Madrid, 2011.

La Plaza de la Independencia descansaba de un día de otoño todavía caluroso. Ramón había quedado en encontrarse con Álvaro y Nuria en una cafetería ubicada cerca de la casa donde había transcurrido su infancia, pero se retrasaban. El camarero le avisó que iban a cerrar. Apuró el zumo de naranja y esperó en un banco de la Plaza. La piedra estaba fría. El fin del verano, con su tono melancólico, opacaba su mirada. Para evitar contemplar el tráfico intermitente que rodeaba la Puerta de Alcalá, se sentó dando la espalda al Retiro. Reparó que en la fachada más cercana había una placa conmemorativa del nacimiento, en 1895, de José Bergamín, el poeta de la España peregrina. Era la primera vez que la veía. El pasado dejaba sus huellas en la ciudad, pero había que pararse para poder advertirlas. Recordó los versos que un profesor de literatura, con fama de raro, les hizo aprender en el instituto. Se lo agradecería muchos años después, cuando vivió en Montevideo y Miguel, un emigrante aragonés, le contó la estancia de Bergamín en Uruguay, un país que definía como “la España que pudo ser”. El poema era como de hoy siendo de ayer, atestiguaba su contradictoria esencia:

Ni grande ni pequeña, sin medida,
Enorme en el afán de su entereza,
Única siempre pero nunca unida;
de quijotesca en quijotesca empresa,
por tan entera como tan partida,
se sueña libre y se despierta presa.

Ramón le debía a Miguel el haberle enseñado a entender el relato migratorio de españoles en Uruguay. Le conmovía la memoria que había preservado de aquella salida de la miseria. Uno no elegía nacer en plena guerra. Tuvo que esperar a cruzar el Atlántico en un vapor francés para ver el pan blanco. El barco era más grande que un edificio e iba cargado con personas a la ida y con carne de ganado conosureño a la vuelta. Su familia había sido reclamada previamente por un tío suyo que dejó España poco antes de que acabara la guerra. Fue la única posibilidad que tuvieron para subsistir. Su padre había sobrevivido a los juicios sumarísimos, pero no pudo aguantar el aislamiento que su carpintería sufriría. Marcado por rojo en su pueblo de Teruel, nadie se atrevía a hacerle encargos y, menos todavía, a comprar sus creaciones. Mientras comían en aquel restaurante de la Ciudad Vieja, Miguel partió un pan por la mitad y le contó a Ramón que, por un tiempo, casi su único alimento fueron los bordes que el cura dejaba al cortar las hostias consagradas cuando preparaban la liturgia. Se había alistado como monaguillo para poder echarse en el faldón los trozos sobrantes del pan ácimo. «Comer el cuerpo de Cristo —le dijo— es una costumbre antropófaga». El hambre no inyectaba la fe, pero podía animar a servir a la iglesia a cambio de las migajas. Por eso le seguían impresionando los panes blancos y no entendía por qué la gente los dejaba a medio comer en los restaurantes. Ese fue el segundo gran aprendizaje que recibió de Miguel. Tener la sensibilidad de respetar cada pedazo como si fuera lo único que tendría en todo el día.

Los compañeros ya estaban en la puerta de la cafetería cerrada cuando su rostro se giró. En esos momentos hubiese preferido permanecer todavía unos instantes masticando esas palabras rescatadas de un lugar remoto, aunque aquella reunión intempestiva, que había evitado el correo electrónico y los teléfonos, tenía que buscar soluciones rápidas a las dificultades de última hora. Álvaro y Nuria venían de pasar la noche en la cárcel tras ser acusados de desórdenes públicos y atentar contra la autoridad en una protesta convocada por la Plataforma Democracia Real Ya y Juventud sin Futuro. No eran los únicos que se enfrentaban a penas consideradas por algunos ejemplarizantes. «Tenemos que buscar un equipo jurídico que nos apoye —afirmó Núria—. Las penas son desproporcionadas para los hechos acaecidos y descontextualizadas de esa efervescencia del descontento social derivado de los altos niveles de paro juvenil, los escándalos de corrupción políticas, el abuso del poder económico y la especulación con la vivienda. La ciudadanía está indignada, nos sentimos vigiladas». Ramón reparó en la farsa de la libertad proclamada: el mito de la transición cayendo sobre sus huesos jóvenes, sobre todas las mentiras enfrascadas y etiquetadas que habían salido de esa otra fábrica de propaganda que funcionó sin descanso desde los años setenta. Vidrios rotos que ahora penetraban en sus carnes, dispersando su esencia en el aire. Bergamín, pensó, también había combatido esa idea de «transición ejemplar» que dominó el imaginario colectivo durante casi cuarenta años. Se caían los pedazos de un sueño democrático «teledirigido», que nunca llegó a apostar por una educación integral que facilitara la participación real, sino que optó por el camino del control que alimentaban las series hechas a medida para adormecer. Nunca se apuntaba al verdugo, al que vilipendió, torturó, abusó, corrompió y estrujó la vida de un pueblo ávido en limosnas. Álvaro y Nuria estaban allí, junto al poeta peregrino que, de repente, aportaba luz a su análisis del pasado desde algún lugar oculto entre los muros de un edificio que había mirado por más de un siglo a la Puerta de Alcalá. Esas piedras le estaban hablando, aunque habían sido traídas desde muy lejos y parecían entumecidas por la vorágine de la ciudad.

