Aunque el desarrollo histórico del arte en Latinoamérica es asincrónico con respecto al de Europa, existen innegables paralelismos que comunican sus respectivos procesos creativos y conceptuales y que se remontan a una de las ocupaciones culturales y sociopolíticas más extensas y dolorosas en la historia: la del imperio español en México, Centro y Sudamérica a partir de fines del siglo XV, en pleno Renacimiento europeo.

Es indispensable conocer el contexto histórico para comprender las manifestaciones artísticas que emergieron y cómo los mitos precolombinos y coloniales alimentaron una elusiva identidad y expresión sincrética y de resistencia.

España afirmó su dominio e influencia decisivamente con la ocupación de lo que hoy conocemos como México en 1519, y dos décadas más tarde de los territorios del Alto Perú, que hoy conocemos políticamente como Perú y Bolivia.

La narrativa, sin embargo, difiere notablemente según se trate de México o de las naciones andinas. Cuando el regente azteca Moctezuma escuchó rumores del arribo de montañas que navegaban sobre el mar y de seres divinos que destellaban como relámpagos cuando se movían, tomó a los visitantes como divinidades vengativas y temía que su aparición presagiará el fin de la civilización.

Se equivocó sobre lo que vio – las montañas eran galeones españoles, y las divinidades, conquistadores – pero sobre los efectos de su llegada, estaba en lo correcto. A los pocos meses estaba muerto y una porción de su tesoro había sido embarcada a Europa (donde causó asombro entre espectadores con discernimiento como el artista grabador Alberto Durero).

Para fines del siglo XVI, la población indígena de México se había reducido drásticamente merced a enfermedades importadas para las que no tenían defensas y el modelo de servidumbre esclavista impuesto por la potencia extranjera.

Si bien las violentas circunstancias de la conquista en el Alto Perú dos décadas más tarde fueron similares, la ocupación colonial fue diferente en varios aspectos. Mientras los españoles arrasaron con la gran metrópoli azteca, Tenochtitlán, donde asentaron su poder, dejaron la capital imperial inca, Cuzco, más o menos intacta y se establecieron en la costeña Lima. Como resultado, artes nativas como la tejeduría y la cerámica continuaron floreciendo en su entorno original.

La conquista del Imperio inca por Francisco Pizarro abrió el camino para la sumisión de la Bolivia actual en el año 1535 y el establecimiento de la Real Audiencia de Charcas, parte esencial del Virreinato del Perú, que abarcó todo lo que hoy es el territorio boliviano y que, siglos antes de la llegada de los españoles, fue conocido como el reino del Collasuyo.

Este nombre que designa a los habitantes aimaraparlantes de una serie de reinos independientes de la meseta del Titicaca con fuertes lazos culturales entre sí, se extendía al sur del Cuzco, desde los Andes y el altiplano de Bolivia hasta la ribera del rio Maule (Chile), y desde las costas del pacífico hasta los llanos de Santiago del Estero (Argentina).

El centro neurálgico del Collasuyo estaba situado en el altiplano andino, en torno al lago Titicaca, una de las regiones más densamente pobladas de los Andes desde antes del Estado Tiahuanaco. En 1450 fueron invadidos por las fuerzas del inca Pachacutec, quien conquistó el altiplano después de grandes combates y pérdidas humanas.

Hoy el nombre Collasuyo es usado por movimientos nacionalistas indígenas para referirse al Estado Plurinacional de Bolivia asimilándolo a su región andina de mayoría indígena aimara y quechua, con una clara pero sesgada perspectiva ideológica de acento regionalista).

Ideología y transhistoricidad

El contexto anterior facilita, pese a su brevedad, una primera lectura del guion museográfico orientado decisivamente por el curador y artista, José Bedoya, quien fuera director del Museo Nacional de Arte de Bolivia (MNA) de junio del 2016 hasta enero del presente año.

La propuesta del MNA refleja tanto criterios artísticos como extra-artísticos. Por una parte, se ha adoptado la tendencia museística de la transhistoricidad abriendo el debate sobre el papel del museo con un acervo tradicional de confrontarlo con la modernidad artística para atraer una nueva audiencia local.

