En el imaginario colectivo de lo fantástico, lo salvaje y lo monstruoso, los cuartos de maravillas ocupan un lugar central. Predecesores al orden del conocimiento ilustrado, institucionalizado por las academias científicas, los jardines botánicos y los museos de historia natural, estos espacios de ánimo voluble se configuraron como repositorios de los misterios del mundo. Los especímenes orgánicos, reliquias místicas, piezas arqueológicas y prototipos de varia invención venían acompañados de historias de viajes y peripecias con las cuales se magnificaba su valor. En el cuarto de maravillas no solo se coleccionaban ejemplares y objetos, sino también relatos indóciles, prestos a mantener encendida la llama de la curiosidad.

A lo largo de su trayectoria, Lorena Guzmán ha desarrollado una práctica escultórica que despliega un universo complejo de animalidades, hibridaciones, reinterpretaciones mitológicas y narrativas que acontecen por fuera de la jerarquía humana. Sus exploraciones formales develan la búsqueda de una belleza excéntrica —aquello que sale del centro— y, desde ese margen, empuja cada vez más los límites de su imaginario. Coleccionista de impresiones, trabaja con un deseo voraz por las formas, incurre en desvíos, sacude la tradición e invoca vitalidades espectrales.

La obra de Guzmán remite a la historia y los procedimientos de conformación de los cuartos de maravillas, los cuales actualiza para gestar un nuevo sistema de relaciones. La naturaleza fantástica que habita sus escenas escultóricas rehúye de taxonomías y categorizaciones instituidas o históricas. Camuflada por su sofisticación material, de las esculturas emerge una ferocidad desatada que tensa las relaciones de poder entre seres y existencias hasta romperlas. El tiempo que conjuran sus imágenes es el de un interregno. Su significado etimológico, “entre reinos”, alude tanto a un intervalo entre categorías taxonómicas, como a la dispersión del poder y su mutación en potencia. Por tanto, no se trata sólo de quiebres disciplinarios o metamorfosis siniestras, sino de la manifestación de lo viviente, que se desborda y desplaza entre cuerpos sin que le sea posible fijarse en una forma definitiva.

Por ejemplo, en las obras Crescentia cujete y Variables en la polinización de la crescentia cujete, de la boca de un murciélago con las alas desplegadas brota una rama en flor de tecomate, un árbol pequeño del norte y centro de América. A las flores se acerca un colibrí, ave polinizadora que, para la cosmogonía mexica, tenía una conexión directa con las deidades y con los muertos. Sin un principio ni un final definidos, lo viviente vibra y se cifra tanto en la putrefacción como en el fugaz vuelo del pájaro. En sintonía con esa diseminación vibratoria, en La vida en una Nephentes Alada, una rana se asoma desde el interior de una planta carnívora, suspendida en un momento de observación y simbiosis transitoria en aquel umbral. En sus reflexiones en torno a la "imagen mariposa", Georges Didi-Huberman retoma la figura del entomólogo como un agente clasificatorio de lo vivo, cuya tarea consiste en inmovilizar a los lepidópteros para estudiarlos e inscribirlos en una taxonomía, y la contrapone a la potencia de las imágenes. Para él, "las imágenes no son mariposas muertas, sino movimientos y tiempos a la vez. Visibles e impredecibles, imposibles de detener". Este impulso dinámico y arrojado al mundo revolotea en las esculturas de Guzmán, que traicionan los códigos mismos de su tipología clásica para rebelarse frente a toda clasificación. Entre la belleza y el espanto, sus obras fundan nuevos relatos, cuestionan los modos más taxativos de la razón e hibridan los reinos clasificatorios de la ciencia. Inaugura un interregno, una soberanía animal dispersa y esquiva, feroz, inmanente. Revolotea, como una mariposa, como un colibrí, como un murciélago.

(Texto por Tania Puente, septiembre 2025)