Miguel le había contado cómo era la escuela española del pueblo turolense donde estudió. Todavía recordaba cuando el padre Emeterio pasaba lista y llegaba a su nombre. Él evitaba problemas y siempre respondía: «Miguel González, presente. Para servir a la Patria, a Dios y a usted». A rezar y practicar algunos ejercicios marciales era casi todo lo que los curas le habían enseñado. Aprovechaba bien las clases de gimnasia para combatir el frío invierno aragonés con una única muda de pantalón corto y camiseta interior que su madre lavaba y recosía cada noche. Acostumbrado a recibir de la iglesia su parca alimentación, educación y una promesa difusa de la salvación de su alma, le extrañó encontrar un Montevideo donde las reformas batllistas exhibían con orgullo el laicismo. Miguel siempre había encontrado caminos para salir de ese control total que, como cualquier fundamentalismo, penetraba en los muros de todas las construcciones. Años después, también se rebeló contra el poder del nuevo dios que le amparaba: su partido político. La dignidad demandaba su acción para no dejar las cosas tal y como estaban, aunque no tuvo mucho éxito. Por entonces gran parte de la izquierda uruguaya se sentía traicionada por el dirigente colorado, quien se presentaba como el amigo del secretario general del PSOE. Esa fuerza política era la misma por la que el padre de Miguel había luchado en la Guerra Civil. Las ideas que propugnaban le costaron la ruina y el exilio. Miguel heredó su militancia y un año estuvo guardando las denuncias de la ciudadanía contra el presidente uruguayo para hacerlas llegar al líder español en la reunión anual del partido. Allí le informó de todos los atropellos que el dirigente colorado cometía contra los principios que parecía defender. Le dieron la razón como a los tontos y algunos golpecitos en la espalda. Miguel no tardó en darse cuenta de que a esa relación ambos partidos llegaban por la izquierda y se tocaban por la derecha. Los nuevos aires habían seducido a crédulos e incrédulos. Las viejas creencias, incluso las que seguían siendo válidas, se retorcían como enredaderas moribundas en muros que no tardarían en desplomarse.

Ramón, Núria y Álvaro buscaron otro lugar para refugiarse del fresco y poder charlar con mayor comodidad. Pese a esa imputación, las cosas iban bien. «Los perros ladran, la caravana pasa» —dijo Núria. La última asamblea del Movimiento 15M del barrio de Salamanca les había abierto la mente. Allí se daban cita personas de distintas procedencias y generaciones. Algunos padres que nunca pudieron estudiar, que trabajaban de fontaneros, mecánicos o albañiles, mostraban su perplejidad al ver que sus hijos universitarios no entendían la fragilidad de las conquistas. Se había abierto un debate de si esa asamblea debía ayudar en otros lugares a que los inmigrantes no perdieran sus casas o concentrarse en otras tareas urgentes que debían acometerse cerca. Al final se decidió que hubiera apoyo libre, pero que parte de la acción política fuera dirigida a intentar comunicarse con el vecindario para cambiar la imagen que los medios de desinformación daban del movimiento de indignados. Que fuera la experiencia del contacto en la calle la que sirviera para juzgarlos. Empezaron elaborando pancartas y camisetas junto a la gente que que disfrutaba de un día de sol en la Plaza Dalí, un espacio alquilado por el ayuntamiento a empresas privadas. Se reducía el ágora pública mientras aquella desinformación les acusaba, subrayando «que eran pocos» «que no eran representativos de la ciudadanía», «que eran radicales y perroflautas». Prefirieron optar por acciones que no buscaran atajos a costa de los otros, sino que abrieran espacios para compartir. Una podía desviarse de las vías de acero por donde la locomotora de la historia dominante se desliza, aunque ya forme parte de ella.