Por otra parte, enfatiza una perspectiva extra-artística, ideológica, consistente con los mitos políticos adoptados por el Gobierno boliviano actual en torno al Collasuyo que se remonta, entre otras fuentes, a la narrativa de la resistencia atávica indígena del movimiento religioso y político Taki Unquy surgido en 1560 que propugnaba el rechazo del Dios cristiano impuesto de manera violenta y coercitiva a la población andina como consecuencia de la conquista.

El guion comunica ambas perspectivas con base en la exhibición de artefactos precolombinos (textiles, orfebrería, cerámica, talla en piedra y madera), retablos, tallas y pintura colonial (de factura foránea e indígena) y obras modernistas, tanto figurativas como abstractas (pintura, dibujo, escultura y grabado).

La presente crítica se enfoca primordialmente en las principales salas creadas por el presente guion y las obras artísticas exhibidas que están vinculadas al legado precolombino, y a la producción artística, principalmente pictórica, producida durante el período colonial español.

No se puede ser exhaustivo en la presente crítica, ya que el examen de los fondos culturales del repositorio del Museo Boliviano excede las posibilidades de este espacio. Sin embargo, se evalúa el uso de la transhistoricidad por parte de la curaduría boliviana para confrontar, trazar y conectar el arte del pasado con la modernidad artística local.

Diálogo de imaginarios

El recorrido inicia con una sala dedicada a los «Mundos andinos» que ilustra la cosmogonía de los habitantes precolombinos de habla quechua primero y, luego, con la extensión del dominio inca del aymara.

Los cuatro mundos o dimensiones en que se divide el Cosmos o Pacha son Hanan Pacha o el mundo de arriba, Kay Pacha, el mundo de aquí donde habitan los ríos, montañas, animales, plantas y humanos, Uku Pacha, el mundo de abajo donde se encuentran por ejemplo los minerales, la raíces y la madre tierra o Pachamama y el Hakak Pacha o mundo del más allá.

Estos son mundos constantemente relacionados entre sí. Así, por ejemplo, el cielo y la tierra se conectan mediante el rayo y el cóndor, mientras el sapo y la serpiente conectan el mundo de aquí con el de abajo.

A diferencia del cielo y el infierno del credo católico que se impuso con la colonización, el Hanan Pacha y el Uku Pacha pueden ser benignos y malignos a la vez. Por ejemplo, en el mundo de abajo, Uku Pacha habitan diversas fuerzas de fecundidad y generosidad y al mismo tiempo enfermedad y muerte.

Aunque el fuerte de los fondos culturales administrados por el MNA no son los artefactos precolombinos, las obras exhibidas son suficientemente representativas para introducirnos en un diálogo transhistórico.

A la izquierda de la siguiente sala contigua titulada El espejo quebrado, sobresale un tejido original de Tiahuanaco y Nazca, de autor desconocido, hecho en la técnica de telar vertical llamado axsu. Esta técnica se sigue practicando hoy en día en Bolivia, aunque no con la misma extensión y calidad.

Durante el período colonial se introdujeron en los textiles nativos motivos cristianos mezclando sincréticamente la flora andina con simbolismo de distintas órdenes religiosas. Otro textil con figura en rombo también de factura anónima nos recuerda el peso de la tradición textil original.

Este sincretismo fue tanto motivo de atracción como de alarma para los patrones españoles. En distintos momentos los motivos indígenas fueron estimulados por su encanto y exotismo mientras en períodos inestables políticamente fueron prohibidos como emblemas incendiarios de revuelta. No obstante, tanto como vehículos del placer o como gestos de provocación, la cultura se revelaba en esta vena artística.

Otras piezas hablan de la capacidad de los orfebres mediante piezas de laminado en oro provenientes de Tiahuanaco y los vasos ceremoniales llamados kerus que se producían en madera y se utilizaban para rituales específicos. Los kerus o vasos ceremoniales de madera de la cultura inca –que pudieron originarse antes con la civilización Tiahuanaco– fueron vasos subversivos, en opinión de arqueólogos locales, ya que expresaron la resistencia indígena frente al dominio de los españoles, por eso fueron vasos proscritos según ordenanzas y perseguidos por lo extirpadores de idolatrías durante el período de la Colonia.

