Marruecos, tan cercano y a la vez tan diferente, tiene que ofrecer millones de experiencias y sensaciones al visitante europeo, vivencias que quedarán grabadas en su mente de por vida. Pero ahora quiero centrarme en un importante aspecto que el viajero escaso de presupuesto (y ya no digamos el que va holgado) agradecerá durante su visita al país norteafricano: es un lugar espectacular para dormir y comer bien, bonito… y sobre todo barato.

En cuanto a dormir, o más concretamente en lo que respecta al alojamiento, Marruecos pone a disposición del turista sus maravillosos riads, que tanto se han puesto de moda en los últimos tiempos como un reclamo más para el extranjero. Se trata de casas tradicionales, algunas de ellas lujosísimas, que sirven a modo de hostal y que suelen integrarse en el casco antiguo de grandes ciudades como Marrakech o Fez. Por el precio de un modesto hotel en España, alrededor de 50 euros, uno puede alojarse en un agradable riad con patio y terraza, increíblemente limpio y decorado al estilo tradicional marroquí… y encima disfrutar de un consistente desayuno para coger fuerzas antes de iniciar una cansada jornada turística. No decimos lo que puede dar de sí el alojamiento si el visitante decide aumentar el presupuesto a unos 100 euros por noche: auténticos palacios. Un lujo económico, aunque parezca una contradicción.

La gastronomía tampoco le anda a la zaga a la hospedería, pues en nuestro país vecino se puede comer realmente bien por muy poco dinero. Gastando entre cinco y diez euros, por lo que en España nos darían un menú en una hamburguesería, en Marruecos se puede disfrutar de entrante, primer plato, segundo plato, postre y bebida, y muchas veces en sitios privilegiados (casas lujosas, patios, terrazas con vistas espectaculares…). Eso hablando del precio, porque la calidad de la comida suele ser alta y la cantidad generosa, pese a que la variedad del repertorio gastronómico marroquí no sea demasiada. Tajines, cuscús, brochetas, ensaladas… son los sabrosas especialidades clásicas de la cocina nortefricana, que suele despedirse con un rico (aunque empalagoso) dulce o con el fantástico y tradicional té a la menta. Eso si no se decide ajustar más aún el presupuesto para probar algún plato en un mercado –abstenerse los escrupulosos- o el exquisito y megaeconómico zumo de naranja en uno de los cientos de puestos repartidos por cada ciudad.