Álvaro relató cómo habían organizado la colecta por suscripción popular para colocar una placa recordando la existencia de una cárcel de mujeres durante la dictadura franquista. Recuperar y compartir memoria entre personas del pasado y del futuro. La pervivencia doctrinal de quienes regentaban las instituciones públicas había preferido borrar ese capítulo de la historia. Por la prisión de Ventas habían pasado cientos de presas, algunas murieron entre rejas. Solo seguía viva una de ellas, aunque los achaques de salud le impidieron estar presente el día del homenaje. Mientras Nuria y Álvaro le contaban aquella hazaña, Ramón no pudo evitar acordarse de la cárcel de Punta Carretas, de donde se habían fugado en 1971 más de cien militantes tupamaros. Dos décadas después, fue vendida a un consorcio inmobiliario. Cuando llegó a Montevideo ya era un centro comercial. Las autoridades sugirieron incorporar una placa para testimoniar ese pasado gris, pero, ante el esplendor de los escaparates, apenas se lograba distinguir lo que allí estaba escrito y cada vez menos personas le daban sentido.

Cuando disolvieron aquel encuentro, Ramón volvió a recuperar el silencio y la oscuridad en la Plaza de la Independencia. Núria y Álvaro le habían convencido para actuar de enlace entre el movimiento y las redes internacionales similares. De pie, se preguntó si solo haría falta pasar por debajo de la puerta más castiza para darle la vuelta a la ciudad. Todavía escuchaba los ecos del poeta susurrando desde algún lugar bañado por el Plata, junto con un coro danzante compuesto por las mujeres de la cárcel de Ventas y los presos uruguayos de Punta Carretas. Presas de un lado y de otro, de un tiempo y de otro, aunaban su coreografía bajo los cinco vanos del monumento de piedra. Alguna vez había pensado qué tipo de personas firmaban la acusación de un condenado por motivos de creencias políticas: quiénes eran ellos en realidad, si les movía el fanatismo, el integrismo, las inercias vacías de catecismos fascistas, el sentido del deber como buenos cristianos en guerra contra el ateísmo y la masonería, el espíritu burocrático del muerto de hambre que quiere resarcirse…

El poder absorbe la valentía, la capacidad o las ganas de buscar preguntas. Unas personas cometen abusos, otras resisten y muchas miran. El espectáculo está servido: iremos al lugar donde nos quieran llevar, seremos conducidos por alfombras de asfalto al centro comercial o al campo de fútbol. No hay que pensar más, ya estamos dentro y nuestro futuro será fluir por los caminos trillados. Hablamos de cualquier cosa sin tener datos ni pudor para opinar. Es ciega la obediencia de las olas. Había otra España peregrina, víctima de la especulación, de la avaricia de los grandes bancos, de la mediocridad de las clases dirigentes, de la pasividad de su burguesía… Ese era el fracaso de un proyecto común, pero abandonar el barco y dejarlo hundirse no mejoraría las cosas. A Ramón le tocaba quedarse. El mundo entero era de los jóvenes, del nuevo éxodo que provocaría desajustes y acumulación de tesoros que irían rescatando de otros lugares. Por eso pasaban el día mirando una pantalla, buscando oportunidades para abrir su paleta de elecciones o encontrar caminos diferentes, campos para encajar en trozos de sí mismos o de los otros. Era el anonimato de la muchedumbre. Ramón siguió observando la danza. La Puerta de Alcalá había quedado repleta de fragmentos, filtros inoportunos, ruidos sin instrumentos, cometas de dos velocidades, paraísos sin agua, gritos sordos, paradas en no lugares y espejos de vacuidad.

Sus visiones sin sentido eran igual que el cóctel molotov de la historia y sus silencios.