Según las sensibilidades de la persona a la que se le pregunte, el 12 de abril del año pasado fue un día infame en la historia contemporánea de Japón. Uno por lo demás tranquilo —hasta hizo buen clima—, aunque puede ser que, semanas antes, alguien con un ojo adiestrado para los augurios hubiera observado algo curioso en el vuelo de los pájaros, o tal vez en la forma y el color de las nubes que colgaban sobre Tokio, pues aquel fue el día en el que la Torre Nakagin se encontró al fin con su destino.

No fue un asunto que a muchos gustara, en especial para algunos de sus residentes. Pero también es cierto que, entre los involucrados en el asunto, gente de gobierno y desarrollo urbano, los hubo quienes sonrieron cuando la maquinaria comenzó su trabajo de demolición. O, más bien dicho, de desmantelado, ya que cada una de las 140 cápsulas que hicieron el papel de fachada se mantenía anclada a los núcleos de acero y concreto que, durante 50 años, dieron verticalidad al edificio. También su espacio para las escaleras y los servicios de agua, gas y luz que debían nutrir de manera discreta a cada uno de los pequeños hogares.

Pues eran pequeños, pero no por eso carentes de comodidad y lujo. De cuatro metros por dos y medio, adornadas por una única ventana como óculo, y fabricadas de armadura de acero, el interior de esas cápsulas contenía todo lo indispensable para un ermitaño urbano, la pequeña familia, o el salaryman que solo necesitaba de un techo bajo el cual pasar las horas previas a su regreso a la oficina. Camas cómodas y escritorios de madera. Armarios justos y baños amplios. Un hogar pequeño pero seguro, y la sensación de pasar la noche del futuro en el sueño del presente.

Su construcción coincidió con el inicio de la década de los setenta y, para 1972, los primeros residentes ya ponían pie sobre sus salas y recintos comunitarios. Con sus trece pisos de altura, la Torre Nakagin se levantó sobre el barrio de Ginza como un arreglo de flores. Una vegetación tecnológica, no muy diferente a cualquier otra de las construcciones que podían encontrarse en Vermilion Sands y otros distritos del inconsciente que durante la misma época fueron descritos por J. G. Ballard. Aunque es cierto que por algunos años fue una visión del nuevo mundo que se cernía sobre el Japón de aquel entonces, su valor histórico hoy día no fue considerado el suficiente para garantizar su preservación. De ella tan solo quedan sus planos y el recuerdo de quienes hicieron vida en su interior. También unas cuantas cápsulas que han sido guardadas, listas para enviarse a un museo en Asia o Europa, o tal vez a la colección privada de algún príncipe de los Emiratos Árabes.

Ya se han escrito muchos lamentos sobre su pérdida, pero nadie parece haber dicho algo sobre lo natural que se siente su desaparición. Que la Torre Nakagin haya terminado sus días por el exceso de fugas y los derrames, las rencillas entre dueños y residentes, los altos costes de mantenimiento, las fallas estructurales, y el poco provecho que se le sacaba al valor de la propiedad en la adinerada Ginza —sumado a otros estragos del tiempo—, parece seguir al pie de la letra las conclusiones últimas de la filosofía arquitectónica sobre la que la torre se sustentaba. Un caso más bien de muerte natural y no por mala gestión.

De entre todos los edificios a su haber, construidos o tan solo diseñados, la Torre Nakagin fue la mayor representante del Movimiento Metabolista, una corriente de arquitectos y diseñadores nacida poco después de la Segunda Guerra Mundial. Su faceta práctica se encontraba en la reconstrucción de Japón por medio de las técnicas de fabricación masiva utilizadas con anterioridad por la maquinaria bélica. Su faceta filosófica, en cambio, estaba en concebir la ciudad y sus componentes como si de organismos se tratase, sometidos a las mismas leyes de crecimiento, adaptabilidad y mutabilidad como las que rigen a las distintas formas que la vida toma en este planeta.

Había pragmatismo detrás de esto. La rigidez de la ciudad, el edificio y la casa, observaron los metabolistas, era el mayor problema para el desarrollo de nuevos y dinámicos programas de uso en un entorno en el que el crecimiento urbano y poblacional, sumado al avance tecnológico, amenazaba con dejar atrás los viejos modelos con los que se entendía el entorno construido. El movimiento halló sus primeros referentes en ideas de Le Corbusier y otros arquitectos asociados al Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, pero su mayor influencia se encontraba en ciertas sensibilidades marxistas y en los procesos biológicos pensados para fines ingenieriles. La ciudad vista como un organismo adaptable al cambio, compuesto a su vez de otras estructuras menores, pero armónicas con el grueso del entorno. Igual como los distintos órganos del cuerpo preservan una armonía que permite el buen funcionamiento de la totalidad del individuo.

Vista de esa manera, la relación entre la ciudad y el ser humano concebida por los metabolistas era similar a la de arquitectos como Paolo Soleri, quien por esas mismas fechas comenzaba sus propias teorías sobre la construcción de ciudades futuras, comprendidas estas como entidades autosuficientes de la misma manera como lo es un cactus del desierto. Pero mientras las «arcologías» imaginadas por Soleri tomaban a lo biológico como una analogía con cual entender las posibilidades del entorno urbano, los metabolistas lo tomaron como modelo a seguir no solo en lo filosófico, sino también en lo funcional. Sus propuestas para nuevas tipologías urbanas y domésticas comenzaron a tomar las formas abstractas y fractales que se encuentran en la naturaleza, como las hojas de los árboles, los sistemas sanguíneos, los microbios y las células, siendo estas últimas la base bajo la que se sustenta toda la vida. El movimiento ganó fama gracias a la gran promoción que se le dio durante la Conferencia Mundial de Diseño de 1960, en Tokio, e inició las carreras de muchos de sus teóricos. Entre ellos, Kisho Kurokawa.

