Nunca creí que fuera a lamentar la muerte de un jugador de fútbol, al menos, no más allá de lo que se puede lamentar la muerte de determinado ser humano medio conocido (mediático o no), o de cuya existencia una vez supimos, o que nos incumbe de cualquier lejana manera.

El día de experimentar ese sentimiento llegó y lo hizo de la mano de Diego Armando Maradona. Lo siento, además, por mis amigos argentinos para quienes él no solo representó el futbolista excepcional que en efecto fue, la leyenda imperecedera, sino una señal de identidad; si es que esta vaga noción de la estrechez humana tuviera algún sentido y, en todo caso, entendida como un móvil de cohesión nacional, antes que como la inútil búsqueda de rasgos de diferenciación.

Tuve la suerte de conocer a Maradona en 2005, en su tierra, a bordo del Tren del Alba, esa afortunada sucesión de cinco vagones que, en la fría noche del viernes 4 de noviembre de 2005, partieron con dirección clara y, a la vez, con la certeza férrea, literalmente férrea, de carecer de punto de llegada. El rumbo riguroso y sin arribo señalado. No podría haberlo habido porque las ilusiones carecen de sitio en el espacio y de momento en el tiempo.

La esperanza, a lo mejor, estaría entre los carriles guiándonos adelante, o de pie en las sucesivas estaciones avistadas a través de las ventanillas, o sería la locomotora que nos remontó entre la oscuridad, de vez en cuando salteada por los faroles de las aldeas veloces. Pero jamás fue ni es un punto de llegada.

Los desinflados impulsores del ALCA, desde el presidente estadounidense George W. Bush, los corruptos escuderos, el presidente mexicano Vicente Fox y el primer ministro canadiense Paul Martin y el alfil siniestro, Álvaro Uribe Vélez, el presidente colombiano, hasta la larga lista de los demás gobiernos traidores de Nuestra América, creyeron que el emblemático tren había partido de Plaza Constitución, en Buenos Aires, hacia Mar del Plata, con el propósito exclusivo de sabotear su IV Cumbre de las Américas.

Estaban equivocados. Es verdad que en Mar del Plata se les aguó a Estados Unidos y a Canadá la fiesta neoliberal que tenían armada, pero todo lo acontecido por aquellos días de aguaceros sureños no sería sino el arranque del grande sueño de la Patria Grande. Latinoamericana. Caribeña. Nuestra. A Mar del Plata no llegó tren alguno. De ahí, si se quiere, partió uno.

Este tren ha tenido paradas relucientes, como el fortalecimiento del Mercado Común del Sur (Mercosur), y la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Y otros respiros, que todavía tienen eco.

Y, por supuesto, unas y otros van y vienen, se asfixian o crecen, puesto que no es distinta la forma de existir de las regiones, las sociedades, los individuos: un devenir fluctuante, un proceso inacabable en el que, a veces, se obtienen logros y, en otras ocasiones, se logran pérdidas.

Como hoy, donde Diego Armando ganó la muerte y nosotros hemos perdido su presencia física, las frases directas para enmarcar, esas declaraciones escandalosamente certeras contra la FIFA, los buenos modales y la gente importante.

O, visto desde la esquina de enfrente, cuando él ha perdido la vida mientras que el resto de los mortales ganaremos para siempre su memoria y el legado de su particular naturaleza. ¿Qué son la vida y la muerte, si no cuestiones relativas y, a lo sumo, contingencias?

Maradona viajaba en el vagón del extremo, el último, o el primero, según, también, la perspectiva. Al cabo de unas horas, a la madrugada, recorrió el convoy de personajes y periodistas de punta a punta. Con notoria calma por los pasillos soliviantados.

Gracias a la gestión amable del diputado Miguel Bonasso, tuve la oportunidad de hacerle algunas preguntas y de contar con su saludo cordial para Telesur, el recién creado canal multiestatal latinoamericano del cual Argentina era parte.

