Iniciábamos los 90 con elecciones generales.

Tras la dictadura militar y con la vuelta de la democracia, el país no mejoró. Los años del gobierno aprista se desperdiciaron.

Este particular momento que vivía el país tenía mal cariz: desesperanza, inflación continua y reservas monetarias en rojo. El Perú era un barco a la deriva en medio de un océano de errores, bajo el mando de un joven García, quien, con tan solo 36 años, iba reinventando el socialismo con ínfulas de sabelotodo.

Mientras tanto, los terroristas de Sendero Luminoso planeaban cercar Lima, objetivo a largo plazo próximo a lograr ante la inacción de autoridades mediocres.

Los guías de turismo aventura subsistíamos con trabajos esporádicos. Era mucho más factible vivir en el Cusco: en este oasis, la economía local se movía con dólares de visitantes que con suerte compraban miles de intis (nombre del Dios sol para los incas y la moneda más devaluada que hemos tenido los peruanos).

Yo viví esa experiencia a mi favor cuando, años atrás, en un viaje a la Argentina, la moneda austral tuvo una súper devaluación, logrando fantasías de millonario.

En Lima escaseaba todo: lo que abundaba eran asaltos y robos. Se había vuelto una ciudad peligrosa. Apagones y coches bomba eran un patrón repetido. El que podía largarse del país, lo hacía sin remordimientos. Felizmente, mi vida transcurría en otro escenario, un Cusco aún provincial.

Ese año, durante la temporada, realizamos viajes con clientes europeos que llegaban a disfrutar del clima tropical de Quillabamba, capital de la Convención.

Nos trasladábamos en tren hasta el puente Chaullay y, desde allí, descendíamos hacia Sambaray, balneario muy popular entre los lugareños. Ahí acampábamos cerca al rio.

En los rápidos, el más temido para los novatos capitanes de río era un clase IV, el Jijunay (literalmente “hijo de puta” en la lengua local). Enormes granitos colocados estratégicamente en un recorrido creado por la naturaleza nos obligaban a revisar la ruta con mucha precaución.

El segundo día se iniciaba con jugos de frutas frescas en el mercado, y luego jugábamos partidos de “fulbito” con los lugareños.

De allí seguíamos viaje hacia Echarate, deteniéndonos en chacras locales para visitar y realizar turismo vivencial. Abundancia de mangos, papayas y naranjas, al igual que cacao y café.

Los cultivos de coca ilegales no eran visibles, pero hallamos a un lugareño inmune al temor y logramos, por un pago extra, visitar y saciar la curiosidad de los turistas, que masticaban las hojas de coca esperando resultados inmediatos.

Los animales silvestres escaseaban, ante la costumbre de la población de alimentarse con ellos.

Después de la experiencia, retornábamos en bus hacia el Cusco, con clientes satisfechos de la experiencia tropical. Así trascurrió mi segundo año de guía, descendiendo el rio Alto Urubamba.

Karl era un alemán que se ganaba la vida enseñando tenis. Él entró al circuito profesional de tenis por la puerta grande. Con talento y esfuerzo logró escalar posiciones, hasta que una lesión arruinó el prospecto. Ahora recorría el mundo con su pareja kiwi, como les dicen a los nacidos en Nueva Zelanda. Tina era simpática, de buena apariencia, y con un cuerpo espectacular.

Juntos recalaron en el restaurant Kusikuy, donde algunos guías almorzábamos al fiado durante días de ocio y escasos recursos.

Se hicieron clientes habituales a los platos de Clotilde, una cusqueña de exquisita sazón. En una de las frecuentes visitas, iniciamos conversación y se creó un vínculo de amistad.

A la pareja se les unió JP, un sudafricano de pocas palabras. Solo aprendí que era de Johannesburgo.

Ellos se interesaron en hacer canotaje en el Alto Urubamba. Karl, Tina y JP decidieron aventurarse, con el atrevimiento que da la ignorancia. Como era temporada de lluvias, les informé que estábamos supeditados al caudal del rio. Planeamos el viaje el primero de enero.

