La innegable presencia de la muerte en la obra de José Luis Valverde (Málaga, 1987) obliga a una re-exploración atenta de los símbolos que ya nos vienen históricamente rodados y a una apertura radical -y aquí está el quid- a lo que su paisana, la gran María Zambrano, llamó el «ser sumergido». Esto es grosso modo, una necesidad total de revelación de lo que se oculta en el profundo interior, muchas veces oscuro y amorfo.

Abordar la hondura de las entrañas desde la pintura es un clásico de la larga noche de la Escuela Española. Ese realismo sombrío que realmente podría ser expresionismo en estado puro, esa paleta cromática que parte siempre del negro más abismal para resolverse en matices terrosos, verdes, azules… y ese exceso de imaginación, con tintes un tanto siniestros, de El Greco, Velázquez, Zurbarán, Goya o el Picasso más dramático, que marcaron a fuego toda la historia del arte universal, palpitan todavía aquí… ¡y queman!

En el caso de Valverde, la pintura se tematiza no sólo como medio para sacar a la luz aquello que le mueve desde muy dentro, sino también como material en sí mismo. La existencia física de la materia es un punto fundamental en este pintor. Sus pinturas son cosas, concreciones formales individuales que ocupan un espacio y atraviesan un tiempo que, eso sí, se hace eterno. El brutal impasto se aplica sobre el lienzo como quien moldea un objeto que parece que no acaba de encontrar su forma definitiva, pero que al fin se manifiesta de manera rotunda y logra significar y conmover en extremo. Es aquí cuando la pintura se hace médium.

De la reflexión sobre una verdad pictórica de base empírico-formalista, se pasa a la problematización de una verdad simbólico-poética atestada de fantasmas del pasado -que aún no fueron engullidos por las fauces de la memoria- y de otras obsesiones personales que, como martillos, no dejan de golpear la mente del artista.

Paisajes, interiores -y/o paisajes interiores- con el intenso tufillo de las parcas impregnándolo absolutamente todo, son imágenes persistentes a lo largo de toda su producción. Los paisajes, quizá observados desde una atalaya para mirar con cierta distancia tal magma alegórico, son mapas paleontológicos/arqueológicos de formas orgánicas -florales y vegetales la mayor parte-, una suerte de extrañas anémonas flotantes sobre campos baldíos y demás elementos descaradamente relacionados con la finitud. La relación del artista con la naturaleza es totalmente subjetiva y profundamente sensorial, basada en un fatalismo más lírico e irónico que trágico.

En los ambientes interiores, domésticos o, más bien, tabernarios (dónde, por cierto, la muerte campa a sus anchas)1, nos topamos con bodegones de flores ya fosilizadas posados en los alféizares de las ventanas o con sillas de enea vacías que quedan olvidadas en la oscuridad de la habitación.

Son imágenes-signo que pueden funcionar como potentes catalizadores emocionales evocando una pulsión -quizá de muerte- ya pasada pero que atiza con fuerza en un ahora con vocación de un siempre.

Entre tanto, el retrato de una mujer rota pero arrogante, una femme tragique picassiana, que masca la tragedia que viene pero que la espera con calma, fumándose un cigarro. Lo sumergido, lo que quema por dentro, asciende a la materia y la materia se hace símbolo. Ese es el camino que se recorre aquí. Es un bucle loco, perpetuo. En todas las cosas se desvela un interior oscuro para volver a hundirse de nuevo en las profundidades. Las profundidades del pensamiento, del arte, de la vida misma… Y algo que se experimenta desde tales simas inquieta siempre y muchas veces duele. Como el duende lorquiano, que «duele: dentro»2.

José Luis Valverde es, por tanto, un artista tocado de esta gracia punzante.

(Texto de Juan Llano Borbolla)

Notas

1 «La muerte / entra y sale / de la taberna. / Pasan caballos negros / y gente siniestra / por los hondos caminos / de la guitarra. / Y hay un olor a sal / y a sangre de hembra, / en los nardos febriles / de la marina. / La muerte / entra y sale, / y sale y entra / la muerte / de la taberna.» Federico García Lorca, «Poema del cante jondo», Poesía completa. Galaxia Gutenberg S.L., Barcelona, 2013, p. 283.
2 José Javier León, El duende, hallazgo y cliché, Athenaica Ediciones Universitarias, Sevilla, 2018, p. 319.