Una decisión, un correo y un avión. Así empezó la aventura que marcaría una de las etapas más importantes de mi vida.

Con la partida de mi madre comprendí que la situación en casa era insostenible y debía encontrar la manera de escapar. Siempre había sido una buena alumna por lo que la alternativa más viable y socialmente aprobada era aplicar a una beca de estudios en el extranjero.

No esperaba que funcionara, llené los documentos con una mezcla de automatismo e incredulidad, incluso, cuando recibí la respuesta de que había sido aceptada tuve un ataque de pánico. No podía creer que fuera cierto. A medida que la fecha se acercaba, me enfrentaba ante la imposibilidad de mi viaje: conseguir una cita en la embajada mexicana parecía ser una misión fallida, por lo que los trámites de visado no ayudaron al proceso de aceptación. Apenas dos semanas antes del viaje pude conseguir el turno para la embajada y obtener mi visa. Ahora era real, estaría seis meses fuera de casa.

En cuanto tuve el documento de ingreso, la universidad compró mi vuelo para el ocho de agosto. Ya no había retorno. Era hora de preparar la maleta y todo lo que necesitaría para una realidad paralela, pero ¿cómo descifrar qué llevar a un lugar desconocido? Mi principal guía fueron una serie de páginas donde el principal consejo que resaltaba era “los habitantes del lugar usan bluejean, así que te recomendamos llevar pantalón si quieres pasar desapercibida”. El día del vuelo estaba tan nerviosa que no pude cerrar la maleta. Mi hermana tuvo que cerrarla por mí.

Me despedí de mi familia ocultando las lágrimas y el miedo. Pasé los controles de seguridad temerosa pero con éxito. Estaba sorprendida por la amabilidad de las personas que me rodeaban. Entonces comprendí el primer aprendizaje del viaje: nunca estarás sola. Después de cuatro horas de vuelo inició el aterrizaje en el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. La siguiente misión era llegar a Puebla.

Con nervios todavía, intenté recordar las instrucciones paso a paso. Lo primero era cambiar dinero para multiplicar mis dólares en pesos mexicanos, vi rápidamente todas las opciones y elegí una al azar. El siguiente paso era buscar la empresa de buses “Estrella Roja” que me llevaría a mi destino. A pesar de ser el mismo idioma, no comprendía lo que quería decirme la señorita de la taquilla, ¿en qué fila debía ubicarme?, ¿dónde van mis maletas? Finalmente logré subir al bus más cómodo que había encontrado y me familiarizaba poco a poco con ese nuevo dialecto al escuchar a los demás pasajeros. A medida que el bus avanzaba, crecía en mí una mezcla de miedo y decepción. Esas calles eran iguales a las de Ecuador, ¿para qué había viajado más de 3000 kilómetros si todo iba a ser igual? La comodidad de los asientos y el cansancio del viaje atenuaron las preocupaciones induciéndome al sueño.

Cuando desperté, estaba en la famosa Puebla de los Ángeles, Cuatro veces heroica Puebla o Puebla de Zaragoza, que me recibía con un hermoso amanecer. Llegué al terminal y pedí un Uber que se extrañó cuando abrí la puerta del asiento del copiloto (en mi país era algo obligatorio por la falta de regulación de servicios como Uber). Conversamos durante el viaje mientras yo intentaba descifrar una dirección que tenía nombre de perfume “Colonia La Paz” y una vez en la ubicación, no tenía forma de avisar al anfitrión sobre mi llegada. Afortunadamente el conductor me prestó su celular para llamarla. En cuanto pude ingresar a mi alojamiento temporal, me propuse comprar algo de comer para esos días. Salí a explorar el área, como recomendaban todos los blogs de viaje. También me aseguré de usar la ropa adecuada para pasar desapercibida.

Mi familia me había llenado de tantos prejuicios en torno al país, que genuinamente me preguntaba si saldría con vida de esa experiencia. Las avenidas eran gigantes, no tenía idea cómo cruzar esas calles, la forma más segura era a través de un puente peatonal. Es algo que no habría hecho nunca en mi lugar natal porque era preferible el riesgo de atropellamiento ante la posibilidad de que te roben en el puente. Sin embargo, no parecía tener opción. Las gradas tenían orificios en la mitad, por lo que tuve que enfrentarme a un miedo más grande: el temor a las alturas.

El miedo era una sensación tan predominante que, en cuanto vi a una mujer que también iba a cruzar, me acerqué a ella con el propósito de seguir una de las principales recomendaciones de seguridad: camina cerca de las personas. Solo que en mi desconocimiento, opté por hablar con ella y preguntarle qué tan peligroso era realmente el lugar. Ella no supo qué contestarme, me dio algunos de los consejos generales: no ir sola, no salir tarde y me acompañó a cruzar el puente. Luego nos separamos.

Observé con curiosidad los “camiones”, que yo conocía como “busetas” y funcionaban como el transporte público del lugar, pero no supe descifrar las rutas que tomaban. Caminé sin un rumbo fijo en busca de un supermercado hasta que vi un letrero verde con naranja que decía “Soriana para los mexicanos”, me pareció la mejor opción para el momento. Procuré comprar los alimentos necesarios para tres días y un paraguas que se volvió imprescindible con el aguacero que acababa de estallar. Me sorprendí cuando recibí la cuenta, no supe cómo había gastado más de 300 pesos, pero entregué la tarjeta y emprendí mi regreso.

Necesitaba algo más para que mi despensa estuviera completa, por lo que entré a la frutería que se encontraba al lado del alojamiento. Seguía confundida por los precios multiplicados veinte veces en relación a la moneda que me había acostumbrado a usar toda la vida. Me costaba convertir el dinero lo suficientemente rápido para tomar una decisión sobre qué fruta comprar. Finalmente, llevé un par de manzanas y unas peras, porque descubrí qué era una fruta de temporada y la imposibilidad de llevarlas.

Al salir, observé a una señora que iba con su hija, parecía ser de mi edad, así que decidí pedirle ayuda. Le pregunté por la seguridad de recorrer Puebla sola y me recomendó que no saliera de la casa. Eran las seis de la tarde, pero para ella era muy peligroso estar afuera a esa hora. Salvo que fuera a alguno de los talleres gratuitos organizados por la Secretaría de Cultura: esa era la única actividad permitida para su hija, y por supuesto, acompañada por la madre.

Junto a la frutería había un local con un rótulo indescifrable para mi “Clamotería”, parecía ser una combinación extraña entre un bar, un restaurante o un sports club, era confuso determinar la naturaleza del lugar, pero la señora también me advirtió de ese tipo de lugares donde iban las jovencitas descuidadas. Ella jamás le permitiría ir a su hija. Consternada, regresé a encerrarme en mi casa mientras cocinaba un pedazo de pavo precocido y puré instantáneo en una jarra para hervir agua.

Pasé tres días en una habitación acogedora donde conocí a un gatito que acompañó mi estadía y se convirtió en mi mejor amigo. Cuando llegó el momento de entregar las llaves, no pude evitar abrazar a la arrendadora y estallar en lágrimas. Eran las primeras lágrimas desde que dejé Ecuador y no se debían a estar lejos de casa. Sentí que estaba dejando el primer lugar que había sentido como hogar y tenía miedo de lo que depararía el resto de mi aventura.