Decía Ryszard Kapuściński que cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante. Lo cierto es que siempre fue muy difícil estar bien informado, pero ahora es peor, porque las redes suman más confusión y más ruido: no imponen una versión dominante (que sigue en manos de los medios hegemónicos) ni son –por ahora- el medio dominante.

Alrededor del mundo, una inmensa gama de organismos gubernamentales y partidos políticos están explotando las plataformas y redes sociales para difundir desinformación y noticias basura, ejercer la censura y el control, y socavar la confianza en la ciencia, los medios de comunicación y las instituciones públicas.

Y mientras las corporaciones mediáticas hegemónicas desarrollan sus estrategias en nuevos campos de batalla donde se pelea con nuevas armas, los medios populares todavía parecen enfrentarlas en esta guerra cultural, con arcos y flechas.

Y el problema se agudiza porque el periodista o el periodismo han perdido el monopolio de la información, dado que cualquier ciudadano puede producirla. Es, potencialmente, productor y consumidor y eso nos enfrenta a la pregunta ¿qué es ser un periodista, ¿qué tiene de particular ser periodista? En la televisión, en las redes, vemos que cualquiera cree que es periodista. Gabriel García Márquez aseveró –cuando recibió el Nobel en 1982, hace 40 años- que el periodismo es «el mejor oficio del mundo».

Los medios gráficos (la prensa escrita) no se sustentan y cada vez son menos leídos. Hoy se habla de un periodismo posindustrial: donde antes había unos imperios mediáticos, basados en la influencia de la prensa escrita, hoy quedan ruinas. Pero la televisión también pierde audiencia: ningún canal tiene decenas de millones de telespectadores, ya sea por la multiplicidad de la oferta, de las posibilidades de comunicar o, simplemente de nuevas formas de ocio.

Si un ciudadano gasta tres horas diarias en las redes sociales, es obvio que no está viendo televisión (quizá sí películas por streaming).

Ya los operadores de las redes sociales abandonaron los 140 caracteres de la escritura para ir a esfera icónica, a la imagen (fotos y videos). El ciudadano tiene la ilusión de que tiene el control de estos medios, fáciles de utilizar, relativamente baratos y porque estos dispositivos permiten tener una centralidad que hasta ahora no tenía el ciudadano, que era pasivo ante los medios, sólo recibía información.

Hoy cada uno es un pequeño mosquito, comentaba Ignacio Ramonet, pero tiene la posibilidad de construir un enjambre que puede actuar unido. Este enjambre puede –desde la base de los amigos de cada uno- comunicar a millones de personas. O no. Pero ese enjambre puede ser atacado por un virus, que lo lleva –sin quererlo quedar al servicio de una «inteligencia» que está manipulando el grupo, el enjambre.

Esa es la explicación teórica. En lo que respecta a la comunicación popular, las redes sociales no han logrado el objetivo de masificar los mensajes y menos aún de democratizar la información y la comunicación. Se hace difícil elaborar una agenda propia, una línea editorial compartida, unívoca, se desconoce a qué masa crítica se dirigen los mensajes. Hay mucho voluntarismo y poco profesionalismo; cada uno prefiere ser cabeza de ratón, sin entender la necesidad de crear redes, de forma de asegurar la masificación de los mensajes.

Hoy el ritmo normal de la información ya no es 24 horas, es la instantaneidad. El periodista era analista de un período, pero hoy el período es el instante: el mensaje se dirige a las emociones del ciudadano, no al raciocinio; no hay tiempo ni lugar para el análisis.

Hoy en día, en nuestra América, la dictadura mediática intenta suplantar a la dictadura militar. Los grandes grupos económicos usan a los medios y deciden quién tiene o no la palabra, quién es el protagonista y quién es el antagonista. El que más vocifera contra los cambios de nuestras sociedades, contra los cambios de modelo económico, social, político, contra las transformaciones culturales, es quien logra más pantalla, mientras intentan que las grandes mayorías sigan afónicas e invisibles, sin voz ni imagen.

Los intentos de definir la democracia mediante instrumentos normativos en el derecho internacional, como la «carta democrática» de la OEA, enmascaran políticas intervencionistas para alterar los asuntos internos de otros estados, con la intención de torcer su voluntad y obtener la subordinación a algún agente o potencia externa.

El frente conservador –que detenta el poder en buena parte de nuestras sociedades y se resiste por muchos medios a abandonar cuatro centurias de usufructo del poder– sostiene que el planteamiento de una democracia participativa no es viable porque el exceso de demandas terminará provocando una sobrecarga del sistema y la consiguiente crisis de autoridad o de gobernabilidad.

