«La guerra terminó, pero quienes tenemos un familiar desaparecido seguimos llevando la guerra en el corazón».

(Jorge, familiar de desaparecido, Ixcán, Quiché)

Guatemala, en el marco de la Guerra Fría, sufrió el conflicto armado interno más encarnizado de Latinoamérica. Como es un pequeño país «marginal», productor de la economía «de postre» (café, azúcar, banano), no ocupa la atención de los medios de comunicación, no es particularmente importante en la arquitectura global del mundo. Sólo es noticia ante alguna catástrofe. Pero hay mucho que decir sobre la guerra que allí se vivió, y más aún, sobre el trabajo que se está realizando en relación a las secuelas de esa monstruosidad, de esa catástrofe social.

Para fines de los 70 del pasado siglo, en América Latina se vivía un clima de alza en las luchas populares. La revolución cubana era una fuente de inspiración, diversos movimientos revolucionarios habían optado por la vía armada en casi todos los países, y en 1979 Nicaragua producía su fenomenal transformación con la revolución sandinista. Para la geoestrategia hemisférica de la Casa Blanca eso fue el punto de inflexión: había que detener «el avance del comunismo» a toda costa. Guatemala lo ejemplarizó.

Siguiendo el modelo de lo hecho en Vietnam, Washington impulsó una guerra total, feroz, que sirviera como escarmiento a cualquier intento antisistémico.

Guatemala pagó con sangre, ¡con muchísima sangre!, la «osadía» de querer aspirar a una sociedad más justa. El ejército, equipado y entrenado por Washington en las estrategias contrainsurgentes, desató una guerra de castigo en aquel lugar donde la guerrilla se movía como pez en el agua, es decir: en el movimiento campesino, de composición indígena maya.

La guerra entre fuerzas del Estado y movimiento insurgente en realidad se cobró relativamente pocas víctimas. El grueso de las consecuencias estuvo en la población civil no combatiente: campesinos indígenas pobres del Altiplano Occidental. 200.000 muertos, 45.000 desaparecidos, 669 aldeas arrasadas, torturas, violaciones sexuales fueron las secuelas de las estrategias contrarrevolucionarias. Todo ello está científicamente sistematizado en dos rigurosos estudios: uno que produjera Naciones Unidas a través de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (Memorias del silencio) y otro impulsado por la Iglesia Católica (Guatemala: nunca más). Se estima, incluso, que fue más la población que no rindió su testimonio para las investigaciones que la que sí lo hizo, por miedo.

A partir de esas reconstrucciones históricas, se ha podido establecer que durante la guerra desaparecieron 5.000 niñas y niños.

«En el contexto de la guerra interna hubo muchos niños y niñas que fueron llevados por fuerzas de seguridad del Estado a diversos hogares, estatales y religiosos, luego de ser capturados o separados de sus familias. Esta situación llevó a que se estructurara una red que vio la oportunidad de hacer de la adopción de niños/as a otros países un gran negocio. En esta red, según lo que ahora se conoce con amplitud, estuvieron involucrados tanto civiles como militares que, aprovechándose de la estructura del Estado manejaron en grandes volúmenes la adopción hacia países de Europa, Estados Unidos y Canadá»

dice la Liga Guatemalteca de Higiene Mental. Para entender el fenómeno en su complejidad, es imprescindible no olvidar que Guatemala, junto con Tailandia, por muchos años fueron los dos principales países «exportadores» de niñas y niños. De hecho, por adopciones ilegales familias del Norte llegaron a pagar hasta 30.000 dólares. De más está decir que ninguna madre biológica recibió un centavo por esas transacciones.