En ocasiones, la idea de forma detiene el tiempo y casi la vida.
Se presenta como un destino inevitable de las imágenes, de las cosas. Como el monstruo de la fortuna calderoniano que iba por ahí “sin luz ni aviso”: sin luz, porque ha de existir -la forma- ajena a las condiciones puntuales; sin aviso, pues una regla firme no necesita anunciarse ni hacer gala de discreción alguna.
En cierto modo, asalta a esas imágenes, a esas cosas. Les impone el número y la medida. Las fuerza a separarse en partes, en secciones, en fragmentos que luego se someten al juego de la combinatoria. Las compone y recompone. Inserta unas dentro de otras para crear híbridos o quimeras. Desplaza ejes, pliega superficies y define así sólidos desconocidos, geometrías inéditas.
En cierto modo, hace escarnio de ellas (“juego de escarnio celeste” era cierta pintura, si no la creación toda, según Bergamín). Les demuestra la forma, a las imágenes y a las cosas, hasta qué punto son imperfectas o incompletas, cuán lejos están de su ideal, hecho de parámetros y ademanes exactos, precisos. Prefiere, de entre toda la materia de lo real, aquella que está más apuntada y afilada, más cerca de lo quieto, más acá del metro y de la escuadra: la piedra, el hueso, las fibras desecadas del papel, la piel sin su entraña, el listón sin su savia.
Todo lo que atraviesa el filtro de la forma se convierte en lenguaje, si no en código o en arcano.
¿Y los seres? A veces, el asalto les sobreviene en lo más íntimo. Un incidente de la forma trunca un cuerpo o da movimiento a una cabeza. Tras ese suceso, animados por un principio nuevo que ya no puede llamarse vida, dan leer sus gestos, incluso los más banales, como si fueran los de una meditada coreografía. Imbuidos de la forma son (somos) partes de un títere, movidas por una ley que solo en apariencia proviene de algo más allá de la razón misma. Otras veces, se limita la forma a cortar el hilo y a mostrar desnudas la cáscara o la carcasa: vanidades, melancolías
Esta exposición incluye dibujos y piezas escultóricas. Su autor ha intentado mostrar algunos episodios -claros a veces, dudosos otras- dispersos a lo largo del tiempo y los lugares, de esos asaltos de la forma antes descritos. La escultura muestra casos particulares de un régimen que somete inadvertidamente a las cosas. El dibujo aspira a reconstruir signos e imágenes expuestos a esos mismos rigores. En ambos casos, la acción conjunta de construcción y representación hace del rostro una máscara, del ojo, un espejo perspicuo; abre y aplana las caras de la pirámide; suspende la gravedad para alentar la danza y desmiembra un cuerpo para mejor nombrar y medir el espacio. “Algunos pintores -decía el brechtiano señor Keutner- se preocupan tanto de la forma que se olvidan de la sustancia”. Acaso la forma tenga aquí su propia sustancia, leve, oscura e insidiosa, como un polvo de carbón que se derrama sobre las cosas sin luz ni aviso.
















