Me dijeron que el monte Fuji es tímido. Fuji-san (富士山), me disculpo, como le dicen reverencialmente los japoneses. Y no lo creí: bajo la influencia del Popocatépetl, el volcán iracundo que corona a la Ciudad de México, me era imposible pensar que el pico más alto de la isla principal no fuese protagónico. Con algo más de 3 mil 700 metros de altura, y su imagen impresa en cada esquina de Tokio, es difícil imaginarle tras bambalinas.

Pero es real. Incluso los locales saben que el Fujiyama —como se aludía al monte antes de la era Meiji (1868 – 1912)—, a pesar de ser un estratovolcán activo, pocas veces se deja ver.

Es tan tímido, documenta la National Geographic Society, que la última vez que entró en erupción fue a inicios del siglo XVIII. Conocida como la erupción de la era Hōei, parece que marcó el punto final en las exhalaciones furiosas de la montaña sagrada. Desde entonces, como aquellas personas que viven entre sus faldas, ha permanecido en un silencio meditativo. Hasta ahora, al menos.

De cualquier forma, prácticamente cualquier ruta de crucero comercial hace una parada necesaria en Shimizu, un poblado puortario en la prefectura de Shizuoka, para visitar el lugar desde donde el volcán se puede admirar en toda su gloria.

Además de lugares con ōnsen, o aguas termales tradicionales, en el pueblo no hay mucho que ver. La idea es tomar un tren, nos explica una mañana la capitana de meseros del Celebrity Millennium, que nos lleve al lugar desde donde la montaña se puede apreciar en todo su esplendor. Decidimos seguir su conejo.

En realidad, explica el Ministerio de Turismo de Japón, hay al menos 30 localidades en toda la isla principal desde donde el Fuji puede admirarse. Cada una, por supuesto, con su particularidad: incluso desde la Torre de Tokio, en un buen día sin contaminación, se aprecia la silueta solemne del volcán, cada vez menos vestido de blanco por la crisis climática.

Los japoneses sienten tal reverencia hacia su coloso, que construyeron líneas de teleférico con el único propósito de mirarlo desde el aire. Tal es el caso de la ruta de Nihondaira, en Shizuoka, que comienza en un cerro pequeño y termina en un santuario de más de 250 años. Porque claro, a los japoneses les gustan los santuarios: limpios, en las alturas, en armonía con la naturaleza.

La ruta del crucero, sin embargo, no estaba diseñada para visitar ese lugar.

Salimos de la capital y, después de una semana de cirunnavegar Honshu —la isla mayor del archipiélago— y mirar los Juegos Olímpicos de París 2024, llegamos a Shimizu en la madrugada. Incluso desde tan temprano se puede escuchar el barullo inequívoco de las cigarras, que inunda las calles y los pensamientos de los transeúntes.

El calor es igualmente inescapable: con 37ºC a las nueve de la mañana, en la época estival vale la pena cargar una sombrilla, una botella con electrolitos y ropa ligera.

Bajamos del barco y compramos boletos para Shizuoka, donde se encuentra el Centro del Patrimonio Mundial del Monte Fuji.

Nunca me imaginé que así empezaría un peregrinaje.

Aquel que divide al cielo de la tierra

El monte Fuji siempre ha estado ahí. De hecho, una de las piezas de poesía más antiguas que se conservan del país, contenida en la Colección de las mil hojas (347 a.C.), se centra en la descripción del monte.

Imágenes similares se narran en los relatos más antiguos de la literatura nacional. Desde entonces, el volcán —y sus alrededores— ha sido inspiración de “poetas, pintores, artistas y viajeros durante generaciones”, documenta la Oficina de Relaciones Exteriores del Gobierno de Japón.

Sin embargo, no fue hasta que la capital política del archipiélago se transfirió de Kyoto a Kamakura, alrededor del siglo XII de nuestra era, que se dio el estallido de representaciones artísticas en torno al volcán.

Acuarelas, teatro, poesía, juegos de mesa, jardinería: el formato era lo de menos. Al cruzarse con la montaña en sus viajes de comercio o asuntos de Estado, se maravillaron con la magnificencia del pico más alto del país y lo hicieron sagrado: finalmente, aquel era el punto que dividía al cielo de la tierra.

Para los japoneses, aún hoy la reverencia no cesa: al tiempo que les inspira “un sentido de majestad”, señala la institución, también les provoca “miedo y respeto”, como cualquier estratovolcán activo.

image host "Vista del otro lado del Fuji desde el río Minobu", de la serie "36 vistas del Monte Fuji", Katsushika Hokusai, 1830-32.

Dado que el monte Fuji ha sido motivo artístico y centro de reflexión filosófica a lo largo de milenios, la UNESCO catalogó al parque natural que lo circunda como Patrimonio de la Humanidad en 2013.

Además, aquel es el palacio de Konohanasakuya-hime, la diosa y princesa que habita en el pico nevado de la montaña. Según la tradición sintoísta, la religión autóctona de Japón, es ella quien mantiene al volcán tranquilo. Para que no que destruya todo a sus pies, los japoneses le han construido múltiples templos, conocidos históricamente como santuarios Asama (浅間神社), con la esperanza de agradar a la princesa de la montaña y evitar, a través de la oración y las ofrendas, que Fuji-san entre en cólera.

