El gol de James contra Uruguay no lo vi… lo sentí. Retumbó en mis costillas como si el estadio entero hubiera respirado al mismo tiempo. En medio de aquel grito colectivo, un brasileño me abrazó como si me conociera de toda la vida. En ese instante entendí que los Mundiales no se viven solo en la cancha: se viven en la piel, en los abrazos de extraños, en las lágrimas compartidas con personas que hablan otro idioma pero sienten lo mismo.

Siempre había soñado con estar en un Mundial, pero vivirlo es otra historia. Brasil 2014 fue el resultado de meses de preparación: inscribirme en el sorteo para conseguir entradas, ahorrar con disciplina y cargar la maleta de ilusión. Era la oportunidad de ver a mi selección en uno de los escenarios más grandes del mundo. Rusia 2018, en cambio, fue diferente: ya sabía lo que era un Mundial, pero lo que quería experimentar era el contraste cultural, vivir el mismo sueño en dos mundos opuestos.

Desde el primer día en Brasil, la vibración se sentía en las venas: la música, el calor de la gente, los olores de la comida callejera. Era como estar en casa, pero vestida permanentemente de fiesta. En Copacabana, las playas eran un desfile interminable de camisetas de colores, banderas pintadas en los rostros y bocinas que no dejaban de sonar. El lema oficial lo resumía todo: “Juntos num só ritmo” (“Todos a un solo ritmo”).

Cuando jugaba Colombia, el estadio se teñía de amarillo. Si no había suficientes compatriotas, los brasileños se sumaban con camisetas y caras pintadas de tricolor, alentando en un “portuñol” encantador. Recuerdo el partido contra Costa de Marfil: minuto 64, gol colombiano. El estadio explotó, y mientras saltábamos de alegría, los africanos respondían con tambores que hacían retumbar las tribunas. La música unía lo que la rivalidad separaba. Esa mezcla de fútbol y percusión la volví a vivir después con los senegaleses en Rusia.

Colombia brilló en Brasil: volvimos a un Mundial tras 16 años y llegamos hasta cuartos de final. El golazo de James al minuto 28 contra Uruguay quedó marcado en la memoria colectiva, y su segundo tanto al 49 fue la confirmación de un sueño que parecía imposible. Esa noche Río de Janeiro fue nuestra casa: en las calles todos nos felicitaban, gritaban “¡James! ¡Colombia!”, y entendíamos que el lenguaje del fútbol trasciende palabras.

El duelo contra Brasil fue distinto: tribunas divididas, cánticos enfrentados, tensión en el aire. Cuando llegó la derrota 1–2, lo que quedó no fue tristeza, sino la ovación del público brasileño hacia nuestros jugadores. Ese reconocimiento fue la muestra más clara de que el fútbol no se mide solo en trofeos, sino en respeto y gratitud.

Cuatro años después, el escenario era otro. Cambié la caipiriña por el vodka. Rusia me recibió con un idioma indescifrable y un paisaje imponente, pero en cuanto entré al primer estadio supe que la esencia seguía intacta: el fútbol como idioma universal.

El partido inaugural entre Rusia y Arabia Saudita fue mi primer contacto. Desde las gradas sentí la diferencia: más sobriedad, bufandas y gorros en lugar de tambores y samba, cánticos graves en lugar de bailes improvisados. Y aun así, cuando sonó el pitazo inicial, la voz era una sola.

Afuera, el ambiente también era distinto. En Brasil cada calle era carnaval; en Rusia, los hinchas se agrupaban en espacios vigilados, con la policía siempre presente. En Moscú había un rincón argentino donde el mate y la cerveza corrían al ritmo de canciones, pero todo dentro de límites muy claros. Pese a mis expectativas de un país frío y distante, me encontré con sonrisas, celulares levantados para traducir y un sincero interés por compartir. Al ver la camiseta de Colombia, muchos respondían con nombres de jugadores y gritos de aliento.

En Kazán viví una de mis anécdotas favoritas. Tras el partido Polonia–Colombia, unos rusos nos invitaron a un bar exclusivo para colombianos. Dentro, el DJ cambió la electrónica por salsa, merengue y vallenato. El lugar parecía un pedazo de nuestra tierra en medio de Rusia: bailábamos, cantábamos, y por unas horas la nostalgia se convirtió en fiesta.

Ese Mundial nos llevó de nuevo a octavos. Contra Inglaterra no conseguí boleto, pero terminé viendo el partido en una diminuta tienda junto a casi 40 compatriotas. El gol del empate en el minuto 93 desató una locura: vasos de cerveza volaron al techo, todos empapados, vitrinas chorreando espuma. El dueño del local, entre risas, aceptó nuestras disculpas. La alegría era contagiosa, tanto que él mismo terminó gritando con nosotros durante los penales. Al final, limpiamos el desorden, agradecimos su hospitalidad y nos fuimos con la sensación de que, aunque perdimos, habíamos ganado una historia para siempre.

De Brasil me quedó la lección de la alegría compartida, incluso con desconocidos. De Rusia, la certeza de que las diferencias culturales pueden convertirse en puentes. Descubrí que el fútbol es un idioma universal que une lo que parece distante y que un Mundial no es solo seguir a tu selección, sino encontrarte con el mundo entero en un mismo lugar.

Volví con la garganta rota, la piel tostada por el sol brasileño y el calor del vodka en los huesos. Pero sobre todo, con el corazón lleno de goles que no se anotan en ninguna estadística. Si algo me dejaron esos dos Mundiales es la certeza de que el fútbol no solo se juega en la cancha: se juega en las gradas, en las calles y en cada historia que llevas contigo. Y si me preguntas si volvería a hacerlo, la respuesta es simple: siempre.