Luanda es una ciudad con muchos motores. Motores que trabajan bajo el sol que se expande sin misericordia sobre cada uno de los rincones de la capital de Angola. Rincones que se amontonan unos pegados a los otros, tocándose, pero sin mezclarse. Tratando de hacerse un hueco para respirar por encima del otro. Pocas ciudades existen con más divisiones que esta. Cada barrio tiene su clase social, su idiosincrasia, su forma de vida. Cada clase social tiene sus restaurantes, sus calles, su indumentaria. Y cuando un individuo de un estamento ajeno realiza una incursión por el territorio de un grupo al que no pertenece, las miradas se clavan en él; sus movimientos son seguidos con sigilo y todas las personas que se amontonan en la calle o en el restaurante se convierten en faros que iluminan cualquier movimiento que el intrépido realice. Igual ocurre con las profesiones. Los trabajos pertenecen a nacionalidades. Por ejemplo, los cubanos son profesionales médicos y abastecedores de agua, los chinos se dedican a la construcción, los europeos y norteamericanos aglutinan los puestos de dirección con su color de piel como mejor aval. Entre esa torre de babel, el angoleño es la única pieza que se expande en diferentes campos: ágil, polivalente, ambicioso.

Dejando a un lado los grandes cargos, el motor que más sufre en la ciudad es el que trabaja sobre el duro asfalto. Cada día, millones de ciudadanos salen temprano de sus casas para tratar de llevar al hogar dinero y alimentos con los que subsistir a sus largas familias de varios hijos. Trabajan en la calle haciendo labores inimaginables, frecuentemente invisibles a los ojos de los transeúntes de la ciudad. “Seguimos en la lucha” se dicen entre ellos, y la frase no suena vacía, sino que el mensaje retumba sobre los hombros de las personas que continúan con su paso cansino e imparable, imaginando que un día su vida será mejor.

Uno de ellos es Nino. Desde que era pequeño se interesó por dibujar y vio en su lápiz una verdadera oportunidad. Gracias a su pincel ha conocido todo Brasil, donde durante quince años fue de ciudad en ciudad tratando de vender sus pinturas, siempre con temas coloridos, que evoquen la tierra que le vio nacer. Volvió de Brasil y, después de dos años en Luanda, trabaja día tras día en su taller, tratando de llevar lo que habita en su mente a lienzos que tengan salida comercial. Después va a los mercados a mostrar su obra y a negociar. Porque Nino negocia y trata de que la obra artística que venda no baje del precio que él cree oportuno para su delicada y sutil capacidad.

Entre los barrios de Luanda, detrás de las grandes avenidas, girando las esquinas, se encuentran los musseques. Son barrios en los que habita la gran mayoría de la población de la ciudad. Su desorganización es, en parte, consecuencia de la llegada masiva de refugiados de otras provincias de Angola que huyeron durante los veintisiete años de Guerra Civil desde sus ciudades, en el epicentro de la violencia, a Luanda, que se configuró como el punto más seguro del país. La guerra provocó que poco se pensara en planes urbanísticos o en la necesidad de mantener las calles de los musseques limpias y con acceso a elementos básicos como agua y luz. Las calles de estos barrios se convierten en los hogares de sus habitantes. En ellas se vende, se negocia, se corta el cabello, se pintan las uñas, se venden alimentos. El motor más esencial de la ciudad ejerce en los musseques un ruido celestial de voces, gritos, risas, peleas altisonantes. Es la vida precipitada y llena de color.

La algarabía en esta plaza del Enbomdeiro, en el barrio de Rocha Pinto, conduce al visitante a los puestos, donde puede encontrar absolutamente de todo. Desde carne, pescado o latas de comida a ropa, zapatos o cabello artificial. También hay peluqueras, hombres tratando las uñas o las famosas zungueiras que venden, sentadas frente a su mercancía, frutas y verduras, normalmente muy sabrosas y que llegan de las provincias del interior del país. La harina de maíz o mandioca también es muy requerida, ya que constituye el elemento fundamental de la cocina angoleña.

Caminando entre los puestos, un hombre me llama la atención. Parece mimetizado entre los productos que su tienda ofrece, algo mejor instalada que el resto de tenderetes. Vende productos de belleza femenina. “A las mujeres en este país les gusta ir guapas. No me va mal”. Un poco más hacia adelante, una mujer con algo de fruta frente a ella observa impasible lo que acontece a su alrededor. Su gesto difiere del de sus compañeras, que ríen con fuerza y se gritan unas a las otras agitadas por la presencia de la cámara. Hablo con ella y poco a poco, como si estuviera esperando que alguien le preguntara, explica el porqué de su semblante. “Tengo cuatro hijos. Y estoy embarazada de otro. No consigo dinero para la escuela de mis hijos. Van a tener que dejar de ir”. El colegio cuesta 30 dólares al mes. Mientras tanto, decenas de moscas de fruta se amontonan en la mercancía.

Al otro lado de la calle, un hombre vende estructuras de cama hechas con madera. Frente a él, otro joven con un puesto de huevos cocidos. “Hace mucho calor, los días son duros. La gente necesita energía. Son huevos de mucha calidad”, explica mientras ríe con un amigo que va a comprarle. Todo se puede hacer en esta plaza, llena de niños que parecen observar con atención las que pueden ser sus profesiones en pocos años.

La luz, los colores y las risas, el barullo del motor, silencian las historias, las piezas del engranaje. Piezas a las que les falta aceite, que tienen golpes y funcionan a duras penas y con dificultad. Pero que cada día vuelven a girar.