El nombre de Jean-Louis Borloo no te dice nada o muy poco. Es un abogado, lo que ya nos tira de espaldas. Peor aún, es un abogado de negocios, lo que no tiene perdón de dios. Vienen a mi memoria las inolvidables páginas que escribiera José León Monardes en su obra maestra Los escándalosos amores de los filósofos. Habiendo terminado el bachillerato, Tomás Moro recibe el amoroso consejo de su padre: «Quiero que seas abogado». Y la respuesta luminosa de Tomás Moro: «Padre, prefiero ser un hombre honrado».

Jean-Louis Borloo fue abogado y cómplice de Bernard Tapie, hombre de negocios francés que en virtud de las leyes de la República terminó en chirona. El mismo que gracias a Christine Lagarde, entonces ministro de Finanzas de Francia y ahora directora-gerente del FMI, le estafó 404 millones de euros al Estado Francés. La Justicia falló en contra de Lagarde, y condenó a Tapie a devolver el dinero. Lagarde sigue al frente del FMI mientras que Tapie, nada más recibir la pasta, se llevó el billete al extranjero. Ahora alega estar muriendo de cáncer, y los cuidados médicos los paga la Seguridad Social francesa que, en honor a su misión, se ocupa de todos sin hacer diferencias de origen o de fortuna.

Jean-Louis Borloo tiene otros pecadillos. Entre otros, es un gran admirador del tinto, aun cuando no puedo jurar si él es bordeaux, como yo, o más bien Bourgogne, como la mayor parte de los bebedores sofisticados. Además, fue alcalde de Valenciennes, ciudad del norte de Francia que, gracias a las profundas mutaciones industriales era, en esa época, una ciudad fantasma. Muertas las minas de carbón, enterrada la actividad siderúrgica, Valenciennes agonizaba.

Por ahí Borloo nos llamó para analizar la frecuentación de la red de transporte público urbano (1989). El alcalde quería datos para justificar la construcción de un tranvía. Desafortunadamente, la ausencia de actividad económica y el desempleo masivo hacían que las líneas de autobús rodasen casi vacías la mayor parte del tiempo. Borloo no se amilanó: su proyecto consistía en devolverle a la ciudad el dinamismo que había conocido antaño. De modo que lanzó la construcción del tranvía, y puso 17 millones de euros para embellecer los espacios públicos a lo largo de la línea. No satisfecho, encontró 2 millones de euros más para dotar a toda la línea con una red de fibra óptica. El tranvía fue la obra que hizo las veces de desfibrilador para el corazón de Valenciennes.

Detrás llegaron las inversiones, las nuevas tecnologías, el empleo, el dinamismo, la actividad económica, y Valenciennes volvió a ser una ciudad viva. Gracias a Jean-Louis Borloo, que dicho sea de paso es un político de derechas, a años luz de mis propias preferencias.

Hace poco Emmanuel Macron, actual presidente de Francia más conocido como «el presidente de los ricos», le pidó a Jean-Louis Borloo un informe con proposiciones para sacar a los barrios de sus dificultades. Vasto programa, hubiese dicho Charles de Gaulle, que en materia de gigantescos proyectos imposibles fue un especialista. Los barrios, les quartiers como se los conoce en Francia, albergan a los pobres, a los inmigrados, a una vasta juventud con cientos de orígenes improbables, que aún no logra identificarse claramente con la República y suele mirar a sus raíces como al Santo Graal.

Borloo se rajó con un informe como se pide. En él expuso sus puntos de vista, entre los cuales hay uno que merece el desvío:

«Esa juventud pobre, primera generación después de la inmigración de sus padres, esos preteridos, esos olvidados, esos ninguneados que todos desechan y desprecian, son la riqueza de Francia. En ellos debemos invertir decenas de miles de millones de euros para asegurar la grandeza de la Francia del futuro».

En su informe Borloo recomienda construir vastas instalaciones deportivas, centros culturales, escuelas, colegios, liceos, bibliotecas, universidades… en los barrios, en la banlieue, allí donde viven los miserables.

No hace falta que te cuente que el presidente de los ricos se pasó el informe por debajo de las catenarias. Macron, cuyas primeras medidas económicas consistieron en eliminar el impuesto a la fortuna y en reducirle los impuestos al riquerío, al tiempo que aumentaba las contribuciones de los jubilados, tiró el informe de Borloo al cesto de la basura.

Ayer, Macron estaba en el bello Estadio Luzhniki de Moscú, aplaudiendo a la selección francesa que ganó la Copa del Mundo 2018. Una selección compuesta precisamente por esos muchachos a los que ignora en sus políticas económicas. Muchachos que vienen de los barrios. Primera o segunda generación de inmigrados, esos a los que ahora Francia les cierra las puertas. Macron besó a todo el mundo, y se hizo fotografiar con los hijos del pobrerío que le dieron a nuestro país la gloria de una segunda estrella FIFA.

La RATP, la red de transporte público de París, rebautizó seis de sus estaciones para rendirle homenaje a los campeones. Así, la estación Champs Elysées – Clemenceau. Pasó a llamarse Deschamps Elysées – Clemenceau. La estación Étoile, situada allí donde está el Arco del Triunfo, se llama ahora On a 2 Étoiles. La estación Avron… ahora es Nous Avron gagné. La estación que honra al más grande escritor francés, Victor Hugo, recibió otro apellido: Victor Hugo Lloris, por el arquero de la selección. Bercy, estación aledaña al Sena y al ministerio de Finanzas, fue denominada Bercy les Bleus. Finalmente, Oh blasfemia, la estación Notre-Dame-des Champs, ahora porta el nombre Notre Didier Deschamps.

Cojonudo.

Lo que no deja de incomodarme es que Jean-Louis Borloo no fue invitado a los festejos…