Nací en 1986 en la Ciudad de México, año y sede del Mundial de Fútbol. Dice el rumor que en estatus de nonato asistí a varios partidos, entre ellos la final y el día en que una trampa fue llamada “ la Mano de Dios”. Y como para muchos, el Mundial es mucho más que una simple competencia deportiva: es un rito universal cuasi religioso, marcado en los calendarios como los antiguos marcaban eclipses o alineaciones planetarias. Cada cuatro años, el mundo detiene su rotación, como un balón que es acomodado instantes antes de cobrar un penal definitivo, y distintas naciones son convocadas con el pretexto del balompié.
Como muchos (como cualquiera que alguna vez haya jugado fútbol) me imagine rociado por las luces de un inconmensurable estadio, ganando la Copa del Mundo para mi país. Un gol de último minuto, una barrida prominente o atajada milagrosa que quede en la historia del futbol. De Albert Camus, el guardameta del absurdo, a Eduardo Galeano recortando a Mario Vargas Llosa y Jorge Valdano rematando un centro de Luis Villoro, el fútbol cumple la vieja demanda de Platón en la República y las Leyes de la formación del ciudadano ideal, cultivando tanto el cuerpo como el alma para lograr la kalokagathía, el ideal griego de belleza y bondad.
Desafortunadamente, pareciera que vivimos en una época de decadencia en todas las esferas de nuestra existencia. La derrota final que pronosticaba Tolkien lo la Noche más Oscura de Geoff Johns ha llegado y la Copa del Mundo de Fútbol no es la excepción.
Que me disculpe toda Argentina, pero el balón sí se mancha. Y a un año de la siguiente cita mundialista, por primera vez en 40 años, toda ilusión se ha diluido en la reducción de un juego al mero consumo. Ni siquiera genera ilusión la idea de México como “anfitrión”, pusilánime condición frente a EU que despierta el mínimo interés: para alguien que creció oyendo las glorias del Mundial de México 86, que los americanos nos den 10 o 13 juegos de migajas me insulta y entristece, más aún al ver a tantos conciudadanos felices.
El fútbol, el organizado y profesional, lleva años decepcionando. En México hoy se ven peores partidos, distribuidos en mil canales o plataformas con paupérrimas transmisiones, en torneos descafeinados con la MLS, sin ascenso ni descenso, y un juego lento, bofo y sin chiste. Nuestros equipos carecen de personalidad con jugadores vainilla. Y la FIFA hoy es una organización en una máquina cuasi perfecta de corrupción y comercialización, sin restricciones ni limites.
Quienes crecimos en los 90 y la primera década del nuevo milenio (orgullos 90’s boys), vivimos la mejor época del futbol en México, y Copas del Mundo que elevaban el espíritu. Hoy se dejó de lado cualquier pretensión deportiva, para convertir al juego en un producto cuya única función es la explotación e incrementar su consumo para financiar la rampante corrupción.
Jean Baudrillard filósofo y sociólogo francés, crítico de la cultura francesa, ofrece un marco para explicar que ha pasado. En 1970 publicó su ensayo titulado La Sociedad de Consumo. Preocupado por la situación del marxismo en la década de los 60 y 70, y el desarrollo del modelo capitalista, describe a la sociedad post-industrial, donde el consumo se ha vuelto el centro de la estructura.
El consumo de la sociedad neoliberal no se explica por la satisfacción de necesidades, sino como la participación del individuo en un sistema de comunicación y diferenciación, por la asignación de un valor simbólico a los productos.
Lo que se consume carece de valor real, objetivo o de cambio. Todo el valor es simbólico, pues ahora consumimos buscando marcar un estatus frente al resto. En un mundo donde la lógica económica se ha vuelto monopólica, todo se vuelve un símbolo que nos da un lugar en lo social. Sin embargo, como todo criterio de valor se ha desvanecido, no hay final para el consumo: siempre hay que estar adquiriendo nuevos productos y servicios.
Un consumo acelerado que abarca toda la vida, en un ambiente totalizado y culturizado. Un sistema, la sociedad de consumo, que se adapta a cualquier contexto, incluso, evidentemente, al fútbol. Un fútbol donde se ha borrado todo criterio objetivo de bondad o belleza o dignidad: lo único que vale es el dinero que se le exprime al aficionado. Se han dejado de contar historias o formar identidades. El fútbol ahora es sencillo, sin molestar, sin traicionar el status quo, sin hacer olas que estorben el proceso de vender y comprar.
Sin darnos cuenta, el consumo es vacío. Apenas un sistema de paliativos que no solucionan nada, que nos deja a los aficionados sin lo bello, lo bueno y lo justo que antes teníamos.
El entrenador Ángel Cappa (que alguna vez dirigió a mi querido Atlante) lo explicaba al distinguir entre dos filosofías futbolísticas: una basada en el resultado y el dinero, y otra centrada en el contenido, la belleza y la estética del juego. Sin embargo, en la sociedad del consumo, donde todo se consume y así pierde valor, al balompié solo le queda la primera. El contenido de los mensajes, los significados de una victoria o gambeta, se vuelven indiferentes. Nos venden un futbol vacío, sin la garantía de lo real.
El fútbol se ha vuelvo una cotidianidad repetitiva y banal, basada en el desconocimiento y sin sentido, que sería insoportable sin la simulación del mundo. Un simulacro donde los símbolos no tienen un significante real. Se perdió lo real.
Y así quedamos con un fútbol que se ha convertido en una commodity: un producto genérico envuelto en un brillo barato que oculta su creciente vacío.