Te hallas en una de las calles principales de la ciudad, debajo del Palazzo Baronale, que miras y vuelves a mirar cada día, como una presencia constante, tranquilizadora y cercana.

Contemplo las moscas sobre mí, próximas al techo, deambulan, giran en círculos, ocasionalmente chocan para volver a girar frenéticamente, chocar de nuevo y vuelta a empezar.

Los gatos del vecindario, del Burgo, juegan, corren, se persiguen, indiferentes a la gente que esté o no allí.

Matar un gato es un delito tipificado en el artículo 544 del Código Penal italiano, que se refiere al maltrato y muerte ocasionada a mascotas.

Nos encontramos aquí, en el Casco Viejo, en el Borgo Vecchio. Ya son veinte, los gatos. Todos están bien y no es el título de una buena película.

A alguno le gustaría que todo esto fuese visto por los otros como el comportamiento de un poseído o, en el éxtasis sublime de una persona enaltecida por la fe, ligado a las infinitas posibilidades de la naturaleza humana a la hora de encarnar lo visible, lo bueno, el San Francisco de la situación.

Hay quien repara persianas, quien se dedica al huerto, quien limpia y vuelve a limpiar su espacio, los escasos metros cuadrados de su casa. Los hay que leen. Yo ni siquiera logré leer dos páginas de algo. Por una ventana llegan las cantinelas, los estribillos romanos, se oye Bella Ciao, alguien canta, alguien baila, es necesario mantenerse en forma.

Se repite decía, buenas noches, que tengas lindos sueños, decía una y otra vez. Estaba presente y era bello, vivió para él para siempre (fin de la historia).

Las puertas de sus casas, limpias, dignas, permanecen abiertas. Nos asombra el orden, la limpieza extrema, la abnegación a la hora de reunir cosas que representan símbolos, oropeles, decoración para sus ojos.

Era uno de esos momentos: te vi bajando por la calle, yo desde lo alto de la ventana. Un pequeño saludo, un gesto, y ya no dejé de imitarte en todo el día. Ahora camino como tú, muevo el cuerpo como tú, sonrío y hablo como tú.

Pero las cosas suceden, llegan cuando menos las esperas, y te observan desde lejos, silenciosas, con calma. De pronto dan un paso atrás y se lanzan directas al cuello para permanecer allí alojadas sin que uno se dé cuenta. De repente las tienes ya en el cerebro... ¿pasaron de refilón a través del ojo?

¿Entraron por la oreja derecha?
¿Por la boca escondidas en un beso?
¿O directamente a través de la nariz, importunándote con ese picor que traen las alergias, las infecciones, los coronavirus?

En estos días de pandemia, me despierta todas las mañanas a las seis en punto el perro de Tonino en el Burgo. El animal ladra dos veces y sus ladridos me dejan durante un breve tiempo en estado de duermevela, sin llegar a comprender si se trata de la fase REM del sueño, denominada también sueño paradójico, y que es la única fase en la que tienen lugar los sueños.

Tengo pequeñas pesadillas que intento descifrar tan pronto como me despierto.

Toda esta energía cerebral se emplea para escapar de monstruos, vivir aventuras maravillosas o situaciones paradójicas: en una palabra, para soñar. Y sucede que, de pronto, en el sueño, o en la duermevela, o en la fase REM, me vuelvo a ver en mi vieja ciudad.

Entreveo algunos amigos sentados en un local, pero todo es impreciso y además es tarde. Intento llegar a casa, ¿qué casa? En cambio, el río que divide la ciudad se desborda, no sé si llueve, los puentes están inundados, todo es oscuridad. De una negrura tal que más negra es imposible.

Matisse dijo un día que descubrió el negro en pintura y lo usó por vez primera como couleur de lumière, aquel negro, sin embargo, genera poesía y pienso en Fernando Pessoa:

Nadie diga de ti lo que el río puede decir de sus márgenes: que existen para limitarlo.

Ante la imposibilidad de atravesar la ciudad para llegar a casa, me siento un poco solo, un poco desesperado. Estoy desesperado y solo y no sé cuándo, ni cómo, pero heme ahí en casa de un conocido escritor, en Lungotevere della Vittoria, con la escritora Dacia Maraini como anfitriona. Dacia se mueve entre la gente con mucha desenvoltura, sostiene en una mano una copa de Martini con aceituna verde sin hueso y lleva el inevitable pañuelo en el cuello.

Signos tan tenaces ocupan el primer lugar, como cuando los sueños pierden su encanto recurriendo al pasado, excavando en su interior para encontrar las páginas más bellas, que luego se convertirán en las verdaderas fuentes de consuelo. Entonces la fase REM no es ya más que una excusa.

Dacia Maraini es hija del escritor Fosco Maraini y de la pintora Topazia Alliata. En 1939, con apenas tres años, se traslada con su familia a Japón, donde en 1943 fueron internados en un campo de concentración hasta el fin de la guerra en 1945. Fueron años, según el relato de la propia de Maraini, de indecibles sufrimientos, hambre, violencias y torturas psicológicas. Todo esto pienso mientras sueño, es necesario para hablar de otro personaje que ahora entra en la historia.

