El exilio es muchas y distintas cosas al mismo tiempo. Es un extrañamiento del país propio, en relación con el que, sin embargo, se sigue viviendo, junto a la necesidad de asumir la nueva realidad en que se vive; la desaparición dolorosa o la ausencia de personas, amistades y afectos, junto a la emergencia de nuevas relaciones; una búsqueda obsesiva de informaciones sobre el país del que se viene y la expectativa de contribuir a que su situación política se revierta, aunada a la necesidad de entender el país al que se llega; el término intempestivo de las condiciones anteriores de vida y un reinicio plagado de apremios; una pérdida traumática y una diversidad incierta de nuevas opciones; pero siempre, en especial al principio, todo simultáneamente, entremezclado y a la vez.

La acogida que México ofreció al exilio chileno no pudo ser más cálida, amplia, generosa y permanente.

En nuestro caso, tuvimos además la enorme ayuda que nos representó siempre el entrañable cariño de la familia de mis primos Lucía y Roberto, en cuya casa estaban a nuestra llegada mi tía Chela y mi madre, quien se trasladó con nosotros apenas nos instalamos y nos acompañó varios años; a más de la convivencia con otras cuatro familias de primos y primas, exiliados luego también en México, con todos los cuales compartimos siempre estrechamente.

A poco de llegados nació nuestro tercer hijo; y nuestros tres hijos crecieron con normalidad, educados en un buen colegio, rodeados de cuidados y familia. Y de amistades, porque aparte de las que fueron haciendo por sí mismos, llegaron también a México numerosos amigos cercanos con sus propias familias, e hicimos además nuevas amistades: mexicanos, desde luego, pero también republicanos españoles exiliados en México o sus descendientes, otros exiliados de nuestro país y de otros países latinoamericanos, residentes en México de distintas procedencias, todo un acopio de diferentes culturas y experiencias.

México nos impresionó a todos por la riqueza de su cultura, de profunda raigambre histórica, indígena y popular; la hondura de sus canciones, su diversidad musical, de sonidos, de instrumentos y de su combinación; la variedad y el sabor de sus comidas; su sentido de los colores, con barrios completos pintados de sólo los colores propios del país: rosa mexicano, verde mexicano, azul mexicano; la originalidad de su vocabulario y modos de expresarse; pero tal vez sobre todo por su peculiar forma de ser: Curioso -le oí decir a un compatriota-, nosotros decimos pienso; aquí dicen siento.

Reinicié mi vida académica en la Universidad Nacional, fui invitado por universidades y organismos de distintos otros estados del país, fui profesor invitado en universidades de otros países de América Latina, participé en seminarios y congresos en diferentes países de América Latina y el Caribe; con lo que pude conocer la mayor parte de México y de los países de América Latina en que antes no había estado.

Visitamos todos los sitios de mayor interés en la Ciudad de México y sus cercanías, museos, zonas arqueológicas, teatros y lugares de espectáculos, mercados y salones de baile, y desde los primeros días caminé extensamente recorriendo buena parte de sus barrios y calles principales.

Poco después de llegar, a la salida del Bosque de Chapultepec hacia Paseo de la Reforma, me encontré por primera vez con La Diana Cazadora. Había conocido antes en Europa varias versiones de Artemisa, Diana para los romanos, diosa de la caza, espigada, generalmente con carcaj y flechas, pero no con arco, generalmente en mármol, blanca entera, vestida con ropa ligera, buena moza, sin duda, aunque de formas más aguerridas que sinuosas, como talladas para su oficio. Muy distinta La Diana Cazadora: opulenta, hecha de bronce oscurecido, desnuda por entero, imponente desde la altura, su arco aún en la posición de haberse disparado, la vista levantada al cielo para seguir el vuelo de la flecha; porque sí, se le llama La Diana Cazadora, pero su verdadero nombre es La Flechadora de las Estrellas del Norte. Me prendé de sus formas, sus tan bien torneadas piernas, entreabiertas sin pudicia, la izquierda doblada en la rodilla para apoyarse en ella, sus nalgas henchidas, su cintura marcando el giro de su torso con los pechos enhiestos alineados en la misma dirección de la flecha, un brazo extendido para sostener el arco, el otro recogido tras disparar la flecha, su mano derecha junto a la larga cabellera suelta, todo en su cuerpo rotundo y armónico a la vez: la escultura perfecta de una ilusión traspuesta de la realidad.

Supe después que la escultura había respondido, en efecto, a la realidad de una modelo, cuya identidad se desconocía, aunque se sabía que estaba viva; calculé que su edad debía ser no tanto mayor que la mía, me pregunté si podría reconocerla si la viera y en adelante no dejé de observar con detención a todas quienes me pareció que podían serlo, viéndolas como las veía y como las vería si las viera como veía a la Diana.