El camino para visitar estos templos puede tomar, a pie, al menos una semana en recorrerse. Por la agenda del crucero, acercarse a estos puntos sagrados no fue una alternativa.

Un peregrinaje al interior

Un arco torii, que tradicionalmente marca el umbral entre el plano divino y el terreno, se erige en la entrada del Centro del Patrimonio Mundial del Monte Fuji.

Ubicado en el corazón de Shizuoka, a una hora de la capital en Shinkansen, el tren bala japonés, es una estructura minimalista con un extenso espejo de agua que refleja la mañana nebulosa.

Construido por el arquitecto Shigeru Ban en 2017, especialista en origami y estructuras monumentales por igual, el museo consta de una estructura cónica invertida que alude a la silueta del volcán, explica el arquitecto. Al empalmarse con en el agua, crea la ilusión de un reloj de arena.

Un mapa de los santuarios Asama está dibujado a lo largo de la columna central del museo. Es como una invitación a hacer el mismo camino.

Al ingresar, se advierte un recorrido de al menos una hora. Quienes no quieran subir a la cima, sugiere la guía de turistas en la recepción, pueden quedarse en la cafetería, kudasai (por favor). Además, nos ofrece una audio-guía que puede configurarse a más de 50 idiomas.

Aunque existe la alternativa de llegar al punto más alto por elevador, decidimos subir a pie. El recorrido está pensado para que, quienes no pueden emprender el peregrinaje al Fuji, se lleven una impresión de lo que el viaje sería. El museo sigue una línea en espiral hasta la “cima del volcán”, en la que se entretejen tres ejes narrativos.

El primero es la caminata física hasta el punto más alto de la montaña, en la que se muestran los paisajes a través de las distintas estaciones del año.

El segundo alude a la “multitud de practicantes del budismo y el sintoísmo congredados en los principales templos y santuarios esparcidos por los pies de la montaña”, según lo describe el Ministerio de Turismo japonés.

El tercero, un recorrido histórico, pictórico y político a través de la montaña, como un ancla del inconsciente colectivo japonés.

Este “falso ascenso” al Fuji se siente como un peregrinaje al interior. Primero, porque literalmente estamos inmersas de un espacio museístico. Pero también, como sucede en Japón, el recorrido invita a los visitantes a mirar hacia adentro: no hay más luz que la de las pantallas interactivas, que pasan videos del ascenso a la cima y despliegan los rostros de boddhisatvas1 y shogunes2 que pisaron las faldas del volcán. Todos ellos le mostraron su respeto a la montaña. Si se presta atención, aún se pueden escuchar sus pasos.

Fuji-san es guapo (y muy tímido)

Después de caminar durante casi una hora a través de las galerías escondidas en las entrañas del museo-volcán, finalmente llegamos al punto más alto.

En el quinto piso, hay una sala de observación panorámica que, de acuerdo con Ban, “ofrece una vista impresionante del verdadero monte Fuji, que cambia de expresión de un momento a otro”. Incluso hay telescopios enfilados a lo ancho del ventanal, para poder observar la fas del volcán con todo lujo de detalle.

No es para menos. A veces, Fuji-san se viste con una yukata3 de nubes. En ocasiones, se adorna las faldas con cigarras y yōkai, espíritus del bosque.

Cuando la situación lo amerita, usa un kimono4 de sakuras, cerezos en flor.

Al centro del observatorio, hay una banca. Y solo eso: no haría falta mucho más, porque la vista del volcán sería suficiente para llenarse de los ojos. Desafortunadamente, no logré ver su rostro.

Frustrante, sí: viajar más de 11 mil 300 kilómetros distribuidos en avión, barco y varias estaciones de tren para no ver el volcán es, por decir lo menos, lamentable.

Pude ver más de él en la memorabilia de cada destino, cada tiendita de recuerdos, cada pantalla de Japón, que en el museo de sitio dedicado a venerar su majestad.

Pero también es predecible: las mañanas veraniegas en Japón tienden a ser nebulosas y, como ya me habían advertido, Fuji-san es guapo (y muy tímido).

Quizás, también, es coqueto y se esconde a manera de invitación, de promesa: tal vez, a la próxima sí se deje ver.

Add-ons

El agua de manantial del monte Fuji se introduce en el centro y se utiliza como fuente de calor para el aire acondicionado, y luego se canaliza hacia el estanque reflectante que se encuentra frente al edificio, lo que transmite arquitectónicamente el ciclo del agua en el monte Fuji.

Pero así son los japoneses: subliman todo a su extremo más elevado.

Notas

1 Aquellas personas, maestrxs o líderes espirituales que alcanzaron la iluminación, siguiendo la tradición del budismo zen japonés.
2 Líderes militares que gobernaron el archipiélago desde el siglo XII hasta bien entrado el siglo XIX, a manera de los señores feudales occidentales.
3 Vestimenta tradicional japonesa de algodón, que se usa principalmente en los festivales de verano y a través de los meses cálidos del año.
4 Prenda ritual japonesa en forma de T, que envuelve al cuerpo de la persona en forma rectangular. Generalmente, se usa en galas y ocasiones especiales.