Grandes gotas como lágrimas sobre polvo han comenzado a caer cuando salimos, ya tarde, hacia Constantine. Desde el balcón miro el mar gris antes de descender tres pisos por la vieja escalera para abordar, junto a Sabina, el Citroen que nos espera a las puertas del edificio situado en el 177 de Didouche Mourad, una de las principales avenidas de Argel.

También el cielo es gris, las nubes semejan racimos de perlas nacaradas, brillantes. De pronto, sin saber cómo aparece, un pequeño huracán se instala en la bahía. Con el pardo color de una ostra, el mar difuminado recibe, igual que lo haría una sedienta llanura apacible, el manto de lluvia proverbial. Apenas se distingue, hacia las puntas del puerto, la imprecisa línea del horizonte. Al avanzar la tarde, los tonos que todavía separan los cielos y las aguas van entrando en su noche. De vez en vez tiembla la luz de los relámpagos y suenan, con su garganta de voz profunda, los ecos quejumbrosos de gigantes ocultos bajo inmensas láminas de acero… ¿Entran o salen Titanes, Poseidones, del fondo de la tierra con sus luctuosas armaduras terribles?

Pareciera que la lluvia intensa, incontenible, amenazara convertir en diluvio a la minúscula tormenta. Las oleadas de lluvia, empujadas por el viento que sopla en dirección del mar, levantan crestas, entrecortadas ondulaciones a lo largo de la playa de bajos fondos. Apresuradamente, a lo lejos, de sur a norte una ligera embarcación tardía hace su curso. Marineros, pescadores del puerto que conocen tan bien sus faenas y rutinas como los tiempos y avenidas de un periplo cotidiano cumplido fielmente, buscan refugio del mismo modo que un ciego vuelve a casa en su ciudad, tanteando, presintiendo, descifrando claves en la incierta oscuridad familiar.

Cruzar Argel una vez más, aún en la imaginación, es volver a las aguas primigenias, fuente de recuerdos inextinguibles. No conozco Estambul, pero sí Marsella, y siempre pensé que una combinación de ambas podría reproducir de algún modo a esa joya fantástica del Mediterráneo que es la bahía de Argel. Digno marco de lo que allí acontece, de gentes e historias en extremo singulares, de mujeres tocadas por el misterio que encubre y descubre el shador blanco con el que muchas de ellas van veladas, la ciudad de la Cashbah fue llamada por los franceses Alger la Blanche; los franceses, esos bárbaros galos que fueron durante más de un siglo patrones crueles de “árabes” sometidos y expulsados de sus tierras y hogares y a quienes éstos ahora emplean como cooperants y tratan, si no con hostilidad al menos con un íntimo rencor, con un distante menosprecio.

Trasuntos de aquel tiempo, ahora escasamente perceptibles, pueden evocarse todavía las emociones confusas y contradictorias que anidaban en el ánimo de los ocupantes franceses. A lo largo de varias generaciones, en ellos, como en todo colonizador, prevalecía un sentimiento ambivalente: el del desarraigo de la antigua patria y el del amor a la nueva tierra. Y en el trasfondo, allí donde se articulan y entretejen los verdaderos dramas de la existencia, la horrible sensación de solidaridad frustrada, la imposibilidad del acercamiento y la convivencia, del simple contacto humano y los amables goces de la amistad o el cariño que jamás podrían florecer entre comunidades confrontadas, en sociedades duales donde la dominación y la exclusión constituyen no sólo cuestiones de principio, en la ley y en la moral, sino parte esencial de una realidad cotidiana y brutal.

Provincias ilegítimas, agrupamientos implantados por la fuerza sobre los hombros y las conciencias formidablemente amalgamadas de las poblaciones indígenas que al alcanzar un cierto grado de autonomía comenzarían a romper, anticipando rebeliones independentistas, lazos seculares de subordinación, pero sobre todo de tiempos culturales e históricos que los mantenían vinculados a la antigua metrópoli. Así, a la par que un gregarismo aislacionista y una mórbida necesidad de afirmación y reconocimiento, junto a sordos temores e inquietudes sobre un futuro más que incierto, día con día aumentaba por parte de las autoridades coloniales la dureza en la represión y en algunas formas de violencia que durante la guerra, tocando ya a sus puertas, habrían de alcanzar extremos de crueldad apenas concebibles.

El extenso y templado litoral del “Mediterráneo africano de Francia”, las nevadas montañas del Atlas, los variados paisajes y las riquezas subterráneas del desierto, los ríos y valles envueltos en esa atmósfera densa y luminosa que arrebataban el espíritu de los pieds noires servían, no obstante, para hacer más sensible su desgarrador confinamiento. Porque son los hombres la sal de la tierra, de su esplendor y su alegría, y un hombre libre sólo puede encontrarse como tal, ver su imagen y semejanza, en la mirada de otro hombre libre. Sin duda, los espíritus más despiertos vivían esas terribles contradicciones como una dolorosa fatalidad contra la cual la carne misma se revelaba. Veinticinco años después de la cruel guerra de liberación de los árabes y bereberes contra los últimos “romanos” de las Galias, seguían siendo visibles las huellas, los estragos de aquella pesadilla colonial.

