Poco mérito se ha atribuido al quehacer cultural de los grupos de fotos de Costa Rica, presentes en las redes sociales, desde hace más de una década. Gracias a ellos hemos podido apreciar miles de fotos inéditas del país. Pero tan importante misión grupal tiene, por supuesto, sus figuras individuales, cuya entrega merece destacarse, como son los casos de Jorge Salazar, Guillermo Brenes Tencio, Adricin Alarcón, Bruno Besamusca, Héctor Calderón, Cristian Gómez, Sergio Vargas, Mario Chacón, Eduardo Sánchez, Berny Alvarado, Luis Fernando Campos Vargas, Allan Valverde, entre otros. Sin embargo, es preciso resaltar la singular influencia de Jorge Arturo Vindas y de Alejandra Chaverri Álvarez. Jorge Arturo vive en México, es contador y vendedor, recién pensionado, y desde hace una década, su tiempo libre lo dedica a la búsqueda de fotos. Aunque ha encontrado tesoros en México, la mayoría de sus hallazgos provienen de subastas o de archivos en organizaciones de Estados Unidos y Europa. A la fecha, ha logrado reunir una colección de más de 60,000 fotos, que ha compartido en los diversos grupos, y confiesa que, en ocasiones, ha visto el amanecer desde su ventana, en su afán por encontrar una foto. Igual ocurre con Alejandra Chaverri, quien es curadora de fotografía, y durante los últimos veinte años se ha dedicado a la búsqueda de colecciones de Costa Rica. Se graduó como fotógrafa y diseñadora en California, y desde 1998 vive en Estados Unidos, con su familia. Su interés en la fotografía histórica nació clasificando álbumes familiares, en su natal Heredia, y luego, experimentando con placas de vidrio de Manuel Gómez Miralles, de la colección del costarricense Manrique Álvarez Rojas. El siguiente paso ha sido sistematizar todos sus hallazgos en una página, y ponerlos a disposición de investigadores, o bien de museos e instituciones patrimoniales.

En el año 2018, Alejandra supo que en su estado, California, habría una feria de antigüedades, que resultaría de enorme beneficio para sus intereses. Uno de los vendedores ofrecía un lote de fotos antiguas con el simple rótulo de vintage foreign photographs (fotografías antiguas del exterior). Tal vez su sexto sentido de investigadora la hizo revisar completo aquel inmenso lote, y cuando ya llegaba a las últimas fotos, aparecieron unas pocas que indicaban «Costa Rica», entre las que surgió la maravillosa fotografía de la Plaza Mayor de Cartago, que motiva este artículo. ¿Cómo supo ella que la foto es de Cartago? Un texto escrito a mano, en inglés, indicó la procedencia: «Park at Cartago, Costa Rica». Que la foto se vendiera en los Estados Unidos y que tuviera un texto en inglés, induce a pensar que fue tomada por un extranjero que pasó por Cartago, o por qué no, algún fotógrafo foráneo residente en Costa Rica, interesado en registrar los movimientos que se suscitaban en la ciudad —aproximadamente, entre 1884 y 1887. En esos años, Cartago tenía enorme agitación, no solo por obras propias en proceso, como el mercado, la parroquia, el tranvía y la primera planta eléctrica, sino por la construcción del ferrocarril al Atlántico. El historiador Guillermo Brenes Tencio,1 indica que los estadounidenses H. N. Rudd y Thomas H. Penny, y el colombiano Francisco Valiente contaban con talleres fotográficos en Costa Rica, en los años indicados.

