Es poco el análisis que se le ha dedicado a la obra de Adolfo Bioy Casares previa a La invención de Morel (1940). Fue el propio autor argentino el primero en desestimar el valor de aquellos textos y eliminarlos de su corpus prohibiendo su reedición. Independientemente del perjuicio que esos experimentos literarios pudieran haberle ocasionado a su posterior estatus de escritor, es evidente que Bioy era un hombre apasionado por la literatura, y que desde una edad temprana (cuando publicó esos textos tenía entre 15 y 23 años) tenía claro que quería escribir. De ahí entonces los apresuramientos, el ansia por la publicación y el consecuente arrepentimiento.

Si algo comparten todos los clásicos literarios es la capacidad de traspasar los límites de la generación en la que fueron escritos. La invención de Morel, por caso, es una influencia explícita en la aclamada serie Lost (2004-2010), a punto tal que uno de los personajes principales de esta última lee la novela en la isla donde se encuentra varado. Menos clara es la conexión entre la obra del autor argentino y la no tan alabada Californication (2007-2014), aunque por momentos Hank Moody, escritor interpretado por David Duchovny, sí nos haga recordar al entrañable Bioy.

Moody publica dos libros antes de God hates us all, título con el que se populariza como escritor y con el que, aunque no lo hayamos leído, resulta imposible no identificarse, al menos en algún momento de nuestras vidas. Como todos, Moody va por la vida errando. Separado de Karen, la madre de su hija Becca, intenta a lo largo de las siete temporadas que dura la serie reconstituir ese hogar perdido, aun con el temor siempre latente de que sea esa estabilidad familiar justamente la que coarte su capacidad artística. Personalmente creo que a la serie, más allá de algunas perlas inolvidables, le sobran las últimas seis temporadas, pero no es en el análisis detallado de la misma donde quiero profundizar.

A diferencia de Bioy, Moody es un escritor que no escribe, escribe poco o escribe lo que no tiene ganas de escribir: un blog, la biografía de un productor musical, un guion de televisión, la adaptación de su propio texto para una película o una ópera rock. Son actividades que no lo conforman, que lo alejan de su propia búsqueda artística, pero que a su vez lo mantienen encarrilado en el objetivo primero de recomponer su familia. Comparte con Bioy el amor por las mujeres y la seducción. Esas aficiones y algunos excesos sustentan los más de 80 episodios.

En qué momentos escribe es difícil saberlo; las escenas que lo hallan frente a su máquina de escribir o su laptop son mínimas. Para el director de la serie debe ser una parte menor del oficio y, sin duda, la menos televisable. Lo que nos muestra en cambio no es el proceso mismo, acaso el que justifica a quien escribe, el más íntimo, el más arduo pero más satisfactorio (se supone), sino el resultado final: el libro en las mesas de novedades, una avant-première, algún cóctel de presentación. A Moody las letras le generan notables ganancias, al fin y al cabo cuántos escritores pueden permitirse cambiar el Porsche cuando lo ven demasiado sucio (sí, tal vez Bioy, aunque no creo que fuese gracias a las regalías de sus libros).

Sin embargo, la literatura sigue asociada en el imaginario universal al escaso capital, como sucede en esa misma escena, donde Moody entra en la concesionaria de coches. La vendedora le pregunta a qué se dedica mientras él observa algunos de los modelos. Cuando él responde que es escritor, curiosa, ella quiere saber si escribe guiones para series o películas. Basta que él confirme que son novelas, que el formato final es el libro, que eventualmente también prueba con algún haiku, para que ella cambie de gesto y se aleje. Solo su sex appeal y su holgada cuenta bancaria le permiten revertir esa situación negativa para su ego y quedarse no solo con el Porsche sino también con la chica.

La otra cara de la misma moneda: Moody no lee. Está bien, seguro leyó a Bukowski en su adolescencia, también a Henry Miller y a Kafka. Si no recuerdo mal, en algún momento se compara su escritura con la de Rabelais, otra posible influencia. Pero no son más que anécdotas dispersas: la lectura no es parte de su quehacer diario. Es más, en una de las pocas escenas donde el protagonista agarra un libro se queda dormido. Se vuelve a instalar entonces aquella vieja idea romántica de la inspiración repentina y la escritura de un tirón, producto exclusivo del talento innato del genio escritor. Podemos creer la utilización de esa fórmula en la bellísima carta a Karen, uno de los puntos más altos de la serie, pero el mismo recurso aplicado al resto de su producción resulta mucho menos convincente.

Poco importa si uno es Hank Moody o Bioy Casares, tampoco si es escritor o desempeña cualquier otro oficio. Como hacemos todos en el trabajo que por elección propia o por capricho del destino nos haya tocado, en algún momento nos sentaremos en una silla, o en donde desempeñemos nuestra actividad, y no nos quedará otra que poner todas nuestras energías para que aquello que realizamos nos salga lo mejor posible. No hay un camino directo ni fácil para ello, a pesar del talento individual de cada uno; habrá que probar una y otra vez, ilusionarse, desilusionarse y seguir intentando. Leer, escribir y cansarse de corregir. Bioy lo tuvo que hacer hasta el final de su carrera. Ese proceso es inexorable. Todo lo demás es literatura.