Prolongación directa de las bárbaras costumbres y mistificaciones del esclavismo, que en sustancia se traduce en el “derecho” de unos hombres de apoderarse no de tierras baldías, puesto que tienen dueño, sino de otros hombres, los que las habitan y a los que se niega la dignidad del espíritu, la ética del colonialismo resultaba ya un evidente anacronismo y una perversión moral que ninguna “evangelización” o “civilización” intentaría verdaderamente legitimar, ni siquiera dentro de los ghettos del apartheid que hasta hace muy poco aún mantenían los “blancos” del África austral, auténticas piezas de museo, ínsulas separadas de la historia humana en el espacio y en el tiempo. Vale decir que si algo pudo desatar una guerra civil entre los franceses por la cuestión argelina fue justamente la amplitud, la intensidad del clamor de una conciencia social finalmente avasallada por la repugnancia intolerable de su propio crimen: mutilar, aniquilar en otros la propia libertad.

Después de guardar parsimoniosamente las maletas, Raschid, apoderado del volante, avanza calle abajo con su complaciente sonrisa hasta desembocar, con cierto aire de júbilo, en la avenida que da al Aletti, antiguo hotel casino, para continuar luego a lo largo de los blancos portales en dirección de la costera que corre hacia el Este.

Al caer la tarde del siguiente día, cuando nos acercamos a Timgad, todo parece haber pactado: luz y color, aire y silencio, calma e intensidad. Todo se ha detenido allí. Acaso, cuando más, el sonido de las ruedas de nuestro automóvil irrumpe en la majestuosa quietud del escenario. Pero es el contacto de las gomas con el terreno quebradizo y polvoso, en contraste con la quietud que domina esa zona sagrada, lo que nos hace más viva la idea de profanación, de violencia, que de más en más va apoderándose de nuestros sentidos…Ahora percibo en el aire, en ráfagas tenues y sucesivas, el perfume de jazmines y de geranios silvestres, el aroma agrio y sensual de las grutas ocultas, como si de ellas emanaran sudoraciones íntimas apenas perceptibles. Allí, bajo el claro manto estrellado, como un vago y lejano rumor, creo escuchar palabras y voces latinas, ecos de los antiguos romanos tiempos.

Cálido, rosado, contra el resplandor solar se dibuja el perfil del horizonte. Los pardos, rojizos copos de nubes que los vientos alisios forman y deforman, van agrupándose, condensándose en volutas doradas que un dios pagano, con su divino soplo se complace en configurar, en crear y en recrear.

Uno, dos, trescientos guerreros fatigados (¿heridos, jubilosos?) habrán avizorado, desde estos mismos terregosos caminos, las primeras luces que se encienden en la regia ciudad. Pocas colonias habrán tenido asiento en tierras más propicias que estas norafricanas para albergar el fasto y la gloria de aquella Roma. Avanzamos por la calzada real pavimentada por grandes bloques de piedra gris. Frente a nosotros, umbral o pórtico de la ciudad, aparece el arco de los emperadores con sus relieves e inscripciones escasamente visibles y su extraña majestad desafiante. Aún ahora, pasados los siglos, atravesar ese arco es reverenciar, reconocer la férula romana, cosa que en un bárbaro del sur, ajeno a todo imperio o monarquía (pero no a dictaduras), provoca desasosiego y rebeldía profundos. Pasamos de lado.

La fiesta de la noche ritual ha comenzado. Junto a Venus, el astro más brillante, van dibujándose las constelaciones boreales en el cinturón de Cáncer. Se oyen zumbar los luceros fugaces como chispas que entran silbando en la húmeda atmósfera, pequeños cometas que descienden a la distancia del ojo humano. La brisa leve y cálida sacude las ramas altas de los eucaliptos. Las lozas, las columnas cortadas, los cimientos de piedra caliza, retienen todavía en la penumbra los residuos de una carga solar continua y prolongada a lo largo de uno de los últimos días del verano.

Aquí, tierra adentro, pero no demasiado lejos del mar, de Anabba, puerto que separa en el Mediterráneo las antiguas provincias de Numidia y Cartago, hemos venido a encontrar asiento en la base de enormes ollas de barro colocadas en hileras pareadas, como pedazos de conchas refractarias, en las que se producía y almacenaba el vapor que mediante simples e ingeniosos mecanismos de ductos subterráneos aprovisionaban las galerías de los baños. Estamos en las termas de Timgad.

