tareas.

Rodeada por el cariño de sus hijas, de Francia y del mundo entero, falleció en 1934 de anemia aplásica, producto de su larga exposición a las radiaciones.

Aparte de su gran fama como científica, ha sido considerada también como una «moderna heroína del siglo XX. Modélica como investigadora y adelantada como mujer. Ejemplo de mujer de hoy, profesional, trabajadora y madre» (El País, 2011).

Notas

El País. (2011). Marie Curie, un siglo con dos Nobel. Noviembre, 22.
Gran Diccionario de Biografías. (2002). Volumen I. Bogotá: Editorial Printer Latinoamericana.
Greene, J. E. (1978). Cien grandes científicos. Ciudad de México: Editorial Diana S. A.
Moulton, F. R. y Schiffers, J. J. (1986). Autobiografía de la ciencia. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Reid, R. (1984). Madame Curie. Barcelona: Biblioteca Salvat de grandes biografías.