Como psicoterapeuta, trabajo a diario con personas en las que, de una u otra manera, por razones bien distintas y en contextos muy diferentes, la culpa está presente en sus vidas de una manera exagerada y poco adaptativa. A lo largo de los años también he podido observar cómo personas de mi entorno, como ocurre con muchos de mis pacientes, experimentan intensos sentimientos de culpa que no las dejan vivir tranquilas. Quiero señalar que las personas que hemos experimentado culpa no somos pocas, teniendo en cuenta que, la mayoría de quienes han tenido que convivir en algún momento de su vida, incluso durante largos periodos de esta, jamás han pisado la consulta de un profesional de la salud por este asunto.

Nos sentimos culpables por muchas cosas —cada cual sabe de las suyas. Decisiones y situaciones influenciadas por factores sociales, culturales, religiosos, familiares y personales. Cuando hacemos daño a alguien, aunque fuera «sin querer», cuando nos sentimos avergonzados por algo que hemos dicho o hecho. Cuando no controlamos nuestro comportamiento, reaccionamos de forma intransigente, cuando sentimos ira, también aparecen en casi todos nosotros sentimientos de culpa.

Por lo general, salvo que seamos personas emocionalmente planas, nulas en empatía o nos dominen rasgos de personalidad caracterizados por ausencia de remordimientos y conciencia, la mayoría de nosotras, las personas, nos sentimos culpables cuando manipulamos a los demás o nos dejamos manipular por otros, por sentirnos infelices o no saber cómo controlar la ansiedad, por el miedo o por el dolor, propio o ajeno.

El sentimiento de culpa es considerado una emoción negativa, de carácter universal y que está enraizada con el aprendizaje y el desarrollo personal. Es un sentimiento que a todos nos gustaría evitar, pues suele acompañarse de tristeza, vergüenza, autocompasión, mala conciencia y remordimientos. Todos ellos, sentimientos que se realimentan entre sí. Pese al rechazo que nos produce, sin embargo, resulta que sentir un nivel de culpa no exagerado ni obsesivo ayuda a adaptarse mejor al entorno y a la gestión de las conductas cuando se han traspasado normas éticas personales y/o sociales.

La culpa tiene la capacidad de activar nuestra necesidad infantil de ser aprobados por los demás (el sentimiento de culpabilidad, como la vergüenza o la sensación de turbación aparecen sobre los tres años de edad, cuando el niño empieza a adquirir el sentido de su propia individualidad y de que es uno entre otros), y puede llegar a ser, incluso, una motivación para cambiar comportamientos mediante la acción propositiva de corrección sobre aquello que hemos hecho o que hemos dicho que ha perjudicado de alguna manera a otras personas y que nos causa dolor. Teniendo esto en cuenta, sin embargo, cabe no obviar que, aunque esta emoción y el sentimiento que ocasiona son similares en las personas, sus causas y sus consecuencias pueden ser muy diferentes.

Radiografía de la culpa

La culpa es un sentimiento causal, que puede ser real, pero también puede aparecer como producto de nuestra imaginación. Sea como sea, la culpa es un sentimiento único en sí mismo como también lo son la alegría, la tristeza o el miedo, forma parte de esas emociones tan intensas y poderosas relacionadas con aspectos puramente humanos y es uno de los factores esenciales que nos diferencia del resto de los animales.

Cuando pensamos, o simplemente mencionamos la palabra culpa en relación con una conducta, emerge en nosotros una sensación de intranquilidad y desasosiego, cuya intensidad es variable, dependiendo de si nos afecta directamente, o no. La consideramos como una de las vivencias experienciales más desagradables que podemos tener. No cabe duda de que tiene muy mala reputación, será, porque como ninguna otra emoción, nos genera un sentimiento capaz de llevarse por delante la paz interior de la persona que lo sufre.