Timgad (100 d.c.) ocupaba una extensión de no más de unos 30 acres. Pompeya tendría unos 150, Nueva Cartago 1,200 y Roma, ya en la época de los Césares, llegó a extenderse sobre más de 3,000. Construida siguiendo el modelo de la clásica polis griega, además de estar dotada de servicios públicos tales como acueductos, templo, mercado, baños, plaza y portales adornados con estatuas y fuentes, Timgad contaba con lo que podríamos llamar su barrio residencial, y en los alrededores del coliseo, a orillas de la ciudad, sus barriadas populares para ciudadanos pobres, libertos y esclavos. En forma similar a las bien conocidas villas de Pompeya, las mansiones de los notables contenían pisos de mosaicos, muros con pinturas al fresco evocando motivos ahora considerados paganos, patios circundados por columnas de mármol, marcos y ventanas de preciosas maderas labradas, agua corriente, baños, letrinas. Las casas de los comerciantes menores, artesanos y trabajadores, dentro de la polis eran de una o dos habitaciones con tejados o terrazas y un pequeño huerto. Un privilegiado panadero poseía, en el piso inferior al de las habitaciones, dos hornos y tres molinos tirados por burros.

El comercio, que naturalmente concentraba riquezas y hacía florecer a las ciudades mayores, mantenía un flujo constante de bienes y personas de tan sorprendente variedad que sólo podría pasar inadvertida, entonces como ahora, para los xenófobos y los sedentarios. Para los mediterráneos de los siglos II y III D. C. no eran extraños los perfumes, especies, drogas, marfil y joyas de África, Arabia e India; el oro, las pieles y maderas de Siberia y Rusia; el ámbar del Báltico, los metales de Britania y de España. También la seda, conchas, mirra, ébano, coral, lapislázuli e inclusive monos y pericos, leones, tigres…y alguna vez elefantes que iban y venían con las caravanas de los mercaderes. Una peculiar rama del comercio en la que Julio César incursionó en su primera juventud, con fatal desventaja para sus antiguos secuestradores –un grupo de piratas a los que degolló y crucificó– era el tráfico de esclavos. Británicos, etíopes, rusos marroquíes, españoles, iranios, griegos, judíos, armenios, germanos, eran no sólo botín de guerra sino piezas de caza que se obtenían en expediciones regulares destinadas específicamente a recolectar esclavos a los que se vendía en las plazas de Selucía, Antioquía, Alexandría, Cartago o Roma. Entre ellos figuraban a veces hombres y mujeres cultivados: doctores, científicos, artistas, sacerdotes, prostitutas, jefes militares.

Los agricultores y pastores, anticipando lo que luego sería el “diezmo” a las iglesias, estaban obligados a rendir por lo menos la mitad de sus cosechas y productos al Imperio, y cambio recibían, de tiempo en tiempo, semillas de maíz sirio y griego, higueras de Asia Menor, vides del Egeo, ovejas de Arabia y cerdos de Sicilia. El gobierno, los códigos y los ejércitos, pero sobre todo el comercio, al que ciertamente no se puede contener con leyes, integraban y extendían los dialectos latinos en sustitución de los griegos, afianzando la unidad cultural y política de lo que fue la vasta civilización helénica.

Rescoldo en la memoria, viejos fuegos de los que ahora sólo quedaban brasas, pero fuego al fin, eran las vívidas imágenes, nítidas, separadas, o bien el tumulto de fragmentos como río de espejos en los que alternativamente aparecían brazos, pechos, labios y al mismo tiempo gritos, llanto, denuestos, libros por los aires en dirección de su cabeza o emprendiendo por las ventanas abiertas un errático vuelo al vacío; todo bajo el signo de la pasión, peculiar sentimiento que hace presa sólo de aquellos cuyo sino, por más oculto que pueda parecer, es el frenesí del desbordamiento, de la desmesura.

Nunca vio tantas lágrimas juntas como esa tarde en que Sabina dio libre curso a sus remordimientos y reclamos, acumulados y reprimidos por años, por décadas. Más que una duda acuciante, desgarradora, sobre su propia condición de amante y de amada, lo que oprimía y liberaba su espíritu, lo que tocaba en lo más vivo su carne y su sangre en los extremos de la ternura y la desolación era una pura, poderosa nostalgia de lo irreparable, de lo inaccesible: el amor vivo, cabal, cumplido. Como toda mujer enamorada de su propia ilusión, con el ímpetu de sus treinta y dos años y la vehemencia del oleaje que asedia y rompe furiosamente sus crestas contra los farallones acosados, Sabina descargaba ruegos y quejas, imprecaciones y reclamos, odios, culpas, deseos, en el desencadenamiento (¿desmoronamiento?) incontenible de la catarsis. Luego que las furias invocadas hicieron su parte con la fuerza de los orígenes, con la misma verosimilitud de las tragedias que allí, siglos atrás, debieron ser personificadas, pasada la tormenta, extenuada, silenciosa, Sabina caminó lentamente hacia las luces de la posada. Dos perros ladraban en la oscura distancia.