En el lado derecho de la primera sala y las sucesivas, encontramos a modo de contrapunto secuencial pinturas principalmente del modernismo boliviano que abrazan una identidad precolombina de la que ya no pueden ser parte integral, porque les resulta elusiva. No obstante. Los artistas son, a menudo, el resultado del mestizaje y la inmigración europea.

Es el caso del óleo sobre tela de 1984 de Alfredo la Placa titulado Ritual III, o el Inca II, un óleo sobre papel de 1992 de Luis Zilvetti que es parte de un conjunto que evoca los personajes centrales de la conquista.

«Descubrir el pasado»

El paralelismo con el arte europeo de fines del siglo XIX y principios del XX es inevitable. Mientras artistas europeos como Matisse y Picasso «descubren» la escultura tribal africana, y la incorporan en sus propuestas de manera intelectual, los artistas bolivianos hacen lo propio con los mitos y el legado cultural precolombino.

La emblemática pintura en técnica mixta sobre tela titulada Ritual realizada en 1967, por María Luisa Pacheco no es una obra abstracta intencionalmente, sino que parte de una aproximación poética hacia el paisaje regional sagrado que sublima líricamente.

Ambos acercamientos son primariamente intelectuales, pero también revelan la vigorosa atracción inherente a la evocación de un mundo donde el arte era todavía la expresión natural e integral de conceptos fundamentales incuestionables.

Esta identificación del arte con las fuerzas básicas de la naturaleza y las creencias sobre el cosmos en sociedades tribales ha resultado tremendamente atractiva tanto en Europa como en Sudamérica en un entorno donde el arte gradualmente se ha ido divorciando de la vida y producido en oposición a las fuerzas de la vida que animan el mundo fuera del estudio del artista.

Para muestra, la técnica mixta sobre cartón de 1929 realizada por Jorge de la Reza y que se titula La Conquista o la obra Descanso, un óleo sobre tela de 1957 realizado por Enrique Arnal.

La mayoría de los artistas bolivianos cuyas obras se confrontan con el legado precolombino o las pinturas realizadas en la colonia por indígenas ha tratado de aislar algún tipo de cualidad esencial de la cultura para mostrarlo en sus respectivas obras.

Pero existe un contraste adicional y fundamental entre las obras creadas por artesanos para cumplir con rituales atávicos y es que su simbolismo intencional va acompañado de un sistema de creencias que busca que el objeto produzca efectos en el mundo físico a la manera del fetiche.

Los artistas modernos bolivianos con que son confrontados no creen en su mayoría que esos símbolos mágicos usados desde tiempos precolombinos para relacionarse con el entorno cambien el mundo físico o sean de ayuda práctica.

Pero, eso sí ayudan al examen exploratorio del problema que todos enfrentamos hoy – como mantenerse cuerdo y vivir con propósito en un mundo orientado a la ciencia y la técnica que explica todo intelectualmente dejando el espíritu a un lado.

Imposición y acomodación estética

El dominio imperial, político, militar y económico viene siempre acompañado de la dominación cultural a través de la religión, la educación, y por supuesto, la expresión artística financiada por los estratos dominantes con poder para patrocinar artistas.

El guion del Museo Nacional de Arte de Bolivia evidencia en cada una de sus veinte salas temáticas, como el dominio colonial español introdujo

las estéticas europeas con técnicas como la pintura de caballete y la imaginería policromada, entre otras, junto a obras de artistas italianos, flamencos y españoles que además enseñaron su quehacer a la población indígena y criolla locales.

Los movimientos europeos más influyentes fueron las escuelas del renacimiento y el manierismo italiano, y luego el barroco español. Los flamencos por su parte permearon la cultura mediante el grabado de temas religiosos y cotidianos.