Tras el fin de la guerra, la familia liberada por los estadounidenses regresa exhausta a Italia, concretamente a Sicilia, donde se establece con los abuelos maternos: Enrico Maria Alliata di Villafranca, miembro de una conocida familia aristocrática siciliana de origen toscano, y Oria Sonia Ortúzar Ovalle de Olivares, hija de un diplomático chileno. Nacida y crecida en París, Oria Sonia Ortúzar tiene de joven una prometedora carrera de cantante lírica, discípula de Caruso, pero antepone casarse con el duque siciliano a seguir con su carrera y prefiere el noble palacio de la familia en Palermo y la villa de Bagheria a los teatros de ópera.

Me habría gustado preguntarle a Dacia por su abuela (era un sueño donde no había preguntas), pero la única ocasión que tuve de estar con ella se presentó en casa de Adele Cambria (fue aquella la primera vez que comí mi plato favorito, pollo al curry), conducido allí por Dario Bellezza y por su inolvidable amigo Aldo Berti, pero representé un papelón, metí la pata como solo un nervioso aspirante a poeta y emocionado joven imberbe podía hacerlo, mostrando mi entusiasmo por su libro Carta a un niño que nunca nació (mientras hablaba, la imagen de Oriana Fallaci me golpeaba la cabeza). Quizás te refieres a Memorias de una ladrona, respondió indolente despidiéndome de inmediato.

Los elementos se acumulan y afloran en el inconsciente, se imponen a veces, en forma de crisis de posesión, y el ser se aleja de la fuga, se contamina y queda impregnado de ellos.

Con todo, por entonces ni siquiera tenía noticia de la célebre abuela. Lo llegué a saber más tarde leyendo El escribidor intruso, una serie de artículos periodísticos del escritor chileno José Donoso.

Una parte del libro está dedicada al viaje a Sicilia en busca de las tierras de Giuseppe Tommasi di Lampedusa. Allí, en una de aquellas villas de Bagheria, acaso la más bella y famosa de todas, vive esta chilena, Sonia Ortúzar Ovalle, duquesa Aliatta di Salaparuta y perteneciente, por matrimonio, al linaje principesco de Villafranca:

Nací en París, luego fuimos a Chile. Vivíamos en una propiedad de mi padre en Río Claro, creo que en la provincia de Curicó, pero los nombres chilenos se olvidaron. Más tarde, don Pedro Montt, a la sazón presidente de Chile y pariente de mi padre, lo nombró representante diplomático «ad honorem» en Europa, uno de aquellos cargos inútiles que no sé para qué servían, pero el hecho es que así viajamos con todo lujo, atravesando fronteras, portando un equipaje lleno de maletas y sin ser molestados. Posteriormente me casé en Roma y nunca volví a Chile.

¿Conocía al príncipe de Lampedusa?

Sí, nos hicimos amigos. Tenía un afecto especial por mí. Creo que tanto él como yo fuimos seres absolutamente independientes que se reían de los prejuicios sociales y preferimos ser individuos. Cóndores solitarios en la cumbre de la montaña, sobre la masa.

Signos tan tenaces ocupan el primer lugar, como cuando los sueños pierden su encanto y se recurre al pasado, excavando en su interior para encontrar las páginas más bellas que serán después las verdaderas fuentes de consuelo.

Pero mientras trenzo esta historia, recuerdo y no puedo entender si se trata de la fase REM del sueño, denominada precisamente «fase paradójica» porque es en la única en la que se producen los sueños, o si se trata de pequeñas pesadillas que intento descifrar tan pronto como despierto.

Para captar el significado es necesario no detenerse en la apariencia, sino alcanzar el contenido.

En el streaming de Pascua, en plena cuarentena, hecho entre Valparaíso, Santiago y Sipicciano, con un grupo de mis amigos más queridos, cuento esta crónica. Marta Contreras me dice que, años atrás, se había encontrado en un concierto en Génova precisamente con Maraini, quien, sabiendo que ella era chilena, le contó toda la historia. La abuela, mujer tenaz y enérgica, había vivido sus últimos años sola, únicamente acompañada por un perro, para poder protegerse de ladrones.

Los elementos acumulados en el inconsciente afloran, se imponen a veces, en forma de crisis de posesión, el ser se aleja de la fuga, se contamina y se impregna con ellos.

El sueño se cuenta, os cuento, me cuenta, sin desvelarla, la realidad en su forma más obvia: un caleidoscopio de fragmentos en el que nada es casual, ya que quiere estimularnos a captar sus mensajes. Cada usuario conserva el privilegio de comprender la magia de esta simbología: como el espejo que refleja las miradas de quien observa, así en este caso laberintos y misterios son necesarios para alcanzar el camino.

Extrañas son las cosas que se acomodan en el corazón, camuflándose primero en pensamientos, esperando cautelosas, solícitas, tranquilas, el momento en el que convertirse en sentimientos para adherirse allí, finalmente, en el centro mismo de todo y desangrarlo.

Las palabras son el medio al que recurrí siempre para intentar comprender el misterio de la existencia.

La pasión se alimenta de sí misma, tan solo permanece tu deseo, tu obsesión.

Es una fiebre. Otra.