Para ellos la solución es menos democracia, apelar a elites «lúcidas» y seguir los dictados de los organismos multilaterales de crédito, que garantizan la dependencia. Los grandes grupos mediáticos ya no se proponen ser un cuarto poder ni denunciar los abusos contra el derecho, ni corregir las disfunciones de la democracia para pulir y perfeccionar el sistema político. Son parte del poder.

Disculpe: y, entonces… ¿De qué estamos hablando cuando reclamamos la democratización de la comunicación y de la información?

¿El periodismo es imprescindible?

El periodismo es imprescindible para la convivencia en una sociedad libre, para el equilibrio de poder necesario en una democracia, por lo menos en una democracia liberal, formal. Sin el periodismo desaparecería la crítica ordenada, y sin la crítica se caería en el imperio de la arbitrariedad y el miedo, nos dicen dese el norte.

El consumo de noticias es cada vez más digital y la inteligencia, artificial, el análisis de la big data (que permite a la información interpretarse a sí misma y adelantarse a nuestras intenciones) y los algoritmos de la «caja negra» son utilizados para poner a prueba la verdad y la confianza, las piedras angulares de la llamada sociedad democrática occidental.

Sin dudas la prensa ha cometido muchos errores, aun cuando ha sido un componente esencial de las democracias liberales desde su nacimiento. En las últimas décadas, el periodismo ha vivido en ocasiones en un pedestal de éxito, se ha separado en exceso de la sociedad a la que se dirigía y ha utilizado de forma algo arrogante el enorme poder del que ha gozado.

Esa arrogancia es muy visible hoy en algunos entornos dominados por periodistas que pontifican, toman partido y dan lecciones de moral en cualquier escenario, a todas las horas del día y sobre cualquier asunto que se tercie, dice el periodista español Antonio Caño.

Pero los comunicólogos están preocupados por el intento de eliminación del periodismo, su sustitución por lo que ahora se llama «el relato», la sustitución del esfuerzo profesional de la enumeración de los hechos, por la imposición de una narración creada al gusto del relator y del consumidor. Eliminada la función crítica de la prensa se puede deformar la realidad, exagerar los problemas y prometer paraísos inexistentes.

Manipulación

Un informe de la Universidad de Oxford (Challenging Truth and Trust: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulation), confirmó que la manipulación de la opinión pública sobre las plataformas de medios sociales se ha convertido en una amenaza a la vida pública, el menos en 48 países. En 2017, el primer inventario de las tropas de ocupación cibernéticas globales arrojaron luz sobre la organización mundial de la manipulación de los medios de comunicación social por gobiernos y actores de partidos políticos.

En cada país, se constató que al menos un partido político o agencia gubernamental usaba los medios de comunicación social para manipular a la opinión pública nacional, en países donde los partidos políticos diseminan desinformación durante las elecciones, o donde la institucionalidad se siente amenazada por noticias basura e injerencia extranjera en los asuntos internos, y desarrollan sus propias campañas de propaganda cibernética.

En una quinta parte de estos 48 países, sobre todo en los del sur global, se hallaron pruebas de campañas de desinformación operando sobre las aplicaciones de chat como WhatsApp, Telegram y WeChat; un gran negocio, donde gobiernos, fundaciones, ONG y partidos políticos han gastado más de 500 millones de dólares en investigaciones, desarrollo e implementación de operaciones psicológicas y manipulación de la opinión pública a través de internet.

En algunos países, esto incluye «esfuerzos para contener al extremismo» pero, en la mayoría, esto implica la propagación de noticias basura y desinformación durante las elecciones, las crisis militares y complejos desastres humanitarios.

La destrucción democrática

La mentira, la sobreinformación y la desinformación son armas de destrucción de la democracia, y campean a sus anchas en los medios masivos de comunicación, dominados por grandes empresas nacionales y/o trasnacionales, y por las redes sociales.

Sobreviven algunos medios (que no son mayoría) que se niegan a eliminar la función crítica de la prensa, impidiendo que se deforme la realidad a capricho del informante o de sus patrones, exagerar los problemas al mejor estilo sensacionalista, amarillista, manipulan los datos al mejor estilo del equipo comunicacional de Donald Trump, y prometen soluciones fáciles y paraísos inexistentes.

