Una de mis lecturas para estos tiempos de confinamiento por la pandemia de coronavirus que azota el planeta, ha sido la novela La peste de Albert Camus. Un libro de bolsillo, que no había vuelto a ojear desde finales de los años ochenta del siglo pasado. Probablemente, desde que lo leí por primera vez, recién comprado. Por entonces, toda lectura que caía en mis manos la devoraba con avidez. No había vuelto a saber de él, más allá de haberlo metido y sacado de una caja en alguna mudanza. Por la nota en la primera página, lo encontré en el mercadillo de libros del Mercat de Sant Antoni, en Barcelona, un domingo por la mañana. Ha viajado conmigo desde entonces.

En mi confinamiento, y en el de las personas con quienes lo comparto, hay tiempo para casi todo. Casi todo lo que se puede hacer de acuerdo con las restricciones de la movilidad establecidas en el decreto de alarma de marzo de este año dos mil veinte. La crisis sanitaria ocasionada por el coronavirus y la enfermedad Covid-19 que provoca, declarada como pandemia por la Organización Mundial de la Salud, no tiene precedente para ninguno de los que actualmente estamos vivos. Su impacto ha sido tal, que nos ha cambiado la vida. El coronavirus nos ha puesto el alma en vilo y la vida conocida en almoneda. La dura experiencia de confinamiento que estamos viviendo y las distintas fases de desescalada de estas medidas extraordinarias que están por llegar, han sido y continuarán siendo necesarias para salvar el mayor número de vidas posibles, así, tal cual, quién nos lo iba a decir. Muchos de nosotros vivimos en culturas y sociedades en las que las grandes desgracias y cataclismos de masas les pasaban a otros, en otros países, habitualmente lejanos a nosotros.

Probablemente tú y yo coincidamos en una o más de una de las actividades diarias que realizamos, de las que podemos hacer sin arriesgarnos al contagio o a contagiar a cualquiera. Yo compro y cocino de vez en cuando. Hay mañanas que salgo al balcón a tomar un poco de sol, o al caer la tarde para aplaudir, en este hecho simbólico, conocido y viral, de dar las gracias a los colectivos de profesionales que más se exponen a la epidemia en beneficio de todos. Veo y escucho noticias, y me enveneno con las fake news. Me propongo algo de ejercicio diario, a veces lo consigo. Trato de dar ejemplo de tranquilidad, cuando siento que me va a ser bien difícil, lo aparento, hay que dar ejemplo. Sosiego y distracción la busco en la música, las películas y la lectura. Conversar por teléfono o videollamada con familiares y amigos es lo que más me alivia el exilio en casa.

El exilio en casa no solo es una expresión que encontramos en La Peste de Camus, sino un concepto que define lo que supone el confinamiento al que aboca, irremisiblemente, el miedo a un patógeno real, altamente infeccioso e imprevisiblemente letal. Y no me refiero tanto al cólera, que arrasó la ciudad de Orán, al noroeste de Argelia en el mil ochocientos cuarenta y nueve, que también, sino al coronavirus que padecemos en el mundo entero. Y es que el coronavirus nos ha cogido descuidados, confiados y poco preparados. El Dr. Albert Riaux, personaje que recoge la mejor construcción literaria y filosófica de Camus, hilo conductor de la novela, reflexionó sobre lo común de ciertas desgracias colectivas y de cómo las ignoramos hasta que no las vemos caer sobre nuestras cabezas:

Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.

Cuando decidí releer La peste, cuando la saqué del sueño de los justos (en el sentido griego de la expresión), que compartía desde hace décadas junto a El extranjero y El Mito de Sísifo, dejando un hueco existencial en la estantería junto a un par de obras de Sartre, lo hice pensando en la resiliencia, es decir, en la capacidad que tenemos para sobreponernos a las adversidades de la vida, tesitura en la que sin duda estamos, en la que nos tiene en jaque el dichoso virus, que saltó de murciélago o pangolín a humanos en Wuhan, como de las pulgas de las ratas muertas se contagió la gente en los tranvías atestados de gente de los barrios exteriores y en los cafés de Orán, donde la pobreza y la miseria daba más miedo que la peste. Y es que al pobre la pobreza le ha enseñado resignación, a no ser que la pobreza sea de solemnidad y al miedo a la muerte ya se le haya perdido el respeto.

Una de las circunstancias que más me han preocupado en relación con el cumplimiento del confinamiento por el coronavirus, ha sido el grado de cumplimiento que, en realidad, se podían permitir todas aquellas personas cuyo sustento depende del día a día, de la necesidad de estar en la calle para conseguir dinero. La pobreza en España, según datos sobre la exclusión social de dos mil diecinueve, afecta a uno de cada cinco adultos y a uno de cada tres niños. El impacto económico y laboral del coronavirus, me temo, agrandará la brecha de desigualdad ya existente. De la última debacle económica y social, la de dos mil ocho quedan importantes secuelas en un porcentaje de la población, en la que no solo se ha cronificado una situación de escasez y falta de oportunidades, sino que incluso ha empeorado sus condiciones de vida en los últimos años. Compartía con amigos, mejores conocedores que yo de estas realidades, que, si estas personas se veían en la necesidad de intentar continuar con sus actividades en la calle para sobrevivir, si se veían en la obligación de saltarse las restricciones para comer, no habría decreto gubernamental, ni multas, ni detenciones que lo pudiesen evitar ¡no habría cárceles para tanta gente!