A partir de la segunda sala pintada en un intenso azul y señalizada con el título de Ángeles y Demonios resuena con fuerza la mayor riqueza de la colección en exhibición. Se trata principalmente de pinturas al óleo sobre madera y tela, sobre temas predominantemente religiosos y políticos especialmente en las representaciones de nobles, autoridades y conquistadores que muestran el gradual empoderamiento técnico de los artistas indígenas en el nuevo medio artístico.

Pasamos de obras producidas por españoles, flamencos e italianos en el siglo XVI a obras producidas mayormente por indígenas que se crean en talleres o gremios al estilo medieval de los que hay que ser parte para pintar. Los maestros que sobresalen empiezan a firmar sus obras.

Esta sala refleja la teatralidad del barroco europeo en su máxima expresión: un óleo sobre tela atribuido a Luca Cambiasso sobre la Sagrada Familia contrasta abiertamente en su concepción con la estética local con visos manieristas del peruano Gregorio Gamarra en Adoración de los Reyes Magos.

No estamos ante obras visionarias en el sentido estricto. Con frecuencia son fieles representaciones de la narrativa litúrgica y oficial. Otras veces copias que se repiten hasta la saciedad. Lo importante es que los artistas locales empiezan a transmitir conceptual y compositivamente en sus obras sus profundas creencias enraizadas en las culturas precolombinas.

Una de las influencias foráneas decisivas sobre esta emergente generación de pintores locales fue la del jesuita italiano Bernardo Bitti (1548–1610), considerado el más grande pintor de Sudamérica en el siglo XVI y el más influyente entre los pintores posteriores a él debido a que fundó la mayoría de las escuelas pictóricas del Perú y fue referente para muchas otras que establecieron sus alumnos. Uno de sus óleos sobre tela sobre San Juan Bautista pintado a fines del siglo XVI es exhibido demostrando su nivel técnico y estilo propio.

En las tierras altas de los andes, los ángeles y arcángeles aparecen en la pintura hacia 1660 y encuentran eco en las divinidades prehispánicas de los elementos naturales. La pintura y el grabado fueron los medios preferidos para este tipo de representaciones que evocaban a Huaminca o guerrero alado reconocido en la cultura inca como una figura tanto real como mítica. El óleo sobre tela del siglo XVII de Diego Quispe Tito representa tanto a San Miguel Arcángel como al atávico Huaminca.

Otro tanto ocurre con el Ángel de la Guarda, un óleo del mismo periodo pintado por un miembro del Círculo o gremio López de los Ríos.

La lectura de este período de apropiación cultural se confronta con el modernismo de énfasis crítico y satírico revelado en obras como el óleo sobre cartón de Arturo Borda pintado en 1944 y titulado Mundo, demonio y carne o el dibujo sobre papel de Mario Careaga titulado A mi alrededor ángeles con coros celestiales me van cantando y yo voy gritando desde el fondo de mi alma de esclavo, o el óleo del 2010 titulado «La caja» de Marcelo Suaznabar.

Transferencia fallida

La siguiente sala de un brillante rojo en sus paredes está dedicada a las representaciones de la Virgen María y su correspondencia sincrética con la Madre Tierra incaica, la Pachamama.

Bernat Boil (1440-1507), un fraile catalán de la orden benedictina fue uno de los primeros misioneros en las Américas, y se le atribuye haber trasladado la historia de la Virgen María al nuevo mundo. Sin embargo, pese a sus esfuerzos y los de otros monjes y patrocinadores españoles, el culto a la Virgen María nunca alcanzó la popularidad en los nuevos territorios que disfrutó en su nativa España.

Este fracaso tal vez le sorprenda, particularmente por el hecho de que durante la ocupación española las ordenes monásticas quisieron asociar a la Virgen María con las montañas sagradas que adoraban los aborígenes.

