Cómo perder una ciudad en tres secciones, de la mano de Russell y Wittgenstein, más una conclusión y sin olvidar la muy necesaria bibliografía.

Recordar una ciudad que perdí

El otro día me acordé de que perdí mi ciudad. Me di cuenta porque estaba sentada en mi cuarto, con los ojos cerrados, sobre la cama. Bien frío, bien solo. Pero qué se le hace: todo el mundo me dice que ésas son tonterías. Que estoy donde estoy porque así lo escogí. Y sí, en parte tienen razón. Finalmente, todos decidimos estar aquí todos los días.

Pero no puedo evitar pensar en que mi ciudad está perdida. Más bien: que la perdí, y que no existe fuerza en el universo que me permita recuperarla. Me acuerdo bien de los detalles, aunque hay mañanas en las que las imágenes parecen palidecer. En mi ciudad las calles tienen hoyos profundos. Muchos. Y se notan más porque el pavimento es más bien blanco.

El cableado público está por fuera, pero no se ve tan gacho como en la capital del país. Finalmente, es parte de lo que lo hace ser ella, ¿no? Le da personalidad. Ay, nomás pienso en eso y puedo percibir el olor a churritos recién hechos por mi señora madre, ya en paz descanse. Los hacía en la mañana, bien tempranito, y luego toda la ciudad olía a canela y cajeta. ¡Ya te dije que no estoy hablando sola, carajo! No. No estoy chillando.

Cómo llenar la azotea de ciudades que se perdieron

Me acuerdo de que, antes de perder mi ciudad, leí un texto muy interesante de un tal Bertrand Russell. Investigué quién era, y vi que le gustaban las matemáticas y los sistemas y la filosofía. Esas cosas de gente inteligente. En fin, buscando sobre qué había dicho el gran señor, encontré algo que escribió en mayo de 1922 sobre el trabajo de otro pensador europeo, Wittgenstein (quién sabe cómo se pronuncie eso). Algo sobre un Tractatus Logico-Philosophicus, que versa de la siguiente forma:

Estas dificultades me sugieren la siguiente posibilidad: que todo lenguaje tiene, como Wittgenstein dice, una estructura de la cual nada puede decirse en el lenguaje, pero que puede haber otro lenguaje que trate de la estructura del primer lenguaje y que tenga una nueva estructura y que esta jerarquía de lenguaje no tenga límites. Wittgenstein puede responder que toda su teoría puede aplicarse sin cambiarla a la totalidad de estos lenguajes. La única réplica sería negar que exista tal totalidad. La totalidad de la que Wittgenstein sostiene que es imposible hablar lógicamente, está sin embargo pensada por él como existente y constituye el objeto de su mística.

(Russell, 1922)

Antes de este párrafo, el autor habla sobre cómo es que Wittgenstein (o como se llame) describe de las funciones. Russell no está de acuerdo con él, y lo explica en la cita anterior con palabras rimbombantes. Me llama la atención, además, que encontré este fragmento en la introducción a la propuesta de Wittgenstein. Qué grosero es ese Russell, contradiciendo al autor al principio de su propio libro.

En fin, de todo lo que dijo, se me quedó que, tal vez, no existe un Todo desde el punto de vista lógico. Como mi ciudad, que ya no está, y se ha convertido en Todo lo que me ocupa la azotea (entiéndase: la cabeza).

La gente se quiebra la cabeza pensando en el mundo. Siempre ha sido así. A lo que voy: si no fuera el caso, ¿con qué nos llenaríamos el cerebro? Russell, Wittgen-como-se-llame, el cuate griego que creía en ideas abstractas, el alemán ése de los imperativos (Kant, creo): ¿cuántos más me hacen falta? Y nadie nunca ha hablado de cómo recuperar una ciudad que has perdido. Creo que por esto es importante tener un instructivo que te diga cómo perder una ciudad. Para no volver a perderla. Para saber exactamente qué no hacer para perder la ciudad que te corresponde por nacimiento, por derecho, por permanencia, por quién sabe cuánta cosa más.

Instructivo para perder una ciudad

1. Dejar de ver el cielo

Para perder una ciudad, es indispensable dejar de ver el cielo. A pesar de que siempre cambia (siempre se mueve, con sus nubes y ríos celestes), hay algo que se mantiene. Ya sea el ángulo con el que sale el sol en la madrugada (antes de que alumbre a cualquier otra ciudad del planeta), o la manera en la que los pajaritos se curvan para seguir la línea del viento. Así que sí, el punto número 1 es dejar de voltear a las alturas.

Es que si dejas de mirar hacia arriba, te hundes y te estancas. Como si te quedaras atorada en un charco de lodo, de esos grandísimos, que se hacen después de las lluvias de noviembre. Y acabas toda sucia, e inmóvil y paralizada. Guácala. No, por eso es fundamental voltear los ojos allá, donde las nubes bailan. Es el lugar donde el silencio se hace eterno. Tanto, que ni hay oxígeno.

