Viajas a una tierra lejana y quieres conocer su historia, como si se tratase de una mujer que estás enamorando y sueñas desnudar, alma y cuerpo, en el esbozo de una morosa geografía, como cantó el Poeta: Cuerpo de mujer, blancas colinas,/ muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega/. Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace saltar el hijo del fondo de la tierra. Así me ocurrió con Chiloé, la Nueva Galicia que conquistara Martín Ruiz de Gamboa, para la corona imperial de España, la extensión de la fe católica y el predominio del idioma castellano, a finales de enero de 1567. Sabemos que otorgó al archipiélago de treinta y ocho islas, el nostálgico nombre, en homenaje a su suegro, entonces gobernador de la Capitanía General de Chile, Rodrigo de Quiroga y Camba, oriundo de la aldea de Seteventos, Chantada, Lugo, en la Galicia profunda. En 1601, fueron asignadas las primeras encomiendas en Chiloé, a cargo de gallegos y asturianos, entre los que destacaron los Bahamonde, Andrade, Gómez, Varela, Vera, Puga, Cárdenas, Ríos, cuyos apellidos proliferaron en las desperdigadas comarcas isleñas, y que hoy llevan tantos chilotes, orgullosos de haber sido su pequeña patria el último bastión hispano, independizado sólo ocho años después de la proclamación de la República de Chile.

Cruzas el canal de Chacao en un transbordador que carga autobuses, camiones, automóviles y variados suministros. La travesía tarda entre media hora y cuarenta minutos, o más, según se presenten las condiciones de la marea. Cuesta imaginar que estos cuatro kilómetros de aguas gélidas, que separan el continente sudamericano de las primeras islas y anuncian un colosal desmembramiento telúrico, hayan sido sorteadas por los conquistadores y sus caballos, con ayuda de hábiles canoeros chono, etnia desaparecida en el mestizaje, aunque sus hábitos marineros pervivan en esta cultura dual –como la gallega- de campesinos y pescadores… Cultura de beiramar o de bordemar: dos confines afincados en el mito de la Terra Nai.

Lo femenino nace en Chiloé con la remota leyenda de dos serpientes descomunales que se enfrentaron, en la noche de los tiempos, para procurar la formación del archipiélago. Tentén Vilú, la cobra telúrica que representa a la tierra, se trenza en combate con Cai Cai Vilú, la sierpe de la mar océano. Luego de una lucha secular, vence Tentén Vilú, dejando a los seres humanos de Chilhué su Isla Grande y sus treinta y siete ínsulas menores, asomadas a un benéfico mar interior que la Pincoya, diosa nativa de la fertilidad, enriquece con inagotable cornucopia de peces, algas y mariscos. Pero Cai Cai Vilú sólo está adormecida, y suele sacudir su cuerpo en el fondo del mar, produciendo tremendos sismos y maremotos.

El mito, una vez más, constituye la representación simbólica de un hecho real, grabado en la conciencia colectiva como narración legendaria, accesible a una comprensión desprovista de mecanismos científicos para aprehenderla. En efecto, hace miles de años, aconteció un cataclismo que causaría el desmembramiento del vértice austral de Sudamérica en infinidad de islas y archipiélagos que se extienden, a lo largo de mil quinientos kilómetros, hasta el Cabo de Hornos, el Finisterre de los Finisterres, asomado al pavor de la confluencia de los océanos Atántico y Pacífico, que al unir sus aguas en eclosión de horrísonas tormentas, parecen devorarse mutuamente, como dos ofidios hechos de olas y vientos desbocados.

Si coges un mapamundi y observas nuestro Último Reino, apreciarás esta historia en los trazos ingenuos de las primeras cartografías, ilustradas con delfines, tritones y sirenas sobre los mares. Asimismo, si subes hacia el Noreste, atravesando el mar proceloso, llegarás al extremo occidental de la ibérica península y encontrarás el rincón encantado de la Galaequia. Si trazas una línea imaginaria –si eres gallego, te abandonarás al impulso de la imaginación- entre ambos confines, verás que Galicia se ubica a la misma latitud norte que se corresponde con la latitud sur de la Nueva Galicia. Entonces, no se trata de simples coincidencias de clima, topografía y fauna, porque ese Buen Dios que apoyó su mano, en el séptimo día del reposo, moldeando con sus dedos las cinco rías por donde corre nuestra sangre –la tuya y la mía-, es posible que haya escrito, con su talón amoroso, el nombre de Chiloé, la Nueva Galicia, para desplegarlo, como el cuenco de una vieira, a la sed aventurera de nuestra estirpe emigrante.

Pero un amigo entrañable me ha pedido que viaje y narre lo que veo a mi alrededor, en estos parajes del Sur. Perdóname, amable y cómplice lector, si me dejo llevar por efusiones líricas, pero es que aquí el realismo mágico suele ser presencia cotidiana, con sus raros prodigios, personificados en seres míticos como el Trauco, ese trasgo austral que acecha a las doncellas en bosques y playas; o como las brujas que trasladan en el viento las voces de vivos y muertos.