Ahora bien, ¿en qué reside la importancia de esta imagen? Hasta ahora se conocía una sola foto de la Plaza Mayor de Cartago, de autor desconocido, propiedad del Archivo Nacional y fechada «hacia el año 1874». En ella se aprecia, como elemento central, la fuente conmemorativa del primer acueducto de la ciudad, en la empolvada plaza, y al fondo, las torres del viejo templo franciscano. Por su parte, circula otra foto atribuida al alemán Otto Siemon (datada en 1873), de la plaza en un día de mercado; pero análisis de la topografía visible en ella, han descartado que se trate de Cartago. Ciertamente, se conocen grabados y dibujos de la plaza, pero foto, solamente la descrita. Sí hay, por su parte, abundantes fotos del parque de Cartago, creado después de 1889. No obstante, gracias a este fantástico hallazgo, en sitio tan lejano e improbable, contamos ahora con dos fotos de la Plaza Mayor. Ambas están tomadas desde casi el mismo punto: en la esquina noroeste de la plaza hacia el sureste (hoy sería, desde el Edificio González, hacia el Monumento al Bicentenario, y a la Botica Central).

Adicionalmente, hay varios elementos que contribuyen a datar la foto, pero los dos principales son: los higuerones (ficus) y las truchas o tiendas improvisadas, que se colocaban en el día de mercado. Esos higuerones los sembró el abuelito de don Mario Sancho Jiménez (don Carlos Sancho Alvarado), según lo narra don Mario en sus «Memorias» (1961). Fueron sembrados hacia el año 1870, y hubo una época cuando de sus densas ramas, además de higos, colgaban perezosos o pericos ligeros (Choloepus hoffmanni y Bradypus variegatus), especie recién nombrada símbolo nacional de la fauna costarricense. En la foto de 1874, se aprecian esos mismos higuerones, al costado sur de la plaza, pero bastante jóvenes. En la foto inédita, ya se ven en su plenitud, es decir que han crecido no menos de diez años.

Por su parte, vemos las truchas o tiendas portátiles de los comerciantes, el día de mercado, que se realizaba en la plaza los jueves. Esta práctica, común desde la era colonial, desapareció cuando se construyó el mercado municipal, inaugurado a finales de 1888. En los acuerdos municipales de 1887 (Fernández, F. La Plaza Mayor. 1996), se señala que para el mes de abril ya se habían iniciado los trabajos para convertir la plaza en parque y, particularmente, se informa que se están construyendo e instalando ocho bancas de madera y hierro. En la foto inédita, aún no hay rastro de tales trabajos, por lo que la imagen tuvo que ser tomada antes de abril de 1887. En consecuencia, el período de la foto estaría entre 1884-1887, por lo que es posible señalar que fue tomada hacia el año 1885.

En cuanto al tiempo y espacio históricos en la inédita foto, surgen, al menos, tres cuestiones básicas, que intentaremos responder: ¿cómo era un día de mercado en la Plaza Principal de Cartago, a mediados de la década de 1880?, ¿quiénes eran los vecinos de la plaza en tales fechas? y ¿qué acontecimientos históricos y sociales ocurrían en la ciudad?

Un día de mercado de Cartago en 1885, no difería en gran manera al mercado colonial e inclusive al mercado descrito, décadas atrás, por el viajero alemán Wilhelm Marr (1852) y el viajero irlandés Thomas Francis Meagher (1858),2 así como por los alemanes Carl Scherzer y Moritz Wagner, en 1852;3 tampoco debió ser muy distinto al mercado en la Plaza Principal de San José, descrito por el botánico alemán Helmuth Polakowski, en 1875.4 No se conoce, por ahora, ninguna descripción del mercado de Cartago, en el probable período de la foto; sin embargo, apoyados en los relatos de estos viajeros, intentaremos un acercamiento, mejor dicho, una fugaz recreación del aspecto del mercado y su oferta de productos, a mediados de la década de 1880.

La actividad se ha iniciado desde muy temprano, a las 4 o 5 de la mañana, con el arribo de numerosas carretas. Llenas de productos, atascan las calles laterales de la plaza, para descargar rápidamente, y dar paso a otras. La mayoría de los asistentes (hombres y mujeres) son del tipo «Cartago», además, descalzos, y con sus sombreros de paja o palma muy pequeños; sin embargo, también se ven bastantes indígenas de Tucurrique y Orosi, que vienen a vender sus productos y, en aquella vorágine de rostros y ropas, ventilados aún por aires coloniales, no pueden faltar los curas, ya comprando en medio de las truchas, ya vendiendo algún servicio espiritual.