Seguí yendo a contemplarla cada vez que tuve ocasión, más bien de tarde en tarde, porque no se crea que haya sido fácil: la ciudad es inmensa, los trayectos largos, el tránsito siempre entre lento y saturado, todo toma más tiempo del previsto; pero igual seguí yendo a verla. Hasta que un buen día me encontré con que ya no estaba: se había abierto una nueva vía, la habían trasladado a un lugar cercano pero de difícil acceso peatonal, y tuve que contentarme con verla desde lejos o mirarla a la rápida al pasar en auto. No sé quién se haya quejado, seguro que no ella misma, pero fue después removida de su nuevo emplazamiento y por un buen tiempo anduvo incluso desaparecida. Hasta que reapareció en el lugar que, para mi gusto, mejor ha estado: muy central, cercano a Reforma, pero tranquilo, rodeada de bancos en que sentarse a contemplarla, o donde podía merodearla dando vueltas en su derredor.

Estuve también a visitarla cuantas veces regresé a México tras el retorno a mi país después del exilio; y años después me encontré con que de nuevo la habían trasladado, esta vez a donde está hasta hoy, mucho más central, acorde al relieve que merece, en la glorieta del cruce entre Paseo de la Reforma y las calles de Sevilla y Río Mississippi, aunque rodeada de los vehículos que circulan en doble sentido por Reforma o de norte a sur entre ambas calles, con lo que, ya sea a pie o en auto, de nuevo no queda sino admirarla a la distancia.

Lo que no recuerdo es si fue antes del retorno o después, en alguna de mis idas, que di con una tienda en que se vendían fotos del Archivo Casasola, uno de los tantos prodigios de la cultura mexicana, que atesora fotografías tomadas por tres generaciones de foto reporteros Casasola, de padres a nietos, cubriendo la historia del país desde inicios del siglo pasado hasta su década de los setenta; y me encontré allí con una foto de la Diana mientras estaba en obras en el taller del escultor, en tono sepia la foto, como todas las del Archivo, me parece, y para mi sorpresa, ahí estaba, en el primer plano de la foto... la imagen entera de la modelo, tal cual se la ve en la escultura, como si hubiera sido ella la que fue cincelada según la escultura. Cuando me repuse del asombro, consulté sobre quién era, y se me confirmó que no se sabía, aunque sí que seguía en vida.

Puede pensarse lo que se quiera sobre cómo y por qué ocurren las cosas; o la razones por las que nos hacemos ideas sobre cómo puedan llegar a ocurrir: en el caso, tuve el presentimiento de que la foto era sólo un anticipo, de que encontraría a la Diana ya no sólo de cuerpo entero, como en la escultura o en la foto, sino a ella misma tal cual, y con su misma estampa, aunque de cuerpo presente. Para mi decepción, nunca llegué a encontrarla. Pero al menos después supe, esto sí cuando hacía ya tiempo que había regresado a mi país, todo cuanto se sabe sobre ella, porque tras cincuenta años de haberse inaugurado la escultura reveló su identidad escribiendo un libro con su nombre y apellidos; y sobre su vida: cuando modeló para la escultura era funcionaria de la mayor empresa de México, compartió su vida con quien llegó a ser director general de la empresa y con quien se casó recién mientras este estuvo después varios años preso por desfalcos ocurridos durante su administración.

No todo fue para mí la Diana; hay en Ciudad de México numerosos otros monumentos admirables, que se prestan además para recorrer la historia del país, con la que me fui encontrando desde mis primeras caminatas.

A nuestra llegada al exilio, fuimos acogidos en lo que era entonces el Hotel Versalles, en General Prim esquina de Versalles: saliendo por General Prim al Paseo de la Reforma y muy cerca hacia la Avenida Insurgentes, está el monumento a Cuauhtémoc, quién encabezó la resistencia de México - Tenochtitlán en contra de los conquistadores; y saliendo a Reforma por Versalles está el monumento a Cristóbal Colón. No hay en la Ciudad de México monumentos a los conquistadores. Cuando nosotros llegamos, si desde el monumento a Colón se seguía hacia el centro, en frente a la esquina con Avenida Juárez, estaba en cambio el monumento llamado popularmente El Caballito, estatua ecuestre del emperador Carlos IV de España forjada a mediados del siglo XVIII, la que fue luego trasladada a la Avenida Hidalgo en frente del Palacio de Minería, donde está hasta ahora.

