Hace unas semanas se celebró «el día del Brexit», o, lo que es lo mismo, el día en el que se hacía oficial la ruptura del Reino Unido con la Unión Europea, un hecho histórico que aún tardará unos meses en tener los efectos prácticos que pueden generar un sinfín de problemas a millones de personas.

Yo vivía en la ciudad galesa de Cardiff, en el sudoeste de la Gran Bretaña, cuando el referendo del Brexit tuvo lugar. De hecho, viví toda la campaña muy de cerca, pues ya llevaba varios meses en la capital del País de Gales, y se da la circunstancia que, por alguna razón que aún desconozco, pude votar en el referendo. Digamos que, como tantas otras veces, no opté por el que resultaría ganador.

La campaña previa a la votación es lastimosamente célebre por apoyarse en las fórmulas tradicionales de los discursos patrióticos; a menudo vagos, vacíos de contenido específico, pero altamente emocionales. Sirva como ejemplo que aún hoy día poca gente puede especificar lo que realmente significarán a efectos prácticos expresiones como «recuperar el control de nuestro país» o «recuperar nuestra libertad», ambas supuestamente ya adquiridas por el Reino Unido y por otros tantos estados soberanos.

La campaña rupturista también, y también célebremente, se apoyó en mentiras descaradas que apenas tardaron unas horas tras la votación en revelar, como la de la millonada que recuperaría el servicio de sanidad pública británico (NHS), masivamente apoyado en personal de otros países de la UE y que los conservadores parecen querer desmantelar.

Enfrente, una campaña basada en la lógica y en un pensamiento más racional, sabiéndose favorita, y sin estridencias. Deberían haber arrasado si todos los votantes hubieran analizado fríamente ambas propuestas. Pero como muchos científicos, psicólogos y sociólogos han anunciado, desde Gustave Le Bon a Jorge Wagensberg, la masa es más estúpida que el individuo. O, dicho de una manera más elegante, esos expertos advirtieron en diferentes momentos históricos de la menor inteligencia de las masas en relación con los individuos que la componen.

Se da la circunstancia que, apenas un año antes del referendo del Brexit, Escocia tuvo su propio voto para decidir su independencia de la Gran Bretaña, pero los nacionalistas escoceses perdieron por un margen más bien estrecho. Y el principal argumento de los que defendían la continuidad escocesa en el país era el riesgo de salir de la Unión Europea si Escocia, que es tradicionalmente pro europea y votó por seguir en la UE en el referendo del Brexit con un brutal 67%, se independizaba.

Hay muchas incongruencias en todo lo que rodea al Brexit, pero también hay que mirar a las de los propios votantes. Resulta que el sector que más ampliamente votó por salir de la UE es la tercera edad, o sea, aquellos que no verán ni vivirán el resultado de su votación ni el rumbo que toma su estimada nación tras la ruptura. Y, hablando en plata, es posible que no lleguen a ver al Reino Unido fuera de la UE.

Asimismo, muchos de esos votantes disfrutan de vacaciones en lugares como el sur de Italia, las Islas Griegas o, especialmente, lugares de España como Málaga o las Islas Canarias. Algunos incluso viven allí. La mayor comunidad de británicos fuera de sus fronteras está en España y su número supera los 800.000. Muchos de los residentes, además, son miembros de esa tercera edad que se encuentran en un retiro dorado bajo el sol mediterráneo o canario.

Nadie sabe qué pasará con el Reino Unido, aunque los pronósticos no son halagüeños, lo que sí podemos decir es que es un surrealista proceso de muchos años en el que nada, o prácticamente nada, tiene ningún sentido.