Los trucheros ofrecen dulce de tapa, arroz, café, granos de cacao, maíz y frijoles, así como mercancías diversas: cadenas, anillos, espejos, imágenes de santos, peines, botones, telas de cotón, zapatos, jergas y cobijas, ollas de hierro, lámparas, machetes y, para rellenar almohadas, sofás, colchones, etc., está la barba de viejo (Tillandsia usneoides). Destaca la omnipresente piedra plana para moler maíz, y la fruta del jícaro (Crescentia cujete), convertida en utensilios, hábilmente decorados por los indios de Tucurrique y Orosí. La papa es un producto caro, de poco consumo por los nacionales; pero muy apreciada por los extranjeros. Se comercia mucho más la yuca, y del Reventazón llegan unos exquisitos pescados, que se venden en un santiamén. Abundantes piñas, cocos, aguacates, banano y naranjas brindan aroma y color a la plaza. Las granadas y duraznos se ven en poca cantidad, lo mismo que las fresas (de precio elevadísimo). La mantequilla, los huevos y la leche se venden en altas cantidades, y las legumbres son caras y escasas. Tampoco pueden faltar las plantas medicinales, ni las ricas bebidas: café y chocolate, y para el calor, la infaltable chicha, o bien, el agua fría, cristalina y gratuita de la fuente. Al final de la tarde, los precios bajan muchísimo, para despejar el espacio de mercancías y clientes.

Después de las compras, un visitante curioso disfrutará la frescura de la sombra de los higuerones. Volverá su mirada al este donde verá el zócalo de piedra, casi terminado, del templo parroquial, cuya construcción empezó hacia 1870. En la foto, los frondosos árboles impiden ver el avance de la obra, y tan solo se aprecia, a la izquierda, una casa grande que, creemos, es la casa cural, en la cuadra al este del templo. Seguidamente, continuará por el perímetro de la plaza, y verá la uniforme mancha roja de los techos de teja en las casas principales, provistas de patio con huerta, y amplios corrales con gallinas y vacas.

Diagonal a la esquina noroeste de la plaza (hoy Edificio González) está la lujosa casa del cafetalero J. Ramón Rojas Troyo. Su hijo, Rafael Ángel, un quinceañero indómito, estudiante del Colegio de San Luis Gonzaga, está aún lejos de convertirse en poeta modernista y amigo entrañable de Rubén Darío. Frente a su casa, donde hoy está la esquina suroeste del Palacio Municipal, se ubica una de las mejores viviendas del país: la casa de la familia Bonilla Ulloa, popularmente conocida como la casa de las niñas Espinach. Para la fecha de la foto, ya han muerto sus dueños originales, don Juan José Bonilla y Herdocia y doña Teodora Ulloa Soto, y la mansión es habitada por sus nietas: Teodora Inés de 36 años y Mercedes de 34 años, ambas Espinach Bonilla. Contiguo a ella, al este, está el Palacio Municipal, construido en 1865, y en la esquina diagonal suroeste de las Espinach (hoy el centro comercial Apolo), hallamos la última morada de doña Ana Cleta Arnesto, una de las damas principales de la historia de Cartago, quien falleció casi diez años atrás.

Caminando al sur, por el oeste de la plaza, donde hoy está el Almacén El Rey, encontramos a doña Micaela Echandi Bonilla, viuda del Dr. Lucas Alvarado Quesada, quien fue uno de los primeros médicos de Costa Rica. Y al llegar a la esquina, encontramos a los abuelos maternos de Mario Sancho, don José Manuel Jiménez Zamora (hermano de don Jesús) y doña Dolores Oreamuno Carazo. Cruzando la calle, al sur, vive doña Gertrudis Peralta, hoy de 76 años; ella fue la primera pianista que hubo en Cartago, gracias a un piano que trajo de El Salvador, su hermano, el famoso padre J. Francisco Peralta. Pegada a su casa, por el sur, encontramos la casona donde vivía «exiliado», el prócer don Jesús Jiménez Zamora, de 62 años, viudo desde hace más de una década.

