El Bernabéu registraba una entrada de partido importante. Y lo era. Real Madrid y Roma se enfrentaban en un encuentro sin competencia deportiva, pero con una carga emocional que trascendía todo lo demás. Era el 15 de junio de 1995 y el madridismo despedía a Emilio Butragueño en un partido homenaje. Por entonces, el Buitre era el último gran mito de la historia blanca. Nacido en la casa y abanderado de una generación que había marcado una época. El último super clase blanco. Un jugador distinto y enormemente querido por representar el sueño de cualquier niño que aspira a pisar alguna vez el césped del Bernabéu y convertirse en leyenda. El éxito a partir de la humildad y el trabajo.

Yo estuve allí. A mi recién estrenada mayoría de edad le sumé un episodio que me llenaba de orgullo: despedir a mi ídolo. Aquel que me acompañaba en las paredes de mi habitación, en los recortes de los periódicos que guardaba como tesoros. Butragueño había tenido un año difícil para ser su última temporada en el equipo de su vida. Fue pitado, como lo han sido todos alguna vez en la Castellana. El lenguaje de la afición madridista es muchas veces duro, pero a la hora de rendir cuentas el balance no podía ser otro. En estas ocasiones cerrar el círculo se hace necesario.

El pasado 12 de julio, un solitario Iker Casillas leía entre sollozos una líneas de despedida del Real Madrid en la sala de prensa. Veinte años habían pasado de aquel partido en el que pude despedir a mi admirado Butragueño, y no daba crédito a lo que veía. El círculo de Casillas se cerraba de la manera más cruel e ingrata. Esas lágrimas no eran de pena, eran de dolor, de rabia; y su cara mostraba la impotencia e incredulidad de una situación que, al menos en su final, siempre pensó que sería diferente al calvario de los últimos años.

Pero como tantas otras veces, el club no estuvo a la altura de su ya ex capitán. Otra joya de la cantera, la joya en mayúsculas. Un chico que cogía el autobús desde Móstoles para ir a entrenar a la antigua ciudad deportiva del Real Madrid aún cuando ya había vestido la camiseta del primer equipo. Veinticinco años respirando madridismo, ganando (salvando) títulos, llevando el nombre del Madrid con el brazalete de capitán también en la época dorada de la Selección española. Una hoja de servicios impecable, que valdría para hacer de este artículo el reflejo del gran homenaje merecido. “El Madrid me ha formado como persona, inculcándome los valores que defiende su escudo: respeto, compañerismo, compromiso y, sobre todo, humildad”, decía con la voz rota. Palabras que se quedan huecas por la gestión de esta junta directiva. Durante los últimos tres años, Iker ha vivido una maniobra, orquestada desde el club y la prensa en nómina, de desprestigio profesional y personal más propia de un culebrón venezolano o de Falcon Crest. Tres años en los que Casillas ha tenido que atajar más balones fuera que dentro del campo. Desde que aquel entrenador portugués diera el pistoletazo de salida a la carrera de desprestigio del capitán, Casillas tuvo que hacer un ejercicio de contención más propio del Dalai Lama. Pitos, insultos, portadas de periódicos y programas monográficos minaban la moral poco a poco del madrileño. ¿Y desde el club? Sin noticias, señores. Ni una declaración, ni defensa a una figura crucial en el Madrid del siglo XXI.

La famélica prensa pseudo amarilla buscó sin cesar algún mojón que echarle a la cara. ¡¡Oh, cielos!! Se le acusó de traición, sí. El fútbol carece fundamentalmente de educación, entre otras muchas cosas, aunque los dirigentes predican el buen ejemplo de este deporte de cara a la sociedad. Bien, el traidor Casillas tenía un amigo en el equipo rival y se tendieron la mano para zanjar una situación insostenible. Les dieron un premio y todo. ¡Qué vergüenza! Qué imagen para la juventud. El fomento de la amistad, del dialogo. Un drama.

Luego fue el topo (vaya, yo hubiera hecho el chiste infinitas veces). En uno de los ámbitos sociales con mayores intereses, donde todo se juega a tres bandas y nadie da un paso en falso sin que lo sepan hasta en el FBI, resulta que a Iker le ponemos el flexo en la cara y se le pasa por el detector de mentiras. Lo increíble del populismo mediático que ejercen algunos personajillos es que es efectivo. "Topo" ha sido el trending topic de los últimos tres años. Ahí viene Buñuel, sin querer. Le preguntas a cualquiera de los indignados y escuchas el profundo argumento de "es que un día escuché que dijo alguien que había dicho...". Si a esto le sumamos que Casillas no entró nunca al trapo, tenemos un "quien calla otorga" clarísimo en los manuales del chismorreo tipical spanish.

Hablemos de fútbol. Nadie ha sido capaz de emitir un solo argumento evidente al supuesto declive del portero. Más allá del estribillo veraniego, cansino y superficial, de las salidas por alto y el juego con los pies, Casillas ha seguido siendo el mismo. Iker es un portero que gana partidos, y eso está muy por encima de cualquier aspecto técnico a mejorar. Es gracioso ver cómo, una vez abierta la veda, ex guardametas de tres al cuarto han hablado sin escrúpulos de los errores del mostoleño. Señores, hablamos del mejor portero de la historia del fútbol. Yo, que soy muy freaky, recuerdo lo bien que salía por alto Bodo Illner. El mundo entero, por cultura general, recordará a Iker sin esfuerzo. Ahí está la diferencia. Mucho Salieri con complejo criticando a Mozart. Imagínense a los arquitectos del skyline de Torremolinos analizando la obra de Norman Foster. Pues eso, Buñuel.

Total, Iker Casillas deja el club de su vida y no hay ninguna razón objetiva que lo justifique. Qué menos que uno se imaginase que su salida fuera acorde a los servicios prestados. Un borrón y cuenta nueva, que al menos dejase un dulce regusto a la amargura vivida. Pero el club -bueno, Florentino Pérez y sus secuaces, que no es lo mismo- todavía preparaba un final de órdago. Le dejaban solo en una calurosa mañana de julio y sin sus compañeros, que viajaban a Australia. Dos días después, tras la presión social y la agitación en los medios, el presidente decide comparecer en un acto para hacerle otra despedida. Iker decide hacer el último servicio al madridismo, respira hondo, se traga el orgullo y comparece al lado del presidente. Un despropósito. Un acto impostado que refleja la mala gestión de los verdaderos activos del club: sus leyendas. Una situación para finalizar esta pesadilla que genera la misma grima que el ojo acuchillado de El perro andaluz.

La axiología es la rama de la filosofía que se encarga del estudio de los valores. Hay muchas teorías, pero a mí me gusta aquella que dice que los valores están en la esencia del individuo y en su relación con la sociedad, y no en las cosas. Mucho se habla de los valores y de la esencia en los clubes de fútbol y estos vienen dados por los jugadores que han formado parte de su historia. Si el Real Madrid tiene determinado carácter y esencia es por los Di Stéfano, Gento, Amancio, Benito, Raúl, Hierro y, por supuesto, Iker Casillas. El problema es cuando para el presidente de un club el valor es un concepto estrictamente económico. Una pena.

Imagino una escena, robándole la fórmula a aquel famoso eslogan. El hijo le dice al padre: "Papá ¿por qué se ha ido Casillas del Madrid?". No se pueden poner emoticonos, pero aseguro que el padre está con los ojos abiertos y cara de circunstancias.