I.

Las grandes catedrales góticas nacieron como altares a experiencias sublimes; al cielo con sus expresiones en la luz, el viento y la lluvia. No se alzaron para amparar al fiel sino, al contrario, para exponerlo a inclemencias y despertar un asombro divino. Los artesanos que oficiaron intuitivamente de arquitectos lograron efectos conmovedores: con los arbotantes liberar los muros, con los vitrales dejar entrar y filtrar la luz en colores y, con los racimos de columnas elongadas, sugerir una descarga hacía lo alto. Aquella intemperie espiritual debía recordar la pequeñez humana mientras convocaba lo sublime.

El Renacimiento puso al Hombre en el centro y trajo consigo la ilusión (y la necesidad) del refugio en la mente y su capacidad de proyectar. La arquitectura se volvió la claridad más calculada; los cruceros y naves, desafíos ingenieriles. El “afuera” se domesticó y el control pasó a ser virtud así como el plan, garantía de confort.

II.

Alejandra Barreda transitó ese contraste en su propio taller. Antes, sus pinturas se construían como obras renacentistas: composiciones largamente previstas, paletas calculadas y el gesto domado por el proyecto, el plan maestro. La seguridad del refugio participó en crear un cuerpo de obras sin dudas coherente. Sin embargo, para esta exposición, pareciera que Barreda tomó un giro gótico: abrir metafóricamente su práctica a una intemperie metodológica. Primero con pasos inseguros y lentos, pero luego con ritmo y persistencia, fue cruzando la puerta, atravesando el zaguán, dejando atrás la casa para encontrarse con lo que acecha cuando ya no estamos en la zona de confort.

Las obras de Intemperie son el resultado de un procedimiento donde ya no hay un guión proyectivo, sino una nueva e instalada predisposición a la escucha de lo que emerge en la trama —el garabato inicial, el gesto residual en el cuaderno antes de llegar al bastidor, la línea fugaz, la paleta lúdica. Una escucha activa que invierte jerarquías y se parece más a un pas de deux que a una coreografía fija. Porque, como apunta Rebeca Solnit en su guía, perderse es otra buena forma de encontrarse. Es descifrar lo no previsto. Darle forma a lo que emerge en el medio.

III.

Las nuevas pinturas respiran esa arritmia atenta. Ante la ausencia de proyecto que lo dicte todo, el taller se convierte en umbral: no hay refugio ni guión, solo algunas pautas con las que permanecer.

El título Intemperie no es sólo una metáfora. Es una metodología. Una forma de desorientarse a propósito, para que la pintura respire distinto. No desde la casa, sino desde el cielo abierto. Y aunque al principio provoque vértigo —perder los techos conocidos—, pronto la mirada se afina. Se aprende a respirar el riesgo. Entonces sucede: la noche está linda. No hay refugio, pero sí asombro. Y brillan un montón de estrellas.

(Texto por Mariana Rodríguez Iglesias. Buenos Aires, otoño de 2025)