La propiedad frente a la esquina suroeste de la plaza (donde hay un restaurante KFC) perteneció a doña Juana Sancho Alvarado. Después de su muerte, se ubicaron allí varios comercios. Por ejemplo, hacia 1885 don Celso Robles tuvo su local, que en 1889 pasó a manos de don Valerio Coto Mata. Además de su casa, don Valerio tuvo allí una cantina, donde operó una de las más famosas tertulias del viejo Cartago, de la que también deja constancia Mario Sancho, en sus «Memorias» (1961).

En la esquina opuesta, al este, está la vivienda de don José María Oreamuno Oreamuno (1828-1891) y doña Juana Sáenz Llorente. Ese lugar corresponde al sitio donde estuvo la inolvidable casa de don Julio Sancho Jiménez, que luego fue de la familia Torres Sáenz, finalmente demolida en el año 2011.

En la casa de enfrente, cruzando la calle (donde está la Botica Central), vive doña Ramona Jiménez Zamora, matrona de 55 años, hermana menor de don Jesús Jiménez. Enviudó muy joven de don Mauricio Peralta, pero ello no le ha impedido cuidar las fincas y criar a sus hijos, entre ellos Eduardo, Laura y Maximiliano, este último luego conocido como el Dr. Max Peralta. En abril de 1885, a los 14 años, abandonó el Colegio San Luis Gonzaga y partió a estudiar a los Estados Unidos. Nueve años después se graduará de médico y cirujano en The Jefferson Medical College, de Filadelfia. En 1896, regresará a Cartago, para asumir el cargo de médico de pueblo, y abrir la famosa Botica Central, en la misma propiedad de la familia. Sirvió a la Junta de Caridad y al Hospital de Cartago, al que se entregó en cuerpo y alma. Falleció muy joven a los 50 años, y de manera muy justa el hospital lleva su nombre.

En cuanto a los hechos históricos que ocurrían en la Cartago de la foto, aún estaba fresca en la memoria el caso de los padres jesuitas, que regentaron el Colegio de San Luis Gonzaga, desde 1875. El viernes 18 de julio de 1884, fueron encarcelados en las celdas del colegio y, luego, enviados al destierro, junto con el obispo de Costa Rica: Mons. B. A. Thiel, acusados todos de sedición e injerencia política. La Municipalidad, por su parte, ha firmado un contrato con dos ciudadanos extranjeros para explotar las fuentes termales de Aguacaliente. Y el periódico local La Palanca relata aspectos de la vida cotidiana: don Gerardo Coma, un catalán, dueño del servicio de diligencias entre Cartago y San José, ofrece el novedoso servicio de herraje de bueyes. Don Cruz Blanco, un hábil inventor de aparatos para el beneficiado del café, brinda a sus clientes asesoría completa en el cultivo de la planta. La botica del Dr. Enrique Guier ofrece medicinas de patente, perfumería, etc. Don José Campabadal, fundador de la Sociedad Musical Euterpe (Coro y Filarmonía) recibe homenajes por su destacada labor; pero don Salvador Gurdián, dueño de la Copa Blanca (hotel y vinatería), más bien una reprimenda por el abandono en que está la acera de su negocio; mientras la cervecería El León, de Guillermo Jegel, desea contratar un experto fabricante de embutidos.

