¿Una es lo que vino antes de que una viniera? ¿Una es lo que fueron con una? ¿Una es lo que fue? ¿Una es lo que será? ¿Una es muchas o es finalmente una sola con la soledad de la unidad que la creó? ¿Una es como la criaron, la crearon, la descorearon o descascararon? ¿Una se reinventa de la marca iniciática con la que formaron o deformaron? Las preguntas no tienen una sola respuesta. En la vida las respuestas se responden, se huyen, se vuelven a encontrar y se enmascaran hasta que reaparecen frente a lo que se quería olvidar.
Si pudiera elegir una sola obra de arte que defina a las mujeres rotas y repuestas, quebradas e inquebrantables, frágiles y fuertes, vitales y víctimas que se componen en el primer cuarto de Siglo (el de la victoria y el de la venganza), cerraría los ojos en el primer enamoramiento con la obra de Débora Pierpaoli. En los cuadros de un papel en blanco deshecho por agujeros. En la obra donde la orfandad queda expuesta. En el arte de no ocultar el vacío, sino donde los agujeros componen lo que queda. Podemos hacer arte de nuestros agujeros, falencias, vulnerabilidades, vacíos. Pero no podemos esquivarlos. La falta nos muestra y la composición de la ausencia nos presenta como queremos pararnos o padecernos.
Débora demostró la dimensión de las ranuras que son indispensables para empezar a crear no desde lo que hay, sino desde lo que nunca hubo. El origen de lo que falta es el presente de lo que permanece inmóvil. El pasado a veces no vuelve, sino que nunca puede configurarse como presencia. La invitación es a hacer de un nuevo material una forma de creación que ya no tiene ausencia, sino capas. No hay respuestas únicas. Hay multiplicidad de posibilidades. No hay simetría, hay elecciones. La boca ocupa un lugar único, pero las orejas pueden cambiarse por el peso de lo escuchado y la desazón de lo que nunca fue dicho. Los ojos se demuelen por lo visto o por lo que ya nunca podrá ser mirado. ¿Podemos ver lo que nos muestra distintas?
¿Somos los libros que apilamos o solo los que leemos? ¿Somos nuestra mesa de noche o nuestra noche en la mesa? ¿Somos lo que deseamos saber o los deseos que conocemos? La arquitectura de lo indescifrable aparece en lo que entendemos y mucho más en lo que nos desentendemos. ¿Somos hombres y mujeres formados por rasgos que nos definen o que nos condicionan? ¿Estamos volteadas o dormidas? ¿Somos útiles si contenemos jarras o somos portadoras de una carga que no necesita contener más que a nosotras mismas?
¿Somos un recipiente en donde depositar flores que vencerán antes de que repongamos los pétalos? ¿Somos perros sin cola, sin olfato, sin bolsa para civilizar su espontaneidad animal? ¿Somos de una antigüedad que se proclama para vencernos? ¿Somos de una modernidad que se viraliza para hacernos sentir que nos perdemos de nosotras mismas? ¿Somos abiertas, redondas, peludas como los huacos que veían a la sexualidad circular, receptiva y calma o somos un jarrón desde donde nos toman cuando vertemos líquidos y nos depositan cuando nos encuentran secas?
Débora Pierpaoli nació en 1979. En una sociedad que pregunta fecha y hora para conocerse no se puede obviar un año en el que la sociedad miraba para otro lado. Ahí donde ella nace también renace para que la miren de frente. No con la cabeza baja de los celulares que cargan la cabeza y descargan la visión. Con la mirada que puede ajar en capas y circular por lo que deja la planicie por la plenitud de la composición con cuerpo y múltiples almas. Débora creó murales en la residencia de Guadalajara, en 2024, allí donde el arte no se asienta en caballete, ni se clava sobre paredes vaciadas.
Superpone con sus manos la tristeza de crecer en desmadre, de crecer con la maternidad como arte, la potencia de la superlativa dimensión de una sobreviviente, la ilusión de sobrevolar la época en la que la negación vuele a ausentar a los que miran y a masacrar a los que muestran. Se aleja de la realidad para desenterrarse de la arqueología que debajo de los empedrados daba de beber en arcilla y retacea la uniformidad a quienes quieren un caudal de tips en vez de acertijos. Hay que girar, como en la historia, hacer ronda como en la infancia, desdoblarse para verla y verla es también derretirse como el barro con la lluvia, deslizarse entre las jarras, humedecerse con el llanto y reforzarse con las manos que vuelven a reconstruir lo que veremos de lo que fuimos, lo que vemos de lo que somos, lo que vimos de lo que queremos ser.
La niña y la madre aparecen como el fuego, se asustan con el terror y se esponjan en los azulejos que desvisten un hogar, un hospital, un hostal. Se destrenza el destino. Se asoma una mueca de sonrisa entre la tristeza ancestral de las que no tuvieron pinceles sino poses. No pintaron, fueron pintadas. Se pintan mientras hablan porque si no hacen algo es como si no hicieran nada. No sabemos quién cae y quién descansa. Qué cabezas sostienen y cuáles rompen el cuerpo de las que no sostuvieron. No es una guía sobre cómo mirar, sino una invitación a crecer, a amasar la incertidumbre y elegir en qué cabeza nos ponemos o cómo nos disponemos a colocar los deseos y las desolaciones que nos quedan. La fragilidad de lo que se rompe es el desafío intransferible de lo que fue construido sin falta.
(Texto por Luciana Peker)