Recibimos el nuevo año con el clásico exceso en las bebidas, hospedados en los búngalos de Entur Perú. Enormes áreas verdes y una piscina olímpica lo convertían en un lugar idílico en Urubamba, pueblo que da nombre a una cadena montañosa y al rio Vilcanota, al discurrir en su territorio.

Años después, el gobierno de turno se deshizo de las empresas públicas que mantenían cuentas en rojo. En ese lugar se encuentra el hotel más lujoso del Valle Sagrado: el “Hotel Tambo del Inca”.

Nos embarcamos en tren hacia Quillabamba, y cuando llegamos a la ciudad nos sorprendió ver gran cantidad de militares y policías. Terroristas habían atacado la ciudad y se habían suspendido las garantías constitucionales.

Esa mañana, tras dejar las pertenencias en un hostal, contratamos un camión para llevar el equipo hasta el puente Chaullay, donde iniciábamos el desafío. Fuimos detenidos por una patrulla militar y, como habíamos dejado atrás los documentos, nos llevaron a la comisaria, sospechosos de un complot imaginario.

Durante el interrogatorio, expliqué nuestras intenciones.

Por separado Karl, con español masticado y poco vocabulario, coincidió en la versión, y ahí estábamos esperando nuestra libertad, mientras las horas transcurrían en un ambiente de altas temperaturas.

El momento más divertido de todo el incidente fue cuando un corrupto suboficial insinuó el pago de una coima, a lo que Karl inesperadamente respondió: “Manan Kanchu Qolque” (“no tengo dinero” en la lengua local). Nos soltaron al atardecer, después de todo un día perdido.

Willy, un joven que se había mudado al Cusco e iniciaba su entrenamiento como guía de río, se presentó con la ilusión de unirse a la aventura, pero no contábamos con chalecos salvavidas extra.

Willy se encontraba decidido a usar una cámara de llanta amarrada al cuerpo con sogas, pretendiendo viajar de esa manera. Le negué el viaje, aunque el insistió y se enojó, aduciendo haber bajado el rio en cámaras.

Para mí era demasiado arriesgado: el río estaba muy crecido y, aunque ya había practicado los remos largos, aún había mucho que aprender.

Cuando llegamos al río, este corría muy caudaloso, marrón y turbulento: grandes olas y huecos inmensos.

Mi primer pensamiento fue abortar la travesía, pero por algún motivo que aún no logro entender, decidí lanzarme y arriesgué no solo mi integridad, sino la de ellos también.

Habíamos perdido demasiado tiempo con la detención arbitraria, y eso comprometió mi decisión.

En Chaullay, puente que fue arrasado años después por una gran crecida del río, preparamos silenciosos la incierta aventura de doblegar a la naturaleza.

Estábamos listos. Pensaba correr conservadoramente, mientras veía como levantaba la espuma mostrando olas irregulares.

Hicimos una arenga para alentarnos y, a pesar de considerarme un hombre cauto, nos lanzamos imprudentes sin kayak de seguridad a un río que obviamente iba a llevarnos como botecitos de papel.

En una curva prolongada, sin aún acertar a acomodar el bote, nos fuimos directo al medio del río, donde el peligro era mayor. Una ola pegó de medio lado, levantando el bote. Tina y JP cayeron, pero atinaron a sujetarse, aunque perdieron los remos. Como solo teníamos un remo de repuesto, habíamos perdido también un remador.

Avanzamos orillando, porque sabía que llegaba el Jijunay y, aunque las piedras estarían cubiertas por el caudal, los huecos serían más peligrosos.

Sin poder evitarlo, nos dirigimos directos al rápido, y de allí en segundos a un hueco gigantesco del tamaño del bote al que se tragó completamente.

Nos dimos vuelta. Felizmente, todos atinaron a sujetarse al bote que con suerte salió flotando hacia una bifurcación de escaso caudal y pudimos recuperarnos.

Había perdido también uno de los remos largos, y no tenía repuesto.

Con remo largo al lado izquierdo y dos remos cortos al lado derecho, continuamos navegando hasta llegar a Sambaray.

Nuestra aventura había concluido sin consecuencias lamentables. Tuve la suerte de recibir el perdón del río por mi atrevimiento. Allí aprendí a respetarlo y no tratar de doblegarlo, fluyendo con la amistad de su generosa fuerza.