La isla grande es larga y angosta, siguiendo la forma de Chile, «cintura de mar y vino y nieve…», como cantara el Poeta. Recorremos, en poco más de una hora, por carretera asfaltada de dos vías, entre tupidos bosques de árboles autóctonos, alternados con pequeñas planicies de pastura para ovejas y vacas, o predios de siembra donde surge la papa o pataca, oriunda, hasta lo que hoy sabemos, de esta isla. La «castaña mariña» o «mariña», cuyo primer cargamento fuera desembarcado en el puerto de Baiona, a fines del siglo XVII, extendiéndose por toda Europa, creciendo en múltiples y ricas variedades en Galicia, donde guarnece los mejores condumios.

Chiloé no posee la piedra granítica que abunda en Galicia, pero el bosque provee a los chilotes de abundante madera para casas y embarcaciones. Tampoco se hubiesen podido levantar aquí las casas de piedra que ornan la geografía gallega, porque estamos en una zona de grandes convulsiones volcánicas y cíclicos terremotos. Recordemos que, en el cataclismo más violento que se registra en la historia de la humanidad, el de la ciudad de Valdivia, al sur de Chile, en la Región de Los Lagos, a trescientos kilómetros de Chiloé, ocurrido entre los días 21 y 22 de mayo de 1960, con una intensidad de nueve grados en la escala de Richter, se hundió en cerca de dos metros la Isla Grande y cambió la topografía del archipiélago.

Mientras viajamos hacia la capital, Santiago de Castro, nuestro amigo, poeta, maestro y antropólogo, Renato Cárdenas, nos habla del bosque chilote:

El bosque suena en mapudungun, pues toda especie tiene nombre propio; el soberbio árbol, su fruta comestible, la diminuta hierba y el misterioso helecho. Bellos nombres mapuches, sonoros, descriptivos, contando, con una simple palabra, acerca de una forma, de un hábitat, de la interacción con un pajarito, de una medicina, de una propiedad nociva… La excepción son algunos árboles que les cambiaron sus nombres nativos por castellanos; ulmo por muermo; roble por coigüe; ciruelillo por notro; canelo por voigue; laurel por huahuán; avellano por gevún…

El ochenta por ciento de la toponimia insular está en lenguas indígenas y, en el caso de nombres derivados de plantas, el castellano casi no tiene expresión.

Es temprano para el almuerzo de pescados y mariscos que nos espera en Castro, por lo que desviamos nuestro rumbo, veinte kilómetros antes, enfilando hacia el oriente, hasta la villa marinera de Dalcahue (lugar de dalcas1 ), donde viven dos viejos amigos, Iris Muñoz y Demófilo Pedreira; ella, chilota campesina nacida en Achao; él, gallego de O Grove que encontró en la Nueva Galicia su segunda patria, después de dos terribles exilios: el de la guerra incivil española, y el extrañamiento en la Argentina, bajo la dictadura de Videla, cuando mataron a su hijo mayor y a su nuera, tragedia que le llevó a su «último destino venturoso», Chiloé.

En modesto transbordador de madera, atravesamos las quietas aguas de la ría que separa la Isla Grande de la segunda isla del archipiélago, Quinchao, para desembarcar, diez minutos más tarde, junto a la casa y restaurante de Iris Muñoz, a quien conozco desde 1986, cuando la entrevisté para incluir su testimonio en mi libro de viajes, Gente de la Tierra. Ella me recibe con largo abrazo y lágrimas de alborozo. «¿Cuándo llegó? ¿Va a quedarse unos días con nosotros? ¿Estos amigos, también son gallegos?».

Te acogen como en Santa María de Vilaquinte, en la Galicia rural, ante una mesa atiborrada de viandas olorosas y de vino espirituoso. La conversación se desgrana, gigantesca mazorca vocal que repartiera sus granos de oro sobre el mantel. Iris recuerda parte de nuestros largos diálogos de ayer y vuelve a hablarnos de la mujer chilota, de su solitaria abnegación y de la carga de trabajo que aún le impone la emigración forzosa del hombre…

Reiniciamos la ruta hacia Achao, una de las más antiguas localidades habitadas del archipiélago, villa marinera donde recalan las pequeñas embarcaciones que van y vienen entre las islas. Conoceremos la iglesia, su monumento más preciado, construida con la ayuda y maestría de los carpinteros de ribera gallegos, que hicieron posible la elaboración minuciosa y paciente de embarcaciones de pesca que aun se construyen aquí, para surcar las frías aguas australes y extraer la riqueza del mar.