Es notable en esta sala cómo la composición pictórica central es triangular y evocadora de las montañas sagradas incaicas. A un nivel denotativo vemos la representación al óleo de un personaje católico, pero a lo que se rinde culto en la obra es al sitio sagrado natural como en Virgen cerro un óleo de factura anónima pintado hacia 1720 o la Virgen de la Candelaria un óleo también de autor anónimo realizado en La Paz en el siglo XVII. O la Virgen del rosario de Pomata, otra obra anónima de 1680. El personaje y su atuendo en la composición representan una y otra vez la flora andina, los motivos y colorido del altiplano y la estructura piramidal de los cerros.

La historiadora de arte estadounidense, Stella Nair, que se ha especializado en la cultura de Tiahuanaco afirma que en las tierras del altiplano al sur de los andes ciertas montañas fueron identificadas por los indígenas como“Apus es decir lugares marcados como sagrados y de veneración.

Adicionalmente, los picos de las montañas y las salientes rocosas llamadas Huacas se convirtieron en sitios de devoción privada, peregrinajes masivos y sacrificios de animales. Estos espacios son, aún hoy, considerados expresiones de la madre tierra, la Pachamama, revelando la asociación andina de lo femenino sagrado con una montaña venerada.

Sin embargo, esta asociación no está directamente mapeada sobre la iconografía cristiana. Como han dejado claro, los historiadores de la religión en las Américas, las ideas y prácticas de lo sagrado raramente son directas o fácilmente transferibles.

En otras palabras, la transferencia de los significados espirituales de la liturgia católica no fue exitosa, a pesar de que las obras por encargo desarrolladas por los gremios de pintores nativos fueran rígidamente impuestas bajo cánones europeos.

Como evidencian las sucesivas salas del guion museográfico adoptado en La Paz, la iconografía basada tanto en tradiciones católicas y contenidos bíblicos fueron medios de dominación cultural y validación de la superioridad de los colonizadores sobre los aborígenes locales.

Así por ejemplo en la sala titulada Imágenes de Poder sobre Tata Santiago y Tata Illapa se presenta entre otros personajes al apóstol Santiago como un aguerrido opresor del pueblo indígena, un mataindios, o el misterio del Corpus Cristi, cuerpo de Cristo, en la sala De los mallquis a los santos, para ilustrar la sustitución mediante representaciones pictóricas del cuerpo de cristo y procesiones asociadas al santo sacramento y los santos, de la veneración local de las momias de antepasados incas.

Escuela de copistas sincréticos

Como he explicado en otras críticas, el término sincretismo tiende histórica y conceptualmente a facilitar la coexistencia y la unidad entre diferentes culturas y visiones del mundo (lo que hoy se conoce como competencia intercultural), un factor que sigue siendo recomendado a los gobernantes de comunidades multiétnicas.

La intención de los representantes de la iglesia católica era hacer catequesis y evangelismo a través de las representaciones pictóricas, pero la cultura no se construyó sobre las creencias importadas sino sobre su propio legado. Ese fue realmente el acomodamiento y la resistencia de los nativos en las artes visuales desde la colonia.

Los artesanos indígenas sustituyeron gradualmente a los artistas foráneos dominando la copia de originales en medios como el grabado y las pinturas. Esta práctica de larga data en la historia europea se volvió común en el nuevo mundo durante la colonia. Los patrones españoles, religiosos y políticos, fomentaban el uso de grabados y pinturas como modelos de los cuales copiar parcial o enteramente.

Los misioneros en particular usaban más los grabados porque eran fáciles de transportar y podían emplearlos en su labor misioneras o instrucción religiosa, y la oportunidad abierta para la evangelización cristiana incrementó exponencialmente la demanda de grabados.

Las autoridades religiosas en el nuevo mundo creían que la práctica de copiar grabados capacitaba a los artistas locales en el aprendizaje de la iconografía tradicional y adopción de los modelos europeos de representación que se esperaban en las sagradas imágenes de fe católica romana. Esto daba seguridad adicional a los patrones de que los artistas comprendían el resultado deseado del trabajo comisionado.

Sin embargo, como ya explicamos, esta transferencia fracasó porque los pintores indígenas locales respetaban, pero reinterpretaban o, incluso efectivamente, rechazaban el original europeo para seguir su propia voz de acento prehispánico. Basta ver la Virgen de Belén, un óleo del siglo XVIII de autor anónimo para comprobar la narrativa local en contrapunto con la importada.

