Viajar no siempre significa desplazarse de un lugar a otro: a veces, viajar es atravesar dimensiones invisibles que nos devuelven a épocas que creíamos enterradas para siempre.

Eso fue lo que sentí cuando, en medio del calor sofocante del verano italiano, con mi hija al lado y con el corazón vibrando de emoción, puse un pie en Pompeya. Una ciudad que, aunque destruida hace más de dos milenios, sigue latiendo en cada piedra, en cada sombra y en cada silencio.

El camino hacia una ciudad inmortal

Llegar a Pompeya no fue sencillo. Como suele ocurrir con los viajes que marcan la memoria, hubo algo de odisea en el trayecto.

El tren que tomamos desde Nápoles estaba abarrotado, el sol de agosto parecía no darnos tregua y la sensación pegajosa del verano mediterráneo nos acompañó en cada minuto del trayecto. Pero al mismo tiempo, esa incomodidad tenía un sabor a aventura: estaba con mi hija, y juntas nos dirigíamos hacia un lugar que había habitado mis sueños de viajera durante años.

Cuando por fin llegamos, el calor seguía ahí, abrazándonos con fuerza, pero la emoción borró cualquier rastro de cansancio. Frente a nosotras se abría una ciudad petrificada en el tiempo, como si alguien hubiera presionado el botón de “pausa” en la historia. Ahí estaba Pompeya, intacta y devastada a la vez.

Regresar más de dos mil años atrás

Caminar por Pompeya es como viajar en una máquina del tiempo. No hace falta demasiada imaginación: basta con dejarse llevar por las calles de piedra para sentir que, en cualquier momento, aparecerán los antiguos habitantes haciendo sus compras en el mercado o charlando en las esquinas. Pero lo que realmente sobrecoge es recordar que todo esto quedó sepultado de un día para otro, cuando el Vesubio decidió rugir en el año 79 d.C.

Los cuerpos petrificados, moldeados por la lava y la ceniza, son un testimonio silencioso de aquel instante. Algunos permanecen en posiciones de dolor, otros parecen dormir. Están ahí, como si el tiempo hubiera decidido congelarlos en un gesto eterno. Estar frente a ellos es sentir un nudo en la garganta: es un recordatorio de lo efímera que puede ser la vida y de lo eterno que puede llegar a ser el recuerdo.

La majestuosidad de lo cotidiano

Lo que más me impresionó fue entrar en las casas que aún se conservan. No eran palacios grandiosos, sino hogares comunes, donde familias vivían, soñaban y discutían sobre lo mismo que seguimos discutiendo ahora: el trabajo, la vida, el amor. Las paredes aún muestran frescos coloridos, las cocinas guardan rastros de lo que fue el alimento de cada día, y las calles tienen marcas de las ruedas de los carros que pasaron hace dos mil años.

Un detalle curioso me llamó profundamente la atención: las puertas y marcos de entrada son notablemente más bajos de lo que acostumbramos hoy. Eso me hizo pensar en cómo la humanidad cambia físicamente con el tiempo, en cómo la estatura media de las personas de esa época era menor que la nuestra. Un detalle aparentemente pequeño, pero que me hizo sentir, aún más, la distancia que nos separa de ellos y, al mismo tiempo, la cercanía que nos une.

El poder de estar presentes

Recorrer Pompeya fue, para mí, un ejercicio de presencia absoluta. A pesar del calor, a pesar de la multitud de turistas que también estaban ahí, había algo mágico en detenerse frente a una casa, tocar una piedra, cerrar los ojos y escuchar. Escuchar el silencio, que no es un silencio cualquiera: es el silencio de siglos, de historias, de vidas interrumpidas.

Viajar, entendí, no es solo trasladarse. Es también aprender a estar, a observar, a escuchar lo que un lugar tiene para decirte. En Pompeya, cada rincón me hablaba de fragilidad, de permanencia y de memoria.

image host Pompeya, Italia, agosto de 1967. Fotografía de Joost Evers.

Encuentros inesperados

Como suele suceder en los viajes más memorables, no solo fueron los lugares los que marcaron la experiencia, sino también las personas. Mientras recorríamos las ruinas, mi hija y yo coincidimos con una pareja de ingleses encantadores. Entre conversaciones improvisadas y comentarios sobre lo que íbamos viendo, compartimos el asombro, las sonrisas y la gratitud de estar ahí. Fue un recordatorio de que los viajes no son solo un trayecto físico: también son puentes que unen historias y personas de distintas partes del mundo.

Ese encuentro casual me dejó pensando en lo hermoso que es que la historia se entrelace con la vida presente. Pompeya fue el escenario de una catástrofe hace miles de años, pero también lo fue de un instante compartido entre cuatro personas que, de otra manera, jamás se habrían cruzado.

Pompeya como espejo

Cuando dejamos Pompeya y tomamos nuevamente el tren, con el sol cayendo y el cansancio pesando en nuestros pasos, llevábamos mucho más que fotos en la cámara. Llevábamos una lección grabada en el alma: la vida es frágil, pero al mismo tiempo, la memoria es poderosa. Lo que sucedió en el año 79 sigue hablándonos hoy, recordándonos que lo humano es tan eterno como efímero.

Para mí, Pompeya fue más que un destino turístico. Fue un espejo que me mostró que, aunque las civilizaciones cambian, aunque los cuerpos desaparecen, lo que queda es la esencia: el deseo de vivir, de dejar huella, de ser recordados. Y eso es, quizás, lo más mágico de todo.