Cuento a mis acompañantes que en San Juan de Calen, minúsculo villorrio costero de Isla Grande, conocí, hace veinticinco años, a Juan Bahamonde, constructor vigente de la famosa «lancha chilota», réplica exacta de la dorna gallega, que ya no cruza las rías del noroeste. Juan, tataranieto de marino gallego, cuyo barco naufragara en las costas de Chiloé, hace más de un siglo, conserva planos de la antigua barca de vela de Galicia, con sus curiosas denominaciones y medidas, que él repite, con raro placer, como si conjugara oraciones de la estirpe remota: anchor, altor, largor... Nos queda una gran tarea pendiente: rastrear los orígenes de estas fundaciones del pueblo gallego en el extremo sur del mundo, proezas cotidianas sin epónimos ni estatuas oficiales, pero parte fundamental de nuestra Memoria de la Emigración.

Estos artesanos de la madera traspasaron su experiencia a través de generaciones. Casas, embarcaciones, carretas, utensilios para variadas actividades. Tal vez lo que más resalta sean las numerosas iglesias que el celo de los sacerdotes de la Compañía de Jesús, durante sus «misiones circulares» por el archipiélago, impulsaran a construir para la permanencia de su misión evangélica.

Las iglesias de Chiloé están construidas íntegramente de madera. Además de la sencilla belleza que exhiben, llama la atención su cantidad, esparcidas en radios que no superan los diez kilómetros. En el año 2000, junto a la muralla romana de Lugo, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad las Iglesias de Detif, Ichuac, Nercón, Quinchao, Rilán, San Juan, Tenaún, Vilupulli, Achao, Aldachildo, San Francisco de Castro, Chonchi, Colo y Dalcahue. Podemos hablar con propiedad de una «escuela arquitectónica chilota», que ofrece un estilo uniforme y sobrio, tanto en iglesias como en casas provistas de techos de tejuelas de alerce, madera que puede durar cincuenta o más años bajo la intemperie. Los templos están compuestos de una planta basilical de tres naves; la central con bóveda y la torre alzada sobre el pórtico. Por «nave» entendemos aquí que la techumbre alargada de la iglesia fue construida con técnica de barcos diseñados por aquellos carpinteros de ribera; grandes cascos puestos de revés para protegerlas de la lluvia persistente en comarcas donde llueve aun más que en la Galicia atlántica. Desde la iglesia de Achao hasta las iglesias de Rilán y Castro, que cierran el ciclo de los grandes templos del catolicismo chilote, puede seguirse el desarrollo de esta escuela por cerca de doscientos años.

La iglesia de Achao es la más antigua que se ha conservado en el sur de Chile; además, es la única levantada por mano de los sacerdotes jesuitas que cumplían «misiones circulares», en el siglo XVIII, en el periplo de los seis meses de clima menos riguroso. Sólo la nave central y las laterales datan de ese período. La torre actual sería de principios del siglo XX, reconstruida debido a las inclemencias del tiempo y al prolongado descuido en su mantenimiento. De líneas sobrias en su exterior, en su interior presenta motivos tallados y pintados que reproducen imágenes y símbolos, en altares, muros y púlpito. El retablo que preside la nave central presenta una prolija y rica ornamentación, que se manifiesta en la pintura que imita un cortinaje o en efigies multicolores, donde podremos apreciar rasgos del sincretismo religioso entre lo cristiano y lo pagano nativo. Lo más notable es que fue construida sin clavos ni herrajes, muy escasos en los años de la Colonia. Aquellos geniales artesanos recurrieron a técnicas de ensamblaje que aun hoy nos asombran por su perfección y firmeza. Al costado derecho del retablo central, destaca una efigie de Santiago Peregrino, obra de artesanos gallegos, traída en 1998 por Fernando Amarelo de Castro.

Los guarismos de la geografía suelen ser contradictorios. Así, cuando pensamos en las desmesuradas dimensiones de América, que exaltaron la imaginación de los conquistadores, nos parece que el tamaño de muchas regiones y países de Europa es reducido y que los podremos recorrer en breve tiempo. Craso error, porque descubriremos, a poco andar, una concentración de gentes y lugares –densidad cultural- que extenderán el espacio hasta hacerlo inabarcable, si queremos conocerlo en cierto grado de plenitud anímica y sensorial. Así me ocurrió, caro lector, cuando intenté dar cuenta de los treinta mil kilómetros cuadrados de Galicia. Aún, a través de numerosos viajes, me parece conocerla de modo superficial… Te ocurrirá lo mismo con los nueve mil kilómetros de Chiloé, la Nueva Galicia, porque habrá una isla, un villorrio, una casa, un paisano, un árbol, un pájaro que permanecerá fuera de alcance de tu amor insaciable de auténtico viajero.

En Galicia y en Chiloé, entenderás cabalmente al viejo Ulises, cuando nos dice, desde Itaca: No es el viaje lo que me conmueve, sino el regreso. La Penélope que nos aguarda encarna, aquí o allá, a la región más amada.

Nota

1 Dalca: palabra huilliche (etnia hermana de la mapuche) que designa a una pequeña canoa, provista de una vela, hecha de troncos y pieles curtidas que empleaban los marinos y pescadores chono.