Evitar esta situación no era, y sigue sin ser, cuestión de órdenes, sino de sensibilidad, solidaridad y compromiso político, pero, sobre todo, de medidas claras, efectivas y eficaces para tranquilizar a las personas que viven con ansiedad y mucha incertidumbre económica y laboral su futuro inmediato. El impacto de la paralización de la actividad económica requiere un esfuerzo estatal sin precedentes, para frenar desahucios y despidos, garantizar suministros básicos, paralizar pagos de impuestos y cotizaciones, para alcanzar un acuerdo y establecer una renta básica para las personas más desfavorecidas. El apoyo a empresas y autónomos que pueda permitir una buena y rápida recuperación y reconstrucción del tejido productivo del país. Estemos, unos más que otros de acuerdo con las medidas económicas, sociales y laborales adoptadas hasta el momento por el gobierno de España, o consideremos que todo se podría hacer o haber hecho mejor, la normalidad empezará a instaurarse nuevamente cuando la salud y la estabilidad social y económica estén generalizadas. Sin duda, para muchas personas, la certeza de normalidad llegará con el trabajo de todos los días.

Como todos los buenos doctores y muchos de los ciudadanos implicados en la erradicación de la peste en La Peste, nuestros buenos doctores contra el covid-19, nuestros buenos reponedores en los supermercados, nuestros buenos vigilantes, nuestros buenos maestros digitales, nuestros buenos vecinos y sus cadenas de recados, nuestros mejores amigos y nosotros mismos, estamos descubriendo el verdadero sentido de la solidaridad (principal mensaje de la novela y de la experiencia que compartimos en la lucha contra el coronavirus y las enfermedades y conflictos sociales, económicos y psicológicos que ocasiona). Una solidaridad de sitiados escribía Camus, al describir el comportamiento de los ciudadanos de su novela a través de algunos de los personajes más carismáticos de la misma, el joven médico Rieux, el periodista Ramberte, el cura Paneloux o Tarrou. A través de ellos cuestiona la importancia que ponemos en nuestro yo; establece la grandeza humana en la capacidad de amar. El dolor de los inocentes despiertan las iniciativas de cuidado, de acompañamiento y de sacrificio. Son miles los ejemplos en estos tiempos de coronavirus en los que vemos este tipo de compromiso entre nuestros conciudadanos.

La crisis del coronavirus está potenciando el surgimiento de muchas y distintas iniciativas para socorrer a quien lo requiere y precisa, para ayudar a los demás. Una solidaridad que emerge de toda nuestra capacidad para la resiliencia y para la empatía, y que nos lleva a dejar de ser de nosotros para ser de los demás. Tarrou, el buen amigo del doctor Rieux en La Peste, ya comentaba lo de «sacrificar nuestro bienestar para que otros vivan». Claro que, ni en la realidad del cólera de Orán, ni en la crónica novelada de Camus, ni en el coronavirus, han faltado los insolidarios, los aprovechados y especuladores, ni los malhechores. En el estado de sitio de la ciudad de Orán fusilaban a los ladrones y saqueadores, en nuestro estado de alerta se multan y detienen a los infractores y mostramos nuestro mayor desprecio hacia los manipuladores de noticias, los especuladores que buscan negocio con los equipos de emergencia individuales y colectivos y para los hipócritas. Pese a esos grupos minoritarios, la solidaridad nos hace tomar conciencia de que no estamos solos ante la enfermedad, aunque en ocasiones, hacia el final del día, nos reencontremos con esa soledad que parece inevitable en nuestra situación de exiliados en casa.

Leer es una estupenda manera de aprovechar el tiempo en este confinamiento, también lo seguirá siendo cuando pase el coronavirus. Releí La peste sin prisas, libre de impaciencias y conjeturas. Como a menudo la segunda lectura es más rica en matices, se descubre con más facilidad las metáforas. La peste transita por un paisaje enfermo que humaniza a los personajes de la novela. El coronavirus nos obligará a readaptarnos a aquello para lo que no estábamos preparados, a redefinir nuestras rutinas en la relación con el entorno y con los demás. La pandemia ha entrado y saldrá de nuestras vidas para recordarnos nuestra medida como humanos, que nuestras victorias son siempre provisionales y que ciertamente la enfermedad nos hace más humanos. Hoy sabemos lo que ya sabíamos, pero preferíamos ignorar: la humildad nos permite conocer nuestras limitaciones y comprender mejor las áreas de nuestra vida en las que necesitamos la ayuda de los demás. Cuando enfrentamos dificultades, ponerse en contacto con lo que necesitamos es realmente útil.

Cuando volví a dejar mi pequeño volumen de La peste en el hueco existencialista que había dejado, junto a dos ediciones con sobrecubierta, tela y grabado de Jean-Paul Sartre, tenía la sensación de que el tiempo transcurrido con su lectura lo había aprovechado, porque lo había sentido en toda su lentitud. Lo más probable es que no lo vuelva a leer en la vida, quizás alguien sí lo haga, algún día, mi libro de bolsillo de tapas blandas y negras con título en rojo, y empiece por la nota que dejé en su primera página.

No sabía cuánta fuerza y libertad se encuentra en el fondo del desánimo.