Hoy desde el norte nos dicen que lo emocional lo invade todo, lo justifica todo. Yo «siento» que las cosas van mal, luego van mal. Yo «creo» que las cosas ocurrieron así, luego ocurrieron así. Pero la realidad sigue allí, más allá de esas versiones.

Es la demagogia de que todas las opiniones merecen respeto, ya sea la de un profesional como la de un iletrado. Tanto vale mi impresión como una estadística, una emoción como un dato. Ya cualquier cree que puede ser periodista, sin estudios, sin conocimientos, sin formación democrática siquiera.

Los abusos de poder no son monopolio de regímenes autoritarios, se dan también en las democracias formales y en gobiernos neoliberales donde lo más importante es crear una imagen exitosa del gobernante en el imaginario colectivo. Y, aunque el periodismo independiente no los puede evitar, la denuncia de esos abusos cumple en sí misma una función extraordinariamente valiosa.

Por ejemplo, el asalto al Capitolio en Washington se pudo dar por las mentiras de un presidente –Donald Trump- que un ecosistema mediático favorecía, promovía y creaba, intoxicando completamente a la opinión pública: el 68% de los republicanos cree que a Trump le robaron las elecciones y para eso no alcanzan las campañas por redes sociales, sino que es necesario contar con cadenas televisivas y radiales.

Una mayoría mediática a favor del poder, no dudaba en manipular y difundir mentiras o fakenews, mientras otros medios mostraban una posición de tibieza y cobardía ante lo que implicaría enfrentarse de manera frontal a un presidente sin escrúpulos para ejercer su poder de manera déspota. Pero eso no pasa solamente en Estados Unidos.

El periodismo ha dejado de ser útil a la democracia formal para convertirse en su mayor lastre al quedar subyugado a los intereses de cualquier personaje con mucho dinero y escasa moral, al menos en cada uno de nuestros países occidentales y cristianos.

A este fenómeno se le llama posverdad, que corresponde con el nacimiento de una era en la que la verdad, como todo, es relativa y todo depende del cristal ideológico con el que se mire y el propósito que se busque con su difusión. Es peor que la mentira, porque esta puede llegar a desmentirse, pero la posverdad no necesita ser corroborada por los hechos, por la realidad.

La guerra cultural, de cuarta y quinta generación

Las llamadas guerras de Cuarta y Quinta Generación tienen por tarea inocular la idea de que es posible descarrilar los proyectos democráticos, hacer creer que nuestros gobiernos son débiles, ausentes e incapaces. En la mira sigue la idea de apropiarse de nuestras riquezas naturales, la mano de obra y, sobre todo, de las cabezas. De borrar a punta de bayonetas y misiles mediáticos la memoria colectiva y de resistencia de los pueblos.

Si la guerra de primera generación se basa en movilizar la mano de obra; la segunda, en el poder de fuego y la tercera, en la libertad de maniobra, los paradigmas cambian sustancialmente en la de cuarta generación, donde tanto los recursos empleados como los objetivos e intereses a alcanzar engloban tanto al interés público como privado (intereses de corporaciones).

El término Guerra de Cuarta Generación (Fourth Generation Warfare o 4GW) es usado por los analistas y estrategas militares estadounidenses para describir la última fase de la guerra en la era de la tecnología informática y de las comunicaciones globalizadas, un concepto asociado a la guerra asimétrica y a la terrorífica guerra antiterrorista. En la actual Guerra de Quinta Generación el Estado ha perdido su monopolio de la guerra a manos de las trasnacionales y que, a nivel táctico, incluye desde el aspecto armamentista al psicológico.

Las balas militares son sustituidas por consignas mediáticas que no destruyen su cuerpo, sino que anulan su capacidad cerebral de decidir por uno mismo, y los bombardeos mediáticos con consignas están destinados a destruir el pensamiento reflexivo (información, procesamiento y síntesis) y a sustituirlo por una sucesión de imágenes sin resolución de tiempo y espacio (alienación controlada).

La liberalización de los capitales ha desencadenado la guerra principal de este tiempo, la del mercado contra el Estado, del individuo contra el colectivo, de lo privado contra lo público. El sistema utiliza las autopistas de la comunicación, que no se han creado para que nosotros mandemos mensajes a nuestros amigos sino para que transformen rápidamente órdenes de compra y venta de valores financieros.

Los genios de comunicación de la Casa Blanca le han llamado también «hechos alternativos», como si lo ocurrido se pudiera manipular y darle la forma que convenga a sus intereses. Sí, antes la llamábamos manipulación y servía para impedir que los ciudadanos estén bien informados, que conozcan la verdad, que sean auténticamente libres.