Él fue uno de los representantes más vistosos del movimiento, así como una de las voces más imponentes de su estructura ideológica. Joven y distinguido, la suya era la elegancia sutil que se encuentra en el alma de lo japonés, una que estuvo presente de una u otra manera en toda su obra. En los años de juventud, sus intereses profesionales fueron una mezcla entre las preocupaciones de una sociedad devastada por la conflagración de la Segunda Guerra Mundial, la ingeniería de los nuevos procesos constructivos, y el sustrato filosófico de una forma de vida más acorde con esos nuevos tiempos. Estudió bajo la mirada de Kenzo Tange, quien ya entonces era una figura legendaria más allá de Japón, y de cuyo riego crecieron también las carreras de otros arquitectos asociados al movimiento metabolista.

Para Kurokawa, el principio orgánico de la nueva arquitectura abarcaba toda la escala constructiva. Desde la ciudad al espacio público, el edificio y la vivienda, todo debía sustentarse —como la vida misma— por una unidad constructiva que permitiera el surgimiento de los ambientes dinámicos de un país en transición. El hogar, la familia, el individuo, las unidades básicas de la sociedad veían su reflejo en unidades constructivas a su vez básicas, y cuyas dimensiones mínimas ofrecían el espacio suficiente para permitir las funciones esenciales sobre las que se sustenta el bienestar de una población. Un lugar para vivir y descansar, pero que a la vez tuviese la flexibilidad suficiente para permitir cambios, crecimiento y nuevas adaptaciones al entorno. Como los organismos que adaptan a los cambios en su ecosistema, o se ven beneficiados por los procesos de la selección natural.

En el imaginario de Kurokawa, la cápsula tomó el lugar de la célula sobre la que todos los organismos vivos se construyen. La idea se le ocurrió una tarde, mientras observaba a sus dos hijos apilar cubitos de madera en construcciones que, sin plan aparente, tomaban geometrías como las formas vegetales. Hizo notas al respecto, garabateó bosquejos, trabajó toda la noche. Él no era el primero a quien la cápsula seducía con la simplicidad de sus formas, su ilimitada posibilidad de crecimiento más allá de los horizontes, pero sí fue el primero entre los metabolistas —y entre el grueso de los arquitectos— en aplicarla a un proyecto funcional y, más importante aún, construido. Ya tiempo antes, Arata Isozaki había introducido ideas similares con su proyecto «La Ciudad en el Aire», pensado como una ampliación del barrio de Shinjuku, en Tokio. Un proyecto hinchado por los aires del futuro, pero cuyas dimensiones escandalosas y excesos experimentales no permitieron su construcción.

Aunque Isozaki solo estuvo asociado con los metabolistas de manera tangencial, su proyecto sirvió a Kurokawa como base para argumentar la validez de la cápsula. Pronto la fortuna llamó a su teléfono, y la comisión para un proyecto de vivienda le permitió poner en práctica el diseño con el que había trabajado desde aquella tarde de juego y ocio con sus hijos. El programa de la Torre Nakagin incluía su base a nivel de calle y los dos núcleos verticales, estructuras rígidas que bien podrían pensarse como la raíz y el tallo de la planta que transportan nutrientes y dan sustento estructural a las hojas y la flor. O también como el esqueleto que protege a los órganos, da rigidez al organismo, y es revestido por la musculatura, los sistemas venosos y la piel que da forma e identidad corporal al ser humano.

Visto todo de esta manera, las cápsulas de Kurokawa fueron pensada como unidades de vivienda enchufadas a los núcleos verticales. Sus dimensiones se pensaron para una construcción rápida y de transporte fácil desde un astillero no muy lejos del sitio de construcción, y su vida útil se proyectó entre los 25 y los 30 años, luego de los cuales sus dueños podrían optar por un reemplazo. De esta manera, la Torre Nakagin renovaría su piel de la misma manera como una persona renueva las células de su propio tejido epidérmico. Al igual que el proyecto de Isozaki para Shinjuku, la torre imaginada por Kurokawa permitía el crecimiento orgánico. Nuevas cápsulas podían ser adquiridas e integradas a las existentes, y en teoría, en un Japón imaginado tal vez por William Gibson o J. G. Ballard —o incluso Borges—, la Torre Nakagin hubiera podido crecer más allá de sus primeros límites, hasta convertirse en un barrio residencial dentro de la propia Ginza.

Pero los organismos también enferman, y la piel sufre quemaduras, cortes, abscesos y cánceres. La naturaleza, en toda su sabiduría, muchas veces no es el ejemplo más acertado a seguir, ya que las esferas de lo biológico y lo cósmico son muy diferentes a las de lo humano y lo social. A pesar de haber sido parte de su diseño, ni una sola de las cápsulas fue sustituida durante los cincuenta años de actividad que vio la Torre Nakagin. Pensadas para el tiempo y no para la eternidad —hasta donde los hombres podemos abarcarla— se debilitaron con el ir de los años. Acumularon desgastes y fugas, y estos se sumaron a fallas en la provisión de los servicios por parte de los núcleos verticales, así como a la problemática económica que es la constante en la cuenta bancaria de toda persona promedio. Sustituirlas en los cínicos 2000 resultó ser más caro que en los jóvenes 70, y ya desde el 2006 se consideró que el organismo Nakagin entraba en el invierno de su vida. El año pasado al fin entregó el alma.

Pero esta aún existe más allá de las páginas polvorientas de libros viejos sobre teoría arquitectónica. Gluon, una compañía japonesa de digitalización, se encargó de escanear cada una de sus esquinas poco antes de su último respiro. Ahora vive en los entornos virtuales, como hacen los fantasmas en algunas novelas de ciencia ficción.