Nos llega la primavera y tengo esa agradable sensación de que la luz supera los días grisáceos del otoño. Tal vez eso nos llena como de una extraña energía que nos impulsa a la acción.

Solemos envolvernos, en nuestro día a día, en verdaderas pruebas de paciencia, de análisis y reflexión.

Reflexionaba sobre la envidia que nos inunda.

Hay mucho escrito sobre la envidia. Yo mismo, creo, he escrito varias veces sobre ese sentimiento, o estado, que provoca en la persona que lo padece dolor o desdicha por no poseer uno mismo lo que tiene el otro, sea en bienes, cualidades superiores u otra clase de cosas tangibles e intangibles.

La RAE ha definido la envidia como tristeza o pesar del bien ajeno, o como deseo de algo que no se posee.

La envidia es uno de los grandes defectos de este país. Para mí siempre ha habido dos tipos de envidia: la sana y la maligna. La envidia sana es esa que utilizamos cuando nos alegramos de los éxitos de los demás, de su mejor ser o vivir, de su progreso. Es esa 'envidia' que te genera un sentimiento de motivación por el bien del resto. Es más que un dicho, una manera de expresar la alegría.

Pero decía mi gran amigo y compañero de medilla Aristóteles que "la envidia es el dolor que causa la prosperidad de los otros."

La envidia maligna, esa más generalizada en nuestra sociedad, es la dañina; esa del 'quiero y no puedo', esa que culpa de todos los males o situaciones a los demás.

La envidia maligna es peligrosísima, a veces pone en juego la confianza del resto. La envidia maligna hace un daño exagerado sobre aquél que la siente pero, en ocasiones, también sobre los que le rodean.

Estas personas que sienten constante envidia, de todo y de todos, suelen estar amargadas o frustradas porque no disfrutan de lo que tienen, de la vida, de lo que les rodea.

La envidia maligna desemboca en sentimientos negativos que provocan estados emocionales como el rencor, la avaricia, el odio o la frustración.

A veces, repasando situaciones, analizando, como siempre, el porqué de ciertos comportamientos, llego a la conclusión que ni yo mismo soy capaz de responder a ciertas situaciones provocadas por emociones así.

Hay personas que, por su propia naturaleza, son liantes, les gusta enredar. Son esas personas que ni han hecho ni van a hacer nada más en la vida que dedicarse a hablar de unos y otros, criticar y enjuiciar, porque su mundo se reduce a eso. Detrás de esto se pueden esconder muchas patologías, pero la más coincidente y peligrosa es la envidia. Son envidiosos por naturaleza. En vez de disfrutar de su vida, o preguntarse el porqué de su vida, se hacen la pregunta contraria y negativa para ellos: ¿por qué unos u otros son o tienen más que yo? Para avanzar en sus vidas, lo primero que deberían preguntarse, por contra, es ¿por qué yo no soy o no tengo?

Otro de mis amigos, Arthur Schopenhauer, decía que

la envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren.

No existe la suerte ni la casualidad.

Las cosas se ganan con esfuerzo, con sacrificio y renunciando a mucho. No se puede tener todo. No se puede trabajar poco y querer vivir como el que trabaja mucho. No se corre un maratón sin entrenar, ni se termina una carrera sin estudiar.

Todo aquello que viene sin esfuerzo o sin merecer, se va de la misma manera que ha llegado.

No soy yo quién, ni nadie lo es, para juzgar si una persona merece o no algo: ganar más, mejores cargos, vivir mejor. Si sé que muchos merecen mucho más que otros y la vida, aún sin dejar de intentar, todavía no los ha tratado bien; tal vez, otros muchos, no merecerían lo que tienen. Mi problema, en todo caso, no es estar pendiente ni preocupado por los que tienen sin, según mi juicio, merecer; he entendido siempre que juzgar a otros suele ser una pérdida de tiempo.

Mi problema, es y será, apostar, ayudar en lo que pueda y animar a aquellos que no se rinden nunca, pase lo que pase, que tienen proyectos y metas por los que se sacrifican, que no tiran la toalla aunque se llenen de adversidades, porque no dejan de creer en ellos. Estoy seguro que, tarde o temprano, les llegará su momento, triunfarán y tendrán éxito. Mi aplauso lo van a tener siempre, mientras lo están intentando y cuando lo consigan.

El problema del envidioso es que siempre piensa que lo que poseen los demás es porque se lo han quitado a ellos; o que si el resto tuviera menos, ellos tendrían más. No se paran a pensar, en caso de que piensen, que los que tienen lo hacen a costa de un sacrificio y esfuerzo muchas veces impagable.

No merece el éxito aquel que lo espera de brazos cruzados.

De todos los proyectos que uno lleva en marcha, que uno emprende, unos van y otros no, unos siguen y otros caen por el camino, eso sí, me levanto todos los días con una inmensa ilusión y pasión porque todo avance y salga lo mejor posible y, si puede ser, que a todos aquellos que me importan y me rodean, les vaya las cosas lo mejor posible.

Uno de nuestros mayores males es la envidia que sentimos hacia el otro, el de enfrente, el vecino, el compañero, el 'amigo'.

Uno de nuestros grandes problemas vitales es que deseamos, casi siempre, aquello que no tenemos y así, sinceramente, nos llenamos de sufrimientos absurdos.

Si pensásemos más en dar que en recibir, en ofrecer y no en tener, evitaríamos muchas de nuestras contradicciones vitales.