Si quieres ser universal, comienza por contar tu aldea.

(Lev Tolstói)

Hay frases que se nos quedan grabadas no tanto por lo que dicen, sino por lo que abren. Ésta de Tolstói, tantas veces citada, resuena como una puerta que no cesa de abrirse: una invitación, casi una consigna, que condensa una ética del relato y una poética del habitar.

¿Qué quiere decir, en el fondo, “contar la propia aldea”? ¿Y por qué esa acción aparentemente menor —casi doméstica— tendría la fuerza de lo universal? Tolstói no hablaba de geopolítica, ni de folclore, ni de defensa patrimonial. Hablaba de escritura, de verdad, de humanidad compartida. Para él, lo universal no era lo abstracto, sino lo profundamente encarnado.

Solo quien sabe mirar con hondura lo que tiene más cerca —su paisaje, su lengua, sus silencios— puede tocar con su relato las fibras comunes que atraviesan a todos.

En esa mirada sobre la aldea, tan concreta y tan íntima, se juega la posibilidad de decir algo que le importe también al mundo.

Pero este gesto —el de contar lo propio— es todo menos evidente. No es casual que, tanto en la literatura como en la arquitectura, hayamos aprendido a mirar primero hacia fuera: hacia los modelos prestigiosos, los centros de saber, las formas legitimadas.

La historia del arte y del pensamiento occidental ha privilegiado lo que viene de lejos, lo que tiene escala, geometría, norma.

Contar la aldea —nuestra aldea— exige un doble movimiento: un descentramiento de las referencias y un regreso a lo que fue marginado. Ese gesto es también, hoy, un acto de resistencia. Es, en muchos sentidos, lo que el Patrimonio Distante propone.

La aldea como lugar de sentido

El Patrimonio Distante no se define por la distancia física, sino por la distancia simbólica que separa a ciertos modos de habitar del campo de visibilidad oficial.

Es un concepto que busca dar lugar a aquello que ha sido excluido de las narrativas dominantes del patrimonio: casas sin firma, formas de vida no homologadas, saberes no inscritos en la academia ni en los manuales de conservación.

Lejos de los monumentos, el Patrimonio Distante aparece en los intersticios: en una cocina campesina, en un muro de tierra, en el trazo invisible de una costumbre.

La aldea, en este sentido, es más que un topónimo. Es una figura. Es el símbolo de lo que permanece sin ser reconocido, de lo que ha persistido sin institucionalizarse.

La aldea es lo que se habita sin programa, lo que se transmite sin método, lo que resiste sin declararlo. Es el lugar donde las formas no están sujetas a la geometría del poder, sino a la lógica del uso, del afecto, de la necesidad compartida.

Contar la aldea es, por eso, un acto de revelación: hacer visible lo que estaba allí pero no era visto. No es romantizar lo rural ni idealizar la marginalidad, sino reconocer que hay mundos —enteros— que han quedado fuera del relato oficial, y que esos mundos contienen claves profundas sobre el habitar, la memoria, la arquitectura.

La degeometría como gesto

Aquí aparece la degeometría, no como negación de la geometría, sino como su desvío. Degeometrizar es desenmarcar, es suspender los esquemas previos, es volver a mirar sin el filtro de las normativas y las escalas de valor impuestas. Es un gesto de desaprendizaje, una forma de acercarse al mundo sin pretender clasificarlo.

Cuando decimos que una arquitectura es “degeométrica”, no queremos decir que no tiene forma, sino que su forma no responde a las lógicas dominantes. Que se organiza según otros criterios: la pendiente del terreno, el viento del cerro, la sombra de un árbol, la distancia entre dos casas.

En lugar de proyectar desde un plano, se construye desde la experiencia. En vez de imponer un orden, responde a una necesidad. En vez de cerrar, escucha. En muchas aldeas —reales o simbólicas— esto sucede sin declararse.

Las casas se agregan como pueden, las calles siguen la topografía, las paredes hablan con la luz. Esa arquitectura no se dibuja: se hace. Y esa forma de hacer no necesita ser celebrada como estilo. Basta con reconocerla como expresión legítima del habitar.

Degeometrizar, entonces, es también contar de otro modo. Es narrar sin mapa. Es devolverle voz a lo que no entraba en los discursos canónicos.

Es permitir que la aldea —cada aldea— diga su palabra, no como pieza de museo, sino como territorio vivo.

Escuchar desde lo menor

Hay un tipo de escucha que solo se activa en lo pequeño. No porque lo pequeño sea más auténtico, sino porque permite una proximidad distinta.

La escucha menor no busca extraer una verdad universal, sino dejarse afectar por lo que ocurre ahí, en ese rincón que parecía irrelevante.

Como quien camina sin apuro y se detiene ante una grieta en el muro, o ante el modo en que una piedra sostiene una puerta. No es un gesto técnico: es una disposición.

El filósofo Gilles Deleuze hablaba de “*una política de los devenires menores”, en contraposición a los grandes relatos de poder. Lo menor no como lo débil, sino como lo que escapa al centro, lo que se mueve en los márgenes, lo que no busca imponerse. Desde allí se puede reimaginar la política, el arte, la arquitectura.

El Patrimonio Distante y la degeometría se inscriben en esa política menor. No proponen una nueva teoría monumental, sino una forma de mirar lo que ya está, pero aún no ha sido escuchado. Invitan a volver a las aldeas —las nuestras— con otros ojos, no para preservarlas en formol, sino para aprender de su modo de habitar.

De Chiloé a la Sabina, de Socaire a cualquier parte.

En nuestras experiencias concretas —ya sea en los palafitos de Castro en el sur-sur de Chile, en la comunidad atacameña de Socaire, o en las aldeas medievales de la Sabina italiana— hemos encontrado una y otra vez esa sabiduría sin nombre, esa arquitectura sin interlocutor, ese patrimonio sin título.

Cada uno de esos lugares encarna, a su modo, una forma de contar la aldea. No como nostalgia, sino como futuro posible.

En los palafitos, el vaivén de la marea enseña a construir con lo incierto. En Socaire, la persistencia de lo Likanantay desafía los límites de la propiedad y el trazado moderno. En la Sabina, las capas del tiempo hablan en piedra y escalones.

Ninguno de estos lugares pide ser declarado patrimonio. Lo que exigen es ser reconocidos en su derecho a existir fuera del modelo.

Esa existencia, silenciosa y obstinada, nos recuerda que hay otra arquitectura, otra historia, otra política posible.

Que contar la aldea no es un gesto menor, sino una forma radical de habitar el presente.

Volver a mirar

Contar la aldea —esa aldea que creemos conocer pero nunca terminamos de ver— es también una forma de contar(se).

Porque la aldea no es solo el lugar donde nacimos o vivimos, sino también la trama de relaciones que nos sostiene, el conjunto de gestos, palabras y afectos que constituyen nuestra forma de estar en el mundo.

Tolstói, sin proponérselo, nos deja una tarea: la de volver a lo propio sin complacencia, y desde allí, tocar lo que es común.

En un mundo saturado de mapas, normas y patrimonios impuestos, contar la aldea con palabras propias, con trazos no lineales, con sensibilidad despierta, puede ser un acto profundamente universal.

Y, por qué no, un acto revolucionario.