Si la capacidad de sentir culpa es distintivamente humana y empieza a desarrollarse a edades tempranas de nuestro desarrollo, parece claro que la culpa se origina en la concepción social de la familia y los demás contextos educativos. El origen de la culpa es social, aunque la experiencia de la culpa sea particular. La inducción de la presunta culpa la verifica la sociedad como una forma de praxis de grupo. Los sentimientos de culpa son una forma de control de los demás sin necesidad de hacer de guardián, ya que ¿qué mejor guardián que el propio que llevamos internamente, donde se aloja nuestro sentimiento de buena o mala conciencia?

Y es que, el sentimiento de culpa, ya lo hemos apuntado, pero conviene no perderlo de vista, puede ser un tsunami avasallador y sin compasión sobre nuestra estabilidad emocional si no somos capaces de ponerlo en la perspectiva. Quien se culpa por algo o de algo experimenta la vivencia de la angustia, independientemente de que la culpa sea atribuible a hechos reales o imaginados. Aunque entre ambas existen notables diferencias que residen, principalmente en cómo es la culpa, en sus elementos.

Lo que podemos entender como culpa sana, es decir, la que surge desde la moderación de nuestro sentido del bien y del mal, es algo así como una señal que indica al viajero un rumbo correcto, en tanto a uno mismo como con respecto a los demás. El sentimiento de culpa tiene una función esencial en las relaciones personales. Es necesario para crear y mantener la armonía y el control de los impulsos. En esta dirección, la culpa es un sistema de alerta semejante al que experimentamos cuando tenemos fiebre o dolores físicos y, en consecuencia, nos induce a tomar medidas sanadoras.

Como la culpa está conducida por nuestra conciencia, la reflexión sobre nuestras propias acciones nos ayuda a regular los comportamientos productivos y adaptativos de corrección hacia los ofendidos y de redención hacia nosotros mismos, y que se sustentan en la evidencia de que sentir malestar cuando hacemos mal u omitimos un bien y perdemos el miedo a ser descubiertos para comportarnos de manera correcta, es algo absolutamente necesario para encontrar alternativas a los comportamientos que nos censuramos.

El guardián de nuestra culpa real es funcional, tiene la misión de provocarnos la suficiente incomodidad como para reflexionar, aprender y realizar aquellos cambios correctivos y compensativos necesarios para recomponer lo malherido, entre ello, nuestro propio bienestar psicológico. Saber sentirse culpables ante la realidad de una conducta o acción de ofensa a otras personas y soportar del displacer que el remordimiento nos genera es un signo importante de madurez.

Punto y aparte merece el sentimiento de culpa falsa o imaginada, esa emoción capaz de trastornar la realidad de quien la sufre.

La falsa culpa

El guardián de los sentimientos de culpa falsos es perverso. A algunas personas les impide comprender que no son culpables de acciones u omisiones, actitudes o palabras de las que no son responsables. Así es. Hay quien se culpabiliza de algo que no le corresponde. Son esas circunstancias en las que se alguien se siente culpable, sin serlo, pero así lo vive.

A menudo conozco a personas que se sienten culpables por el dolor ajeno, por el sufrimiento de seres queridos y cercanos. Llegan a la consulta abatidos por este motivo. Sentirnos así no es raro. De hecho, podemos arrastrar culpa falsa desde nuestra niñez. Los niños que experimentan la separación de sus padres pueden sentirse responsables de la misma. Lo he visto mil veces. Quienes han crecido en un contexto rígido, quienes fueron castigados severamente por razones leves o sin importancia, tienen una fuerte tendencia a asumir responsabilidades de otros. Las personas abusadas y maltratadas también son propensas a sentirse culpables sin serlo y avergonzadas por lo que les ha ocurrido.

Los sentimientos de culpa falsa pueden ser, en ocasiones, manifestación de un trauma psicológico. Los disociados por efecto postraumático suelen sentirse responsables de casi todo. La culpa es el «pan suyo» de cada día. Es una vivencia muy desadaptativa que solo aporta sufrimiento. La falsa culpa obedece a la baja autoestima, a la valoración negativa que podemos tener sobre nosotras y nosotros mismos. Esta situación emocional lleva a distorsionar la realidad y la percepción que la persona tiene de ella misma.

