Era muy pequeña cuando escuché una historia que me dejó sin palabras. No recuerdo exactamente cuántos años tenía, pero sí recuerdo la voz del hombre que la contó. Era uno de los empleados de mi padre, un sobreviviente de Armero. Nos habló de aquella noche en la que la tierra se tragó su hogar, de cómo todo pasó tan rápido que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cuando despertó, estaba sobre una teja de latón, con la espalda quemada y el paisaje de su infancia reducido a escombros y lodo. Su familia ya no estaba. Su hogar tampoco.

Armero dejó de existir en una sola noche. El 13 de noviembre de 1985, una avalancha de lodo y escombros, producto de la erupción del Nevado del Ruiz, sepultó la ciudad y a sus habitantes. Más de 20,000 personas murieron en una tragedia que pudo haberse evitado. Hoy, donde antes había calles, casas y parques, solo quedan ruinas dispersas y un letrero que recuerda a los visitantes que ahí, bajo sus pies, hubo una ciudad llena de vida.

Fue la primera vez que entendí que una ciudad podía desaparecer. No solo porque la gente se fuera y la olvidara, sino porque, de un momento a otro, podía ser borrada del mapa. Y Armero no es el único caso. A lo largo de la historia, el mundo ha sido testigo de ciudades y pueblos que se han desvanecido, ya sea por desastres naturales, guerras o decisiones humanas. Algunas quedan sepultadas, otras se sumergen bajo el agua, y algunas simplemente se convierten en fantasmas de lo que fueron.

Pripyat, Ucrania – La ciudad congelada en el tiempo

El 26 de abril de 1986 un error humano desató el peor desastre nuclear de la historia. La explosión en la central de Chernóbil liberó una cantidad de radiación tan letal que, en cuestión de horas, la ciudad de Pripyat, donde vivían los trabajadores de la planta y sus familias, tuvo que ser evacuada. La gente dejó sus hogares con la promesa de que regresarían en unos días, pero nunca volvieron.

Hoy, Pripyat es una cápsula del tiempo. Sus edificios siguen en pie, cubiertos de polvo y vegetación. En las escuelas aún hay cuadernos abiertos sobre los pupitres, como si los niños hubieran salido corriendo en mitad de la clase. Los parques de diversiones siguen ahí, con su rueda de la fortuna oxidada y columpios que se mueven con el viento. Es una ciudad fantasma en el sentido más literal, un recordatorio de lo que puede suceder cuando la humanidad juega con fuerzas que no puede controlar.

Epecuén, Argentina – El pueblo bajo el agua

A veces, el agua no da señales de su furia hasta que es demasiado tarde. Epecuén, un pequeño pueblo turístico en Argentina, era famoso por su lago salado y sus propiedades curativas. Durante años, fue un destino próspero, lleno de visitantes que buscaban alivio en sus aguas. Pero en 1985, las lluvias intensas provocaron que el lago creciera más de lo esperado. Primero, las calles comenzaron a inundarse poco a poco. Luego, en cuestión de días, el agua lo cubrió todo.

Los habitantes tuvieron que irse dejando atrás sus casas, sus negocios y sus recuerdos. Durante casi 30 años, Epecuén permaneció sumergido bajo el agua. Pero cuando la marea finalmente retrocedió, reveló un paisaje desolador: edificios en ruinas, autos oxidados y árboles petrificados por la sal. Lo que alguna vez fue un lugar vibrante, hoy es un escenario fantasmal.

Kolmanskop, Namibia – Devorada por el desierto

En el corazón del desierto de Namibia, hay un pueblo que parece sacado de una película de ciencia ficción. Kolmanskop fue una próspera comunidad minera a principios del siglo XX, cuando se descubrieron diamantes en la zona. Era una ciudad moderna para su época, con hospitales, teatros y hasta una bolera. Pero cuando los diamantes comenzaron a escasear, los mineros y sus familias se fueron en busca de nuevas oportunidades, dejando todo atrás.

Con el tiempo, el desierto reclamó lo que era suyo. La arena invadió las casas, cubriendo pisos y paredes. Hoy, Kolmanskop es un lugar surrealista, donde las puertas de las antiguas mansiones se abren hacia habitaciones llenas de dunas. Es una prueba de que, cuando la humanidad se va, la naturaleza no tarda en tomar su lugar.

Si alguna vez hemos sentido escalofríos al ver películas donde las ciudades quedan desiertas después de un desastre, basta con mirar la historia para darnos cuenta de que la realidad puede ser aún más impactante. No hace falta imaginar un mundo postapocalíptico cuando tenemos lugares como Armero, Pripyat o Epecuén, donde la vida cambió en un instante y nunca volvió a ser la misma.

Ya sea por desastres naturales, errores humanos o el simple paso del tiempo, el mundo está lleno de ciudades que han desaparecido. Algunas dejaron cicatrices imborrables en quienes las habitaron. Otras quedaron congeladas en el tiempo, recordándonos lo frágil que es la existencia de un lugar.

Pero incluso cuando las ciudades se desvanecen, las historias sobreviven. Se cuentan una y otra vez, se escriben en libros, se graban en documentales. Porque al final, una ciudad no es solo calles y edificios. Son las personas que vivieron allí, los sueños que construyeron y los recuerdos que dejaron atrás.