Después de todo, Sabina, tu propia historia te devuelve, te remonta en dirección de estas romanas gentes. ¿No naciste tu misma en un pequeño pueblo de la Luguria, y no son tus padres hijos de hijos de romanos, y no es tu primera lengua aquella en la que dijo Leopardi, retomando los versos de su padre: “Lingua mortal non dice/Quel ch’io sentiva in seno”? Luego del llanto los amores, entre olivos y tumbas talladas, bajo pesadas vigas que soportan los tejados mohosos del albergue.

Son discernibles todavía, en tus desplantes y en tus gestos, ciertos rasgos a la vez primitivos y de noble estilo de tus bárbaros antepasados etruscos. Por ejemplo, en los raptos de furia concentrada que centellea en tus pupilas cuando reclamas la inmortalidad que a veces, con las alas heridas, llegamos a rozar, palpamos, o en la manera de mover las piernas largas y doradas y las altas caderas aquí, en este lecho de Timgad, en esta noche contrastada y frenética, exhalando quejidos suaves y chillantes que amenazan con despertar los cuerpos adormecidos en nuestro derredor cuando al fin estalla el divino placer de tu vientre exaltado. ¿Ángeles lastimados, tú, yo, los otros? Juntos vamos cayendo de uno en uno, uno detrás del otro, encadenados. Limones y jazmines que en el último abrazo de la noche rinden su fragancia oculta, su más íntima luz, huelen a hermosa muerte, lenta, de pétalos quemados por un lánguido sol. Piedra que cae en el agua, fuerza bruta, pesada, rompiendo la armonía en denso movimiento, pausado, intenso, danza húmeda, historia inscrita en la extensión ¿de qué memoria? Muy cerca y muy lejos, los extremos igualmente ciertos se encuentran, se tocan.

Antes que el sueño abrazara en su tibio regazo los cuerpos confundidos flotaron en la estancia, transfiguradas, las imágenes y los versos de aquella Silvia a la que Leopardi pudo elevar –corregidos ahora y enmendados– estos líricos cantos:

¿Puedes aún recordar, Silvia,
de tu vida inmortal, el tiempo
en que resplandecía, fugitiva,
la belleza en tus sonrientes ojos,
y tú cruzabas, alegre y pensativa,
los días de juventud?

Miraba el cielo sereno,
los dorados caminos y los huertos:
el mar aquí: allá el monte, a lo lejos.
No dice lengua mortal
lo que sentía en mi seno.

¿Es este el mundo aquél? ¿Éstas
las alegrías, el amor, las obras, los empeños
de los que tanto, juntos, conversamos?
¿Ésta la suerte de la humana gente?

Transparencia velada, la ruborosa luz matinal va cambiando del color de la naranja al de la miel. Conforme asciende el astro, un sol romano establece su imperio en el mediodía. Atrás quedaron los sueños turbulentos, las tinieblas. A las imágenes nítidas y truncas, a la danza de las señales nocturnas y de los silencios entrecortados, al extraño desasosiego y a la tristeza inconmensurable que angustiaba nuestros pechos la noche anterior, se sobreponen ahora la luminosidad, la calma, el esplendor del trazo y la solidez de una ciudad que pareciera haber sido cortada de un tajo por mitad. Unas cuantas cabezas, capiteles, coronas, unos cuantos hombros poderosos quedan en pie, entre las columnas de la vencida cúpula del templo de Júpiter. Allí podría uno, del modo en que lo haría Gulliver en la maqueta de un escenario, reconstruir los acontecimientos, el diario tráfago de la vida simple y común de aquella gente en aquella época.

Un ave ha remontado el vuelo majestuoso –¿es el águila de los estandartes que vinieron a implantar hasta aquí las cesáreas legiones?– y al cabo de varias vueltas sobre nuestras cabezas vuelve a posarse visible y arrogante, como si fuera ella la que nos contempla, en la punta de un olivo solitario. Sólo una piedra salida de la honda de David o una saeta del arco de Ulises podrían alcanzar ese blanco, ese orgulloso pecho blanco. En los alrededores el rastrojo de los trigales recién cosechados tapiza con su pelambre de león las suaves colinas. Contrastando con la tierra sombreada del fondo de la barranca las piedras blanquecinas, saturadas de sol, reflejan y devuelven su luminosidad al cielo abierto. Es el cenit, la hora canicular. Y a pesar de todo algo de nosotros queda confinado, encerrado, entre las ruinas de este paisaje sagrado y silencioso.