La falsa culpa es tóxica y muy punitiva. La vergüenza suele ser su aliada. Las personas que la experimentan suelen desarrollar codependencia. Esto es, relaciones disfuncionales en las que se manifiestan conductas poco saludables como la sumisión, la irresponsabilidad, las acciones abusivas, el consumo de sustancias, cosas e, incluso, personas. Pero, por encima de cualquiera de estos comportamientos, la falsa culpa provoca una gran susceptibilidad a ser manipulados. Nos convertimos en blanco de todos los señalamientos de culpabilidad.

El buen guardián

Aunque la culpa es algo muy subjetivo, pues parte de la interpretación que hacemos de nuestros actos y, en ocasiones nos bloquea y nos paraliza, los sentimientos de culpa son tratables. Para empezar, aceptar nuestros errores constituye el elemento clave para propiciar cualquier cambio o mejora en una situación que nos es adversa porque hemos metido la pata o porque sentimos falsa culpa. Aceptar que los errores forman parte de las experiencias, de la vida, de las personas es fundamental. Entender que cometer errores no nos hace más torpes o fracasados no empieza a convertir en los mejores guardianes de nuestras emociones y sentimientos, incluido el de culpabilidad.

Vivimos en una sociedad en la que expresar las emociones que se consideran negativas (ira, culpa, vergüenza, frustración) no está bien visto. Parece como si, permanentemente, hubiésemos de estar buscando la felicidad, como si la tristeza no formara parte de la vida. La realidad, sin embargo, pone la evidencia de que, reprimir y ocultar sentimientos como el de la culpa, nos encierra en un universo de silencio y soledad. Expresarse —las palabras— permite romper con este aislamiento y salir de ese bucle interminable del sentimiento de culpabilidad. Este, también, es un paso muy importante para preservar nuestra salud mental y bienestar emocional ante las emociones más difíciles. Quien nos escucha, quizá, pueda ayudarnos a encontrar una buena solución, fortalezca nuestra capacidad de salvaguardar nuestra integridad personal.

¡Cuidado con las distorsiones cognitivas del tipo «debería…» o «tendría qué», y con el pensamiento polarizado tan presente en el sentimiento de culpa (todo-nada, bien-mal)! Las del tipo «debería» son exigencias o normas internas que nos atribuimos a nosotros mismos, y si no las cumplimos aparecerá el sentimiento de culpa destructivo. Conviene recordar que la vida está pintada con muchos matices y que, en consecuencia, todos podemos pintarla y repintarla hasta que se ajuste a lo mejor de nosotros mismos. Especialmente en la falsa culpa, tomar consciencia de lo que somos y el contexto en el que desarrollamos nuestra vida resulta muy beneficioso para no vivir sintiéndonos culpables por nada.

Los sentimientos de culpa están muy relacionados con creencias que se conforman a partir de lo que acabamos de indicar arriba, las distorsiones cognitivas. Cuestionar lo que creernos como verdadero cuando sufrimos por causa de la culpa y tratar de ajustar nuestros pensamientos a la realidad es un ejercicio muy saludable.

Por último, un buen guardián de la conducta debe tener la capacidad de perdonar y de reparar el daño ocasionado. Este es el eje de toda terapia de los sentimientos de culpa. Cuando nos damos cuenta del daño que hemos podido causar, hemos de tratar de desarrollar las mejores estrategias posibles para repararlo de la mejor manera posible. Perdonarnos y pedir perdón en una forma acertada de afrontar esta parte del proceso de superación de la culpa.

Todas las emociones tienen una función comunicativa y depende de nosotros interpretar los significados de las interacciones de los demás y hacer comprensible la interpretación de nuestras propias emociones. Esta habilidad, que se entrena y desarrolla, es fundamental para no ir por la vida sintiendo más culpabilidad de la necesaria y no cargar con una mochila de piedras de las culpabilidades ajenas.