Miguel Benlloch (Loja, 1954 – Sevilla, 2018) hizo del tránsito entre arte, vida y militancia política una forma radical de estar en el mundo. «Performancero», poeta, productor y activista, deshizo con su obra los límites entre poética, política y su propia vida. Su práctica, situada pero siempre excéntrica, desplegó una ética de la inquietud: siempre buscando incomodar, descentrarse o desidentificarse, dialogando con otras voces para crear colectividades por venir y alzando la voz cuando era necesario o bajándola para «que se oigan muchas voces en ese común de la desidentificación».

Ese común marrón, como lo definiera el teórico de la performance José Esteban Muñoz, fue el espacio singular que habitó Benlloch. A lo largo de su vida, ya fuera a través de su participación en los diversos movimientos políticos de los que formó parte, de las acciones performativas y musicales llevadas a cabo en el Planta Baja de Granada, de su trabajo como artista o de su actividad desde la oficina de arte y pensamiento BNV Producciones, Benlloch convirtió su hacer cotidiano en una búsqueda de un hacer artístico que debía parecerse a la propia vida. Para ello, luchó de manera pionera contra toda forma de binarismo sin desligarse de los acontecimientos históricos que marcaron su tiempo. Así como transitó entre Granada y Sevilla, también lo hizo entre lo árabe y lo cristiano, lo masculino y lo femenino, lo sagrado y lo profano, lo institucional y lo instituyente.

Esta exposición se inspira en esa forma de hacer de Benlloch, llevando a cabo una serie de gestos curatoriales que se alejan de las lógicas del cubo blanco: mostrar sus obras y acciones de forma no cronológica, en sus intersticios y espacios liminales en vez de en las principales salas expositivas y relacionarlas con los relatos históricos de un edificio que, antes de ser centro de arte, fue monasterio, fábrica, cuartel, museo. Obras audiovisuales, textiles, documentales y sonoras sirven para rastrear las relaciones y tramas que tejieron el hacer de Benlloch. Se propone así un recorrido más afectivo que lineal, en el que los trabajos son diseminados en los distintos espacios del centro transformándolo en una especie de «ecosistema parasitado».