Entrando por la Avenida Juárez, en un costado del Parque Central, está el Hemiciclo a Juárez, monumento en mármol resplandeciente dedicado a Benito Juárez, presidente que dictó las leyes de Reforma, derrotó en 1867 el imperio establecido por la invasión francesa y restableció la República, a quien se dio el título de Benemérito de la Patria y a quien se recuerda en especial por su frase: «Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz». También es un hemiciclo el Monumento a los Niños Héroes, Altar a la Patria, que en el bosque de Chapultepec conmemora a los jóvenes cadetes que dieron su vida luchando contra la invasión de EEUU de mediados del siglo XIX.

De nuevo en Reforma, en dirección hacia el centro, tras la glorieta donde está la Diana, sigue la del Monumento a la Independencia, llamado el Ángel de la Independencia, una alta columna sobre la que se alza una estatua dorada de la Victoria Alada, que con una mano levanta una corona de laurel y con la otra sostiene una cadena rota. Y más allá del monumento a Colón, en la Plaza de la República, visible desde Reforma, está el Monumento a la Revolución, una gran estructura arquitectónica de estilo neoclásico, con elementos de art déco, que sería la parte central de un vasto edificio donde se instalaría el congreso nacional, pero que no llegó a concluirse y es ahora panteón de los próceres revolucionarios y sede del museo de la revolución.

Cuauhtémoc, Independencia, Patriotismo, Juárez, Reforma, Insurgentes, Revolución, son todos nombres que se repiten en la ciudad capital y frecuentes en todas las ciudades del país.

No todo ha de ser tampoco historia. Hay también notables esculturas de vanguardia, futuristas, de formas abstracto geométricas; donde antes estuvo la estatua ecuestre de Carlos IV, se levanta ahora la que sí se llama El Caballito, aunque, para diferenciarla de la anterior, usualmente se le dice El Caballito amarillo, porque su geometría de formas rectas y curvas combinadas, que transmite cabalmente la imagen estereotipada de un caballo, está hecha de placas de acero recubiertas de esmalte acrílico amarillo.

Y agrego que, en una de las tantas caminatas por la ciudad, di con un parque, en la colonia de San José Insurgentes, entre Insurgentes Sur y Revolución, llamado Parque de la Insurgencia, aunque se le conoce como Parque de la Bola, por la dizque escultura que hay en su centro, en medio de una fuente, sobre un promontorio de poca altura: una gran esfera hecha de concreto, estimo que de no menos de dos metros de diámetro, por lo que su volumen sería de 4,19 metros cúbicos, y supongo que por tanto su peso del orden de... unas ocho toneladas. Regresé varias veces al parque, pero nunca pude averiguar a qué podría corresponder la bola o qué será lo que se suponga que represente; por lo que, a reserva de mejor nombre, opté por llamarla Monumento al Exilio.

Tras más de diez años de exilio, llegó en fin el momento en que se autorizó nuestro regreso a Chile, y nos aprestamos de inmediato para el retorno.

Escribí la carta que sigue muchos años después, cuando ya de nuevo no estaba en mi país, sino donde estoy cuando escribo ahora.

«Querido Rigo:

Te extrañará, supongo, que te escriba, y que lo haga además en medio de una revista de publicación electrónica; pero estoy al corriente de que, de los recursos de correo actualmente usuales, ni te enteras mano…

Con Carmelita en cambio casi todos los días intercambiamos algún mensaje, o bueno, al menos lo recibo de ella; y para que veas, en estos años que estoy de nuevo donde fue tan grato que hayan ustedes venido antes de visita, para mí su correspondencia ha sido una verdadera compañía: me ha servido además para que, con su buena voluntad, haya podido aclararme algunas dudas, o al menos replanteármelas de nueva cuenta; o para resolver algún problema; y también para mantener presente tantos recuerdos.

Por eso nada más te escribo, Rigo: porque con frecuencia hay alguna razón por la que me acuerdo de ti.

Por ejemplo, porque en cierta ocasión te oí decir: A la gente no se la recuerda por lo que hace, sino por lo que dice. Así es que ahora es por eso que te escribo, ya que es porque te oí decirlo que, por ejemplo, te recuerdo.

No digo, ni creo, que tú hayas querido decir que los hechos importen menos que las palabras, ni que no se recuerden, o no puedan recordarse debidamente. Pero estimo que hay mucho de razón en lo que dijiste. A mí por lo menos me pasa que, efectivamente, suelo recordar mejor, con bastante más certidumbre, lo que se haya dicho que lo que haya ocurrido.

Sobre lo ocurrido, a veces dudo: no estoy tan seguro de cómo fue que sucedió, ni siquiera de si ocurrió realmente, o si lo soñé, o lo vi en alguna película, o lo leí, o si es sólo que lo pensé; o no sé si lo recuerdo como verdaderamente fue, o como lo soñé, o lo leí, o pensé que había sido; y he aprendido que es verdad que no se recuerda lo ocurrido, sino tan sólo lo que se recordó la última vez que se le recordó…

Sobre lo oído en cambio, por lo menos sobre lo oído que recuerdo, no suelo tener dudas. Me pasa incluso en relación a mí mismo. No estoy seguro, por ejemplo, de cómo terminó realmente mi historia con la Bardot; en cambio rara vez tengo dudas sobre lo que recuerdo que haya dicho.

