Toda acción provoca una reacción, nunca me quedo inerte ante la reflexión al apreciar el arte de los jóvenes hoy, al transmitir o recibir estas apreciaciones y lecturas, y lo hago con el talento más cercano que tengo en mi haber como es el comentario crítico. Son anclajes de un estímulo muy fuerte, que me provoca intentar comprenderlos y asimilarlos, lo cual aprecio como desafío. Por lo general, y en mi caso personal van relacionados a la lectura de un libro que traigo entre manos: esto me motiva a interpretarlos, la atmósfera de una novela, la lectura de un libro de poesía, o un filme que continúa dando vueltas en la cabeza, al coincidir en el tiempo con aquellos elementos del lenguaje con que nos fija el artista, me empujan a cuadrar lo que me queda de ese aprendizaje, y que me late sean las expresiones profundas del arte de hoy.

Ese imaginario pétreo, terroso en la cromática y acabado superficial de algunas de las pinturas recientes de Roberto Carter, tituladas «Aparición y latencia», expuestas en Cero Uno, espacio en el corazón de la ciudad de San José, Costa Rica, son inherentes a algún ser de esos que habitan el contraespacio —la no dimensión que (des)habitamos los humanos, pero, que le sirven a él al potenciar su ejercicio creativo, donde busca liberar la alternativa de apreciarlos en acción y darles sentido en el cuadro—, en tanto esas moles son una manifestación concreta de la paradoja, la cual nos ancla a recordar y gestar nuestra memoria, y algo en suma importante: a desaprender de esa pintura y del arte en general. Logra propiciar el pensamiento en las cualidades del buen arte, en tanto existe mucha pintura de acabados refinados y hasta muy elaborados pero que no dicen nada en absoluto, son fórmulas que se repiten sin conectarnos a los espectadores, esa pintura en nada me interesa, son puro cultivo de apariencias.

Detenerse en esa sala blanca del espacio Cero Uno, donde Carter hace aparecer aquellos seres, nos implica a someternos a un bombardeo de emociones, las mismas quizás a las que enfrentó él ante el cuadro en blanco; noción que a su vez imprimió peso a los cuerpos, masa, movimiento, carácter, tectónica, fuerza, son sus recursos expresivos y técnicos, y que nos comparte a los espectadores con el acicate de provocar un internamiento donde repensar el arte de estos tiempos de emergencia, intentando descifrar aquel enigma al cual él también se enfrenta. Cuando lo más complejo de una exposición es detener al espectador para que asimile, dispuesto a cuestionar o, al contrario, a ovacionar aquellas figuras expuestas, y que tengan una aplicación a su carga de vivencialidad, cuando este artista logra su cometido y nos enciende, como dije, a los visitantes a la sala que llegamos a indagar la magnitud de aquellos aportes al lenguaje artístico.

Al llegar a la sala, me recibió otro artista quien me dijo, en un tono quizás burlón e impreciso: «viene a ver esta ‘gran’ pintura». Cosa que me extrañó, pues por lo general, esas apreciaciones las mentalizo hasta después de salir del salón expositivo, no me gusta prefijar criterios sin haber visto y meditar sobre lo que intento ver, existen muchos adeptos, pero también detractores.

Lítica figurativa

Lo pintado por Roberto Carter, y que me consta de otras exposiciones, son criaturas que adquieren esa pesada corporalidad, y que a su vez encienden la contradicción, poética de lo inmanente y relacional de un estado observado, medido, mediado, meditado, pero también cuestionado. Uno no puede quedarse solo con lo que ve, pero no hace falta ir más allá, entenderlas o someterlas a nuestras estructuras de comprensión, pues, repito, son seres solo para ser sentidos en la inmensidad del cuadro simbólico, del signo que no tiene límites en los discursos estéticos que solemos atender en la actualidad. Esos seres están ahí para impactarnos, aunque admito que, en un principio, a veces no entendemos del todo o no valoramos lo suficiente y es cuando hace falta un estado de tolerancia para sentir su valor.

Yo, como espectador, en la libertad que me permite interpretar la apreciación y la crítica de arte, a esos cuadros me los imagino enormes, como dije pétreos y de ahí su antagonismo pues a su vez no pesan nada, flotan como las espumas en las cascadas de las aguas, o en las nubes brumosas del firmamento vespertino, en la contradicción del no espacio o vacío. No me refiero tan solo a las teorías de Marc Auge del no lugar y los espacios del anonimato, de inicios de milenio, ni a las nociones de la teoría básica de la composición y el diseño de Rudolf Arnheim, sino a un factor emocional, cargado de sensibles interpretaciones que cambian como la vida misma y conforman un lenguaje en suma transparente y aunque se vean pesadas. Otro aspecto fundamental: esas figuras no suscitan temor, sino gracia, son los mismos gestos de su creador que la técnica y las herramientas le permiten cargar a la tela.

Es muy fuerte la pintura de este joven talento del arte nacional costarricense, potente, tanto como que cuestiona la existencia de esas mismas criaturas, pero a su vez las concreta, las dimensiona, les provoca moverse desplazándose de manera paralela y casi imperceptible delante del espectador en ese constructo espacio temporal disparando un sutil y silencioso rayo de luz, un vector de fuego que las lleva a colisionar contra aquellos muros de la (in)existencia.