Mediante un proceso de mímesis particular derivado de este encuentro colonial, los artistas indígenas copiaban, pero no replicaban completamente los originales. Así los modelos europeos gradualmente se volvieron andinos.

En el trazado transhistórico que se fomenta en cada sala sujeta al actual guión museográfico, lo sincrético merca para dar espacio en la modernidad artística boliviana a representaciones que carecen de su intensidad formal y conceptual, incapaces por razones de contexto de mostrar o aproximarse a la fuerza telúrica de los artistas indígenas precolombinos, e incluso coloniales.

Basta comparar la representación de la virgen en la pintura colonial y compararla con las más distantes e intelectuales versiones de pintores como Arturo Borda en su óleo sobre cartón de 1947 sobre la Virgen de Copacabana, patrona de Bolivia, y el óleo sobre tela de 1943 sobre el mismo personaje de Jorge de la Reza.

Magia moderna

Aunque nos ocuparemos en una próxima crítica de la modernidad, posmodernidad y contemporaneidad en el arte boliviano del siglo XX y XXI, que forman también parte del guión del Museo Nacional de Arte, es importante hacer notar cuánto deben al concepto de la «magia moderna». Este término acuñado por el artista Paul Klee a partir de 1914, por sus estudios de culturas ancestrales, fomentó el arte primitivo y antiguo como fuente de inspiración para el arte moderno.

Klee intelectualizó su acercamiento al legado artístico del pasado, pero produjo obras que evocaban fantasías con base en las formas atávicas y primitivos de las culturas del norte de África, entre otras regiones que visitó. Klee resumió su posición declarando que «el arte en su sentido más elevado» trata con un «último misterio que se esconde detrás de la ambigüedad que la luz del intelecto falla miserablemente en penetrar».

El guión actual del Museo Nacional de Arte de Bolivia no sólo afirma una perspectiva ideológica sobre la resistencia cultural a la ocupación española basada en un importante acervo precolombino, colonial y moderno, que confronta mediante una museografía transhistórica sino que, también, abre sin tal vez saberlo una discusión más importante sobre el dilema del artista que ha sido enunciado por Klee.

Hemos tratado desde el comienzo de la ilustración en el siglo XVII de explicar todo a través del intelecto y la ciencia. En la era precolombina andina y en el período colonial hasta avanzado el siglo XIX el último misterio se refería al alma, a la dimensión metafísica o espiritual de la existencia.

Cada artefacto incaico, e incluso las obras sincréticas de la colonia, en esta muestra, hablan de una relación espiritual íntima y diaria con entidades malignas y benignas en tres dimensiones cósmicas. Los árboles, las aguas, el viento, y principalmente las piedras y montañas eran sagrados porque estaban relacionados con la comunión del alma con la naturaleza y sus fuerzas.

Pero muchas de las expresiones del arte moderno y posmoderno que se han nutrido por más de un siglo del estudio de la herencia cultural andina han sido cómplices intelectuales del despojo del alma de sus compañeros de viaje.

Cuando abandonamos el sistema de creencias que sustenta el arte del pasado que decimos admirar y pretendemos rescatar para “recuperar la identidad” nuestro ejercicio pierde integridad, porque es meramente intelectual. En el fondo dejamos de creer que el misterio del espíritu existió alguna vez.

El arte es uno de los pocos lugares que quedan en la sociedad actual, no solo la boliviana, para encontrar evidencia de ese misterio. Una de las lecciones de esta muestra es el triunfo de la curaduría intelectual sobre la creatividad y el espíritu del arte.

El guion actual ha sido diseñado no para ver lo que es, sino lo que se nos dice que debe ser, desde una agenda particular. Habrá que esperar a la siguiente propuesta que estuvo planeando la dirección del MNA para fines del presente año, pero que la presente problemática política y social ha obligado a suspender, para establecer si el concepto museográfico redundará o no en las mismas falencias.