2. Ignorar las cosas de la casa

Parecería que una cosa se sigue de la otra. Cuando la gente deja de ver el cielo, todo lo demás deja de importar. De repente, sentir la textura de las servilletas ya no es importante. O tender la cama, o acostarse y abrazarse a la profundidad del colchón y de los cojines. El aire se convierte en jabón y pica la garganta al respirar, como cuando llevas mucho rato lavando la ropa y ya te calan las manos.

Casi de inmediato, te haces arisca. Los gatos de la esquina, esos horrorosos que se desperezan dándose bañitos de sol en el piso, son más amigables. Hasta te caes pesada a ti misma. Eres como mariscos echados a perder en un taquito que da buen lejos, pero cuando se prueba, sabe a madres. Y en todo el relajo de autocompadecerte, las semanas se convierten en babas amargas, tragos largos de alcohol barato, lágrimas secas en la almohada al despertar.

3. La música es silencio

Te das cuenta de esto cuando las canciones de Tracy Chapman ya no dicen nada. De ella o de cualquier otro artista, de esos bien llegadores que hacen llorar a la gente cuando anda sensible. De pronto, Baby Can I Hold You? suena igual a Mein Kampf. Ya ni sabes quién escribió qué o cuándo cambió la cartelera en el cine.

Películas, películas, películas: llegan y se van como el vapor que saca la regadera cuando abres las ventanas después de bañarte.

Luego entran las voces al cuarto, enredadas entre el humito del café en la mañana. Ya levántate. Qué haces. ¿Por eso dejaste de estudiar? ¡Cámbiate, hueles a viejito en hospicio! Cállate, no me contestes. Quién te crees. ¿Cuántos días llevas echada, ahí, sin salir a convivir con los demás? A ver pa’ cuándo te despiertas y te pones a trabajar. Mínimo, ¿no? Si aquí no es hotel, ¿o qué creías? Míranos nomás, perdiendo nuestro dinero en tus huevonerías.

Etcétera.

Sí… Ya voy. ‘Orita me hago productiva otra vez. Dame chance de abrir los ojos. Dame chance de bostezar, para quitarme los sueños de encima. Ey, ya casi estoy lista. Ya casi, ya casi. ¿Voy?

4. Hablarle a la puerta

Hola, doña Maderas. ¿Cómo ha estado? No me diga que ya se le astilló la cara otra vez. Qué caray. Me duele el cuerpo nada más de verla tan gastada, tan vieja, tan sucia. Y fíjese que me arde la cabeza seguido. Me dice la señora madre que ya se va a morir. No sé si ella o yo. Siento que ya perdí mi ciudad. ¿Se acuerda usté en dónde dejé mi azotea? Digo, mi cabeza. Es que ya no sé cuál es cuál, doñita. Ey, se me cruzan los conceptos. ¿Le platiqué de un tal Bertrand Wittgenstein? Era un señor que hablaba de matemáticas y de tratados y de… polvo.

5. ¿Qué sigue después de cuatro?

Ya no me acuerdo (bueno, sí, a veces).

Doctor, hay días que me despierto con imágenes más vívidas. Como si se prolongaran las acciones que suceden en mis sueños. Es igual de real. Me da tanta felicidad despertarme que me pongo a gritar. Gritar bien fuerte para que todos me escuchen hasta los vecinos y el portero y todo el mundo hasta el padrecito de la iglesia a tres cuadras porque todo es maravilloso claro que sí.

Luego se me quitan las ganas, y generalmente me vuelvo a dormir.

La señora madre difunta me dice que le saco canas verdes (¿le cuento un secreto? yo siempre las he visto blancas, blancas, blancas, pero no le vaya a decir, que se enoja). Ahora me fijo más en cómo pasan las cosas. Así, como más suavecito y más lento. Luego me dan ganas de subir a la azotea y ver qué tanto me encuentro. Hay muchos espejitos rotos.

Quién sabe cuántos años de mala suerte me eché encima cuando dejé mi ciudad. Es que ya vi que la perdí hace tiempo. Estoy buscando el instructivo para encontrarla de nuevo, pero no lo encuentro por ninguna parte. ¿No me lo puede escribir en una receta? Así alguien me lo puede vender en la farmacia o algo. ¿No? …bueno.

Ay, doctor, ya atropélleme.

Conclusión

Fue mi culpa. Yo perdí mi ciudad.

Bibliografía consultada

Russell, Bertrand. (1922). «Introducción». En Tractatus Logico-Philosophicus. CDMX: Filosóficas UNAM.
*Nomás mis recuerdos
, sacados de ahí, de la azotea