Lapso de cuestionamientos

¿Hasta dónde nos hará llegar el arte de hoy después de pisar la zona más álgida y extrema de la expresión, el cero, el tiempo cero, el fiero vacío, y recordar las ciudades en su totalidad vacías como las avistamos durante la pandemia?, e impele el significado de quedarnos atorados, como la metáfora estética de estos monigotes pétreos, hasta ser reiniciados por el hipersensible ojo del espectador, para quien solo pinta Roberto Carter, y para quien se propone medir ese lapso virtual de latencia al cual nos refiere el título de la exposición. Se trata de un espectador que aún no sabe qué hacer, o qué anda buscando; se pregunta cómo actuar, hacia dónde dirigir sus pasos ante el tiempo inminente de un fractal, de un cero y un menos a la izquierda o un más a la derecha, noción de la cual vuelve a engendrar el pivote, la raicilla rizomatosa para recordarnos las teorías de Deleuze y Guattari y las de Briggs y Peat de las siete leyes del caos, de que todo fluye sin importar dónde está el inicio ni dónde el fin.

En un comentario que escribí en 2016 al grupo De Cerca en el cual participó Carter, escribí:

Una de las piezas que más me anclaron de lo expuesto por Roberto Carter, es una figura femenina obesa: «Mujer en el bosque», 2016. Uno, en tanto espectador, presiente la frustración de un cuerpo que se mueve intranquilo, atrofiado. Es una mole que me recuerda la pintura del mexicano Ricardo Martínez, que en los años ochenta pintaba doncellas mayas como si fueran pirámides; eran «un monstruo divino», contradictorio, pero no parecían terroríficas, a pesar de la monumentalidad de su porte, y referían a la cultura, al miedo ancestral por los procesos colonizadores que se ensañaron contra el arte de los pueblos originarios mesoamericanos y del resto del continente.

Para el Salón Nacional de Artes Visuales, organizado en 2017 por el Museo de Arte Costarricense, comenté de la pintura presentada por este joven talento:

Clamó por mi atención la pintura «Sin título», (acrílico sobre tela 2016), de Roberto Carter. Quizás, de las pinturas seleccionadas para el salón, esta pieza posee encanto y provocación, sin presentar mayor desafío que observar dos figuras quizás caricaturescas o desdibujadas con un gesto flotante en una atmósfera tenue, calma, neutra tal vez —y me permito la libertad de evocar la contemplación del tiempo de un Maurice Blanchot en «Tomas el Oscuro»—, como una capa de lo temporal, que al sobreponerse al horizonte de la experiencia vuelve placentera su mínima acción.

Lejanos referentes lo relacionan al informalismo figurativo como el legado por los franceses Jean Fautrier, Jean Dubufet, y algunos otros que emprendieron la investigación sobre las nuevas manifestaciones del arte de inicios de siglo y milenio. Pero, en lo más profundo de esas corporeidades líticas, imagino a una deidad ancestral que inspiró aquella arquitectura telúrica y sensual apegada a la poderosa madre Tierra, que en el fondo es su sujeto principal. Y digo que este joven pintor me conecta y desencadena los recuerdos, en particular a las ya mencionadas figuras de Ricardo Martínez (México, 1918-2009), y a la crítico de arte argentino-colombiana Marta Traba (1930-1989), quien lo presentó en una conferencia tenida en el Teatro Nacional de Costa Rica en los ochentas del siglo pasado —antes de su trágico final al caer el avión en el cual cruzaba el Atlántico en su regreso de Europa—, para hablarnos de esos monstruos que parecen masivas pirámides pero cuyo gesto expresa ternura. Ese es el Carter que me interesa, que cuestiona mis saberes del arte contemporáneo, que me lleva incluso a declarar que no sé absolutamente nada ante el potente enigma. Instiga a penetrar a las entrañas terrestres donde se originan esas figuras en torno al fuego, entre la piedra y el magma fundido por lo pulsional, cráter ardiente de nuestra sensualidad, y cueva insondable del útero terrestre donde nos aprestamos a ser reiniciados, renacer transformados en las aguas de los manantiales interiores. Refiere aquí, de lo que tanto hablo en estas líneas intentando descifrar el enigma del lenguaje y arte de este joven artista: «Poética de las profundidades», como diría el filósofo martinico Edoard Glissant, «extensión vertiginosa, no sobre el mundo, sino sobre los abismos que el ser humano lleva en sí mismo» (Glissant, 2017. p. 59).

Notas

Briggs y Peat. (1999). Las siete leyes del caos. Barcelona: Grijalbo.
Glissant, E. (2017). Poética de la Relación. Universidad Nacional de Quilmes Editorial.
Goleman, D. (1995). Inteligencia Emocional.
Deleuze, G. y Guattari, F. (1996). Rizoma.
Quirós, L. F. (2019). Aguerrido cotidiano. Meer. Septiembre, 11.
Quirós, L. F. (2017). Salón Nacional de Artes Visuales del MAC/CR 2017. Experimenta. Abril, 18.