Finalmente, no podemos acabar este artículo sin dedicar un párrafo a la fuente central de la plaza, «Fuente de los Leones», y que según consta en acuerdos municipales de octubre de 1892, fue destruida antes de esa fecha.5 Después de 1888, una vez construido el mercado municipal, la plaza cayó en desuso, quedando a merced del vandalismo; pero también del ganado, que andaba por la libre en la ciudad. Lo más valioso que había en la plaza, no cabe duda, era la fuente, cuya pila monumental y la gran escalinata de piedra las cinceló don Juan Orlich,6 artesano croata, y por supuesto su imponente escultura central en hierro, fundida en Inglaterra por Andrew Handyside and Co. (de Derby y Londres). Pero aparte del ganado y el vandalismo, había otra amenaza quizás mayor para la fuente: las corridas de toros, una pasión nacional que data de la colonia, y que sigue palpitando hasta hoy. Para las fiestas cívicas se construían tablados y se corrían toros en la plaza. Era evidente que la fuente constituía un estorbo para las corridas o, en el mejor de los casos, servía para multiplicar la juerga, si torero y toro caían en la pila. Pero, ya entrando en el terreno de la especulación, es posible que los toreros subieran a la fuente, y esta fuera una de las maneras en que fue destruida. De cualquier forma, hay motivos suficientes para pensar que personas o animales desmantelaran la fuente, más aún, si las autoridades empezaron a quitarle importancia, como aparentemente ocurrió. Lo cierto es que para 1892, ya la escultura de hierro estaba destruida o sus pedazos andaban de acá para allá. La destrucción tan alarmante de la plaza (incluida la fuente) fue uno de los motivos por los cuales la Municipalidad decidió construir el parque, en 1889.

El conjunto de la fuente (incluyendo la pila y la escalinata de piedra, así como la escultura central en hierro) tenía un ancho de 16 metros aproximadamente, y la altura total de la obra superaba los 5 m. Esta fue la fuente conmemorativa del primer acueducto de la ciudad, inaugurado en octubre de 1873, y junto con ella, la Municipalidad compró, al mismo fabricante inglés, dos fuentes más pequeñas: «Fuentes de Delfines». Una se instaló en la plazoleta de la iglesia de La Soledad (donde hoy están los Tribunales de Justicia). De ella hay referencia documentada de su existencia, todavía a mediados de la década de 1960, tirada en un potrero del barrio El Carmen; pero hoy se ignora su paradero. La otra, se colocó en la plazoleta de la iglesia San Nicolás de Tolentino (donde hoy está la Catedral de Cartago), y es la única que sobrevive —aunque incompleta y en visible mal estado—, en el sector oeste de la plaza de la Basílica de los Ángeles. En octubre de 2023 esta Fuente de Delfines cumplirá 150 años, y es la obra de arte público más antigua de Cartago; pero también el primer monumento sanitario de la ciudad.

Surgida entre el azar y la nostalgia, la fantástica foto encontrada por Alejandra Chaverri en California constituye un hallazgo fabuloso y debe ser objeto de más análisis y reconocimiento. Pero más allá, es necesario que la ciudanía «se apropie» de ella convirtiéndola en imagen imborrable de la ciudad. Un hallazgo de esta magnitud no puede pasar inadvertido y, mucho menos, alimentar la indiferencia. Por el contrario, debe servir de motivación a los investigadores para descubrir el próximo gran tesoro, y a las autoridades para poner en su real valor estas fotografías patrimoniales.

Notas

1 Brenes Tencio, G. (2008). A fin de que la ilusión sea completa. Revista Herencia. Universidad de Costa Rica. Vol. 21. Núm. 2.
2 En Fernández Guardia, R. (2002). Costa Rica en el siglo XIX: Antología de Viajeros. EUNED.
3 En Wagner, M. y Scherzer, C. (1974). La República de Costa Rica en Centroamérica. San José: Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes.
4 En Quesada Pacheco, M. A. (2001). Entre silladas y rejoyas: Viajeros por Costa Rica de 1850 a 1950. ETCR.
5 Para más información acerca de la historia de las fuentes de Cartago y del resto del país, consulte el artículo: Orozco-Abarca, S. (2016). Delfines, leones y tritones; fuentes victorianas de hierro en plazas y parques de Costa Rica (1868-1880). Revista Herencia. Universidad de Costa Rica. Vol. 29. Núm. 1.
6 Para más información acerca de don Juan Orlich, consulte el artículo: Hilje Quirós, L. (2019). El primer croata en Costa Rica. Revista Herencia. Universidad de Costa Rica. Vol. 32. Núm. 2.