Me acuerdo por ejemplo de que, cuando nos preparábamos para volver a Chile, me preguntaste que por qué quería regresar. Te di algunas razones. Entre otras, recuerdo claramente la primera, que brotó para mi sorpresa, como a veces me sucede, que me escucho decir cosas que no sabía que diría, y es a lo mejor por eso que después me acuerdo. Te respondí de inmediato:

Porque quiero volver a ver a mi tía Techa.

Me preguntaste entonces que quién era la tía Techa. Te conté que una prima hermana de mi madre y de la tía Chela, mayor que mi madre y parecida a la tía Chela, aunque era mi impresión que ni a la tía Techa ni a la tía Chela les hacía gracia que se mencionara su parecido (y la tía Chela, quien estaba presente cuando conversábamos, no dejó de esbozar un amago de sonrisa, como esos que habrás observado que hacía a veces); que vivía en Parral, en una casa antigua, grande y bien situada, heredada de su padre, quien era hermano de la abuela materna de mi prima Lucy y mía; y la que su padre había heredado a su vez de su padre, quien dejó predios y casas en herencia tanto a su único hijo hombre como a sus nueve hijas, entre ellas la abuela materna de Lucy y mía; que la tía Techa tenía ojos claros penetrantes, mente aguzada y conversación incisiva; que había sido directora del Liceo de Niñas en su pueblo y tocaba el piano; que en su casa había unas cuantas habitaciones que rara vez se usaban y en la que, aquí o allá, podía faltar algún trozo en el entablado del piso o del cielo raso; que la casa se abrigaba todavía con braseros; que la tía Techa se vestía generalmente de negro combinado con algo de blanco o gris; y te pregunté si habías leído Cien Años de Soledad y si recordabas a un personaje en torno al cual volaban siempre mariposas; pues bien, que en torno a la tía Techa, vestida así, en su casa, conversando alrededor de un brasero, todo era, por el contrario, de veras, y cuando más podía volar alguna mosca…

Después de aquella conversación, en la noche o al día siguiente, me pareció sin embargo recordar que la tía Techa, a quién rara vez veía y no había visto desde hace mucho, en realidad ya había fallecido; y no supe si durante mis estudios en Francia, o en los agitados años tras el regreso, o si incluso había sido durante el tiempo transcurrido de nuestro exilio en México. Así es que le pregunté a la tía Chela, quien me respondió dubitativa: Fíjate que no podría decirlo a ciencia cierta... Le pregunté entonces a mi prima Lucy, quien con cierto aire de perplejidad interrogativa de sí misma (que suele adoptar y habrás también observado en ella alguna vez) dijo algo así como: Uuuff…, no tengo idea… (y agregó el diminutivo de mi nombre, como hace a veces cuando quiere prodigarme su cariño). Así es que les pregunté luego a mis primos Jaime y Mauro, y a la prima María Eugenia, quienes tampoco lo supieron; y la prima Angélica, quien pudiera haberlo sabido, ya había regresado a Chile; por lo que me quedé con la duda de cuándo podría haber sido, y asumí por ende que, contrariamente a lo que te había dicho, no podría verla, aunque tal vez con más razón me apresté para el regreso, a ver si por lo menos conseguía poner en orden mis recuerdos.

Retorné pues a Chile convencido de que la tía Techa había muerto. Cuál no sería por tanto mi sorpresa cuando recibí una llamada de Angélica para decirme que había fallecido. Pensando que llamaba porque se había enterado de mi consulta le pregunté: ¿Y cuándo habría sido?; con lo que, si llegó a percatarse de la forma en que le respondía, puede haber sido ahora ella la sorprendida, aunque contestó de inmediato: Ayer. Yo me acabo de enterar y me estoy preparando para partir a su funeral, si quieres venir conmigo…

Me dolió el alma. No haber sabido que estaba viva, haber creído que estaba muerta, no haberla visto; no haber podido siquiera ir a su sepelio, que en esos días me era imposible.

Tampoco es que recuerde mucho lo que pueda haberle oído decir a la tía Techa; pero para que veas, ha sido en fin Carmelita quien ha terminado de aclararme ahora: según me dice, no es que a la gente se le recuerde por lo que haya hecho ni por lo que haya dicho, sino por la forma en que nos hacen sentir…; y para mí que así no más es.

Fue duro el retorno, Rigo; mucho más que el exilio en el bello país de ustedes.

Que nos volvamos a ver».