En una de las habituales tertulias semanales organizadas por los antiguos rectores de la Universidad de los Andes (ULA, Mérida), un ponente afirmó que «la sorprendente historia del género humano tenía en su dinámica temporal un maligno ADN masoquista». La sentencia, sin muchas explicaciones, era impactante y movía a la reflexión.

El profesor justificaba su aserto diciendo que pasado los años -y a veces siglos- el género humano se afanaba en «tropezar en la misma piedra» u olvidar sabias advertencias que, analizada con objetividad, resultaban premonitorias.

Desde luego, el expositor -muy sutil para no provocar semejanzas con el mundo actual- no hacía alusión a los recientes hechos en Argentina, ni al asomo del nazismo en ciertos civilizados lugares europeos, ni al diabólico juego nuclear de ciertos pretensiosos que se creen dueños del mundo, ni a posibles rebrotes que, como «péndulo maquinal», se dibujan ingenuamente en otros países, a pesar de haber sufrido brutales experiencias anteriores, pesares que la elemental sensatez debiera darle categoría de irrepetibles.

El tema me hizo reflexionar, primero, sobre la acostumbrada desnaturalización de los partidos políticos democráticos, los cuales, llegando al poder, sus valores fundacionales que buscan la felicidad de la sociedad, empiezan a olvidarse para ser reemplazados por tentaciones terrenales como el disfrute, la impunidad, el sectarismo, la represión... hasta, incluso, a la desvergonzada corrupción o al crimen sin remordimiento.

Pero mi reflexión fue más allá: mi particular condición de adepto al socialcristianismo, me hizo «desempolvar» los aparentemente vetustos documentos sociales de la Iglesia que, confieso, también dormían en mi biblioteca, como reliquias obsoletas y de consulta inapropiada para nuestro siglo altamente moderno y tecnológico, como observaba con ironía, Jorge Borges.

Así, pude rememorar que en tiempos del incipiente asomo del cautivante mensaje comunista, el Papa Pío IX (1846-1878) ya alertaba sobre los peligros de la doctrina marxista que, recordemos, empezaba a extenderse como panacea social por el mundo. Ese llamado de alerta fue continuado por el emblemático Papa León XIII, uno de los pontífices más prolíficos en cuestión social. Siguiendo a su antecesor, fijó clara posición en su primera encíclica Quod Apostolici Muneris, publicada en 1878, donde textualmente señalaba sin tapujos que se refería «a esa secta que en nombre de diversas nombres y promesas bárbaras se denominan socialistas, comunistas o nihilistas», agregando: «vinculados por inicua conspiración y empeñados en sacudir el fundamento de la sociedad civil».

La encíclica Divini Redemptoris del Papa Pío XI (1922-1939) señalaba: «El comunismo, contiene una falsa idea de redención, un seudo ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad que comunica a las masas halagadas por falaces promesas». En otro acápite, advierte: «cuando hayan adquirido las cualidades colectivas, en aquella sociedad utópica sin ningún tipo de diferencia de clases, el Estado político, perderá toda su razón de ser y se disolverá…pero, hasta que no se realice esta feliz condición, el Estado y el poder estatal es para el comunismo el medio más eficaz y universal para conseguir su fin». ¡Es decir, para llegar a la utópica sociedad feliz, pasarán generaciones sufriendo el calvario de una sociedad absolutamente irrealizable!

En la encíclicas de León XIII, relativas al poder del Estado y a la constitución cristiana del mismo, encontramos los principio que harán posible defendernos contra las fantasías megalomaniacas del comunismo. La expoliación a los derechos humanos y la esclavización del hombre, el horrible abuso del poder público al servicio del terrorismo colectivista son parte de la estrategia autoritaria del marxismo. ¿No son acaso las acciones ocurridas en Rusia, Cuba y Venezuela para citar ejemplos visibles del fracaso comunista?

Viendo la intrínseca vocación de paz que anhela el pueblo — producto de su primigenia naturaleza divina — el Papa Pío XI aconseja el antídoto para prepararse contra la insidia falaz que usa el comunismo como máscara engañosa: «Viendo el deseo de paz del ser humano, los jefes del comunismo fingen ser los más celosos fautores y propagandistas de la paz mundial, pero, al mismo tiempo, excitan a una lucha de clases que hace correr ríos de sangre y furiosa siembra del odio. Sintiendo que no tienen garantías internas de paz, recurren al terrorismo, armando masivamente al pueblo con falso sentimientos de patria y futuro igualitario. Así, sin siquiera aludir al comunismo, fundan asociaciones y periódicos que solapadamente sirven para infiltrar sus propósitos de dominio total».

¡Cualquiera duda con la realidad es pura ingenuidad porque –para familiarizarse con los tiempos- guerra avisada no mata soldados!

Volviendo a la intención de esta original reflexión, tiene razón el expositor de la tertulias semanales que propician los exrectores de la ULA: ¡La historia del género humano tiene una fatal y masoquista tentación a repetir calvarios vividos con sufrimientos brutales y advertencias cuyas fuentes provienen de con el título de ser la voz de Dios!