Timothy Snyder señala que abandonar los hechos es renunciar a la libertad: «La posverdad es el pre-fascismo». Estamos, probablemente, ante la mayor amenaza que existe contra la democracia en estos momentos. Porque la negación de los hechos, la manipulación de los mismos y/o la creación de relatos que satisfacen los prejuicios y el sectarismo, no es una actividad inocente, tiene un propósito que siempre está ligado con el control del poder.

La mentira es un arma de guerra en esta guerra cultural, de cuarta o quinta generación, la tarea ha sido la de instaurar la mentira, el bulo, el fake, el chisme sin corroboración en el imaginario colectivo, para manejar los colectivos, atraer a votantes con engaños. La mentira es un mecanismo de destrucción masiva que sirve para exonerar de responsabilidades a criminales o negligentes.

El periodismo ha dejado de ser útil a la democracia para convertirse en su mayor lastre al quedar subyugado a los intereses de cualquier jerarca con mucho dinero y poca moral, señala el español Antonio Maestre, quien afirma que «si hay que trazar un retrato robot del periodismo estamos más cerca de ser el mayor peligro para las democracias liberales que su cancerbero protector».

Metaverso

Y como si fuera poco, Facebook parió el Metaverso, un espacio virtual donde se intenta recrear el mundo objetivo, pero también mundos particulares, donde se procurará modificar radicalmente las nociones de sociabilidad, participación política y social, ciudadanía, consumo, creación y reproducción cultural que hemos conocido.

El Metaverso es un espacio virtual pleno de contenidos digitales donde se intenta replicar el mundo objetivo mediante la construcción de una nueva subjetividad humana. Es un nuevo desarrollo de la programación computacional, uso de los algoritmos, realidad aumentada, inteligencia artificial, big data, procesamiento de metadatos en tiempo real, interacción de avatares, lógica secuencial y escalar de los videojuegos ahora cruzados por la lógica difusa y un giro de 180 grados en la forma como venimos interactuando con la virtualidad.

Así como creamos hoy un usuario y contraseña en las redes sociales, el Metaverso exigirá la creación de un avatar personal, que no es otra cosa que una versión dual de cada uno de nosotros. Un avatar que irá absorbiendo nuestra identidad hasta convertirse en una réplica de cada uno, capaz de actuar de manera autónoma o guiada en un universo en el cuál, millones de seres humanos estarán viviendo esta duplicación. Y no se trata del otro yo.

El término nació del ingenio del escritor Neal Stephenson, cuando en 1992 publicó su novela Snow Crash, pero el metaverso se filtró de la literatura a la realidad, hasta el punto de convertirse en uno de los más asentados negocios del dueño de Facebook, Marc Zuckerberg. Al parecer no le eran suficientes las ganancias propiciadas por la vigilancia a los usuarios de la red y el tráfico de sus datos, de apenas 115.7 miles de millones de dólares.

El periodista real, el periodista de la TV

Si usted quiere ser periodista, no vea la televisión. Entre las series que han invadido nuestras pantallas, en las de trama política nunca faltan periodistas en roles principales, pese a que en la vida real el periodismo se siente un poco marginado. En las series House of Cards, Scandal, Marsella o Superviviente Designado, los periodistas son actores permanentes e influyentes, a quienes los políticos temen, sufren e intentan utilizar en distintas dosis.

El periodismo solo es un poder más completamente intoxicado por las dinámicas que emanan del capital, habrá medios más decentes y periodistas en quienes confiar. Pero lo cierto es que el periodismo está siendo sustituido por «el relato» que crea una narración de los hechos al gusto del consumidor.

Eliminada la función crítica de la prensa se puede deformar la realidad, exagerar los problemas, prometer paraísos inexistentes o mandar al paredón a cualquier personaje que no sea de su gusto. No importa la verdad cuando no hay nadie que la diga para que alguien la pueda escuchar.

La revolución tecnológica ha traído también una proliferación de nichos ideológicos, de sectarismo que actúa como caldo de cultivo del odio, la xenofobia y el racismo.

Es frecuente que los usuarios de las redes sociales no las usen para acceder al mundo de conocimiento, sino para interactuar entre el reducido círculo de los que son como yo, de forma que los prejuicios se retroalimentan y adquieren categoría de doctrina incuestionable. O que sean manipulados por inescrupulosos gobernantes como Donald Trump o Jair Bolsonaro, entre otros.