Betanzos está a veinte kilómetros de Sada. Es una villa ilustre, fundada en 1219, hace poco más de ocho siglos. Fue una de las siete provincias del Reino de Galicia, cuando la patria de Rosalía alcanzó su mayor renombre e influjo en la Península Ibérica, extendiéndose hasta Braga, por el sur, en comarcas hoy pertenecientes a Portugal; internándose en territorios de León y Zamora, hacia el este.

Galicia, por su lengua vernácula, su historia y su cultura, debió haber permanecido más unida a Portugal, pero las veleidades históricas la llevaron a pertenecer a la España de las ansias imperiales, ávida por dominar la Península Ibérica, expulsar a moros y judíos, imponiendo la cruz, la espada y el rotundo castellano, y volcarse al plus ultra de los grandes océanos y los reinos fantásticos de ultramar. Galicia entró en el lento e implacable proceso de transformarse en una región cada vez más apartada de Madrid, desprovista de los beneficios de una Corte centralista y mesetaria.

Los anhelos de advenir a un sistema federal, incluidos en la Primera República española dirigida por Pi y Margall, fueron aplastados por la restauración violenta de la monarquía. En la Segunda República, los estatutos autonómicos de las tres nacionalidades históricas: Galicia, Euzkadi y Cataluña, abortaron con el golpe de Estado de Franco Bahamonde, para ser implementados, con derechos más restringidos que la propuesta originaria, a partir de 1981, luego del establecimiento, precondicionado por el dictador Franco, de la actual y contradictoria «monarquía democrática» de los Borbones, cuyo referente hiper ventilado está hoy oculto a la mirada crítica de su pueblo, después de haber defraudado los públicos caudales.

El desangramiento constante que supuso el proceso de emigración, acentuado en Galicia, durante los siglos XIX y XX, debilitó aún más sus estructuras económicas, menoscabando la lengua y la cultura vernáculas, en beneficio de poderes hegemónicos y globalizantes que siguen fortaleciendo la prevalencia de un sistema controlado por una concepción de Estado que continúa siendo centralista, a despecho de la división administrativa de las diecisiete autonomías.

Betanzos conserva su apostura de villa señorial, aunque advertimos el deterioro de casas y solares, corroídos por el tiempo y la implacable humedad. Algunas de estas construcciones recibirán la ayuda de la Xunta y del ayuntamiento, si poseen carácter de monumento arquitectónico; otras, quedarán abandonadas a su suerte y a las posibilidades pecuniarias de sus propietarios.

Pero estamos aquí disfrutando del atractivo de sus callejuelas que suben o bajan, respecto de la plateada cinta del río que comunica con otras villas y pueblos ribereños, en la multiplicidad de locaciones nominadas con la rumorosa lengua de la patria de Breogán. Contra lo que se pudiera deducir de las crisis sanitaria y económica, a la hora del almuerzo hay escasos sitios disponibles y los precios de la comida son altos, excesivos, diríamos, para nuestra condición de sudamericanos.

Merced a la diligencia de nuestro amigo y amable anfitrión, Paco Pita, accedemos a un restaurante o «casa de comidas», en las afueras de Betanzos. Nos sorprende el excitante aroma de la cocina, que se hará realidad gustativa y placentera en la mesa: caldo gallego, tortilla (estamos en la «semana de la tortilla»), callos a la gallega y bacalao, natillas, flan casero, leche frita... Bien podrían acompañarnos, en esta ocasión, Álvaro Cunqueiro y Pablo Neruda, comilones, sibaritas y larpeiros de antología.

Abandonamos Betanzos pasadas las cinco de la tarde. Volvemos a la marina de Sada. Comienza a llover, con esa intermitencia sonora que hace de Galicia la verde arpa de la lluvia, música que nos llena de nostálgicos amores.

Así como Eduardo Blanco Amor, después de su experiencia de Chiloé (la Nueva Galicia del Sur), declaró su imposibilidad para escribir, de manera objetiva, sobre el «archipiélago mágico», renombrado por Martín Ruiz de Gamboa en 1567, como Nueva Galicia, fundando la más austral de las ciudades con el nombre del Apóstol, Santiago de Castro, manifiesto mi dificultad en narrar mis experiencias aquí, en la tierra de Rosalía, sin el prurito de la emoción desbocada.

Es como si a un adolescente enamorado, aún lejos de toda posible desilusión, se le pidiese que hablara de su amada o amado apelando a la función crítica del lenguaje, aplicada al objeto de su encantamiento.

El símil pudiera parecer intempestivo para quien rebasó la línea de los ochenta, pero que aún conserva esa ave que trina en la jaula secreta del corazón y sigue creyendo en la fidelidad, a toda prueba, de los grandes amores.

Xosé María Palmeiro, uno de mis buenos amigos gallegos, cuyo nombre pertenece hace veinte años al silabario de la amistad, narró hace un par de días, en la sobremesa, la historia del joven conscripto Tristán y de la churrera Isolda, parafraseando -valga la redundancia- la parodia gallega que sobre la inmortal historia escribiera Álvaro Cunqueiro en Os outros feirantes. Nos hizo reír de buena gana, rematando, mientras caminábamos hacia el hotel Alba Marina, por la costanera humedecida y aun lluviosa que besa el contorno de la ría.

Pero no era una narración cómica, ni siquiera humorística, sino más bien triste, diluida en la tristeza, anímica y estética, de todos los grandes amores... Me doy cuenta, en este preciso momento, que Tristán se había transformado, en la noche venturosa de Sada, en Xosé María: y la bella y ansiada Isolda era Marta, la amada compañera de mi caro amigo, que se marchó, prematura y veloz, como la lluvia de mayo y el azúcar leve que se espolvorea sobre los churros.

Esa historia, como tantas otras que me cuenta esta Tierra por boca de sus queridos habitantes, no podría ser escrita en ninguna otra lengua que no fuese la gallega, porque perdería su fascinante integridad poética.

Es como si tratásemos de traducir el sentido y la prosodia y la música del verso de Rosalía: «Vou paseniño pola tarde calada...» No hay otro idioma sobre la tierra para igualar su expresión.

Después de la licencia que se ha tomado Xosé María, utilizando el delicado recurso de la parodia, incurro yo en el desacato de contarla en castellano, pues en gallego me resultaría dificultoso y quizá impreciso. Lo hago, no obstante, en el modo en que iré escribiendo crónicas sobre Galicia.

Yo narro esto como una anécdota, a propósito de un cuento que nos refresca esa narración proverbial y mítica, contada por un poeta gallego de la talla de Álvaro Cunqueiro, a través de Xosé María, en la noche húmeda de Sada, al calor de la amistad ultramarina.

Y nadie podrá enrostrarme que estoy menos enamorado que el bueno del Tristán cunqueirano, solo que mi gran amada contiene en sí la patria de Breogán, la lengua de Rosalía y las amigas y amigos que son mi perenne compañía, mientras conjugo sus nombres y cae la lluvia: «Como chove miudiño/ como miudiño chove/ pola banda de Laíño/ pola banda de Lestrove».

A veces, también yo soy Tristán.