Lo acompañaban en la travesía por entre la espesa selva de periodistas exaltados y de estampas reconocidas, líderes sociales, actrices, cantantes, más fanáticos de él que catadores de la propia notoriedad, Evo Morales, dos meses después presidente de Bolivia, y Emir Kusturica, el cineasta serbio, demasiado grande para la pequeña cámara, que registraba atento cada uno de sus pasos.

Maradona fue cortés conmigo y, al concluir, le dedicó un saludo cálido a la audiencia del canal internacional. Por ahí, en Caracas, entre archivos borrosos, habrán de apolillarse sus palabras. O no, ¿quién sabe? Tres lustros son quince años.

Yo debí quedar satisfecho con el testimonio, pues le di apresurado las gracias en vez de preguntarle algo más entre las miles de cosas que debiera haber averiguado. A la luz del tiempo, o de su tiniebla, me doy cuenta de que a la sensación del deber cumplido la atraviesa una mediocridad que espanta.

No consigo evocar su mensaje. En cambio, guardo nítido entre los recuerdos lo manifestado por él un tris antes, en la conferencia de prensa ofrecida en la estación al tope con sus hinchas, donde atestigüé la veneración popular que despertaba entre los compatriotas.

Maradona había interpretado el reciente aterrizaje del presidente estadounidense con una frase célebre, rotunda y muy suya: «Hoy el tipo (Bush) llegó, saludó con la mano y con una sonrisa de oreja a oreja… ¡y no había nadie esperándolo! Bush es el hombre que saluda a la nada».

El solitario saludo desde la puerta del Force One y las fingidas sonrisas del vaquero George y de la profesora Laura, su esposa, para la foto, tampoco serían nada en comparación con lo que vendría al día siguiente, durante las sesiones plenarias de la Cumbre.

La intensa lluvia de la mañana sabatina del 5 de noviembre le dio paso a la tormenta diplomática de discursos cruzados por contenidos ideológicos contrarios; dos ejes políticos y económicos continentales enfrentados al interior de la Cumbre oficial, que al final resultaría minúscula frente a su Contracumbre o Cumbre de los Pueblos.

Se discutió a favor y en contra del Tratado de Área de Libre Comercio de las Américas, el ALCA, es decir, sobre la disyuntiva de apoyar la supeditación regional a Estados Unidos o de fortalecer los mecanismos en ciernes de la integración regional, que condujo, finalmente, no a la firma de un acuerdo, sino a la defunción del proyecto imperial.

En esos minutos precisos, empezó Estados Unidos a darse cuenta de que estaba perdiendo el control hegemónico de su patio trasero. Un dominio que de ahí para acá no ha dejado de deteriorársele y que explica por qué entre los planes prioritarios de 2021 está planteada su recuperación.

Yo no sé si las conjunciones o las alineaciones de estrellas con planetas tienen incidencia en los asuntos de la Tierra, fuera del tormento a las mareas que ocasionan las fases de la Luna.

Lo que sí doy por hecho es que la confluencia del astro del fútbol con Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Cristina Fernández de Kirchner, esos meteoros de la política regional de entonces, determinaron en gran medida los años que siguieron después.

No, claro que no me he olvidado del nombre crucial. El referente fundacional y fundamental de una vivencia que habría de ser una época llena de confianza en el porvenir, y que seguirá siendo obligado referente de la resistencia social frente a las élites poderosas. Me refiero, claro está, al entonces presidente de Cuba, Fidel Castro Ruz, quien con varias semanas de antelación le había comprado a Maradona el pasaje para aquel tren.

El Tren del Alba entró a Mar del Plata entre las seis y las seis y media de la mañana. No tengo claro si aún era cuatro o ya cinco de noviembre cuando partimos de Capital Federal, varias horas atrás, rayando la medianoche. Sé que ha sido la única vez en un trayecto de más de diez minutos, en el medio de trasporte que fuere, que no he dormido profundamente. No había cómo. Sobraban las razones para no hacerlo.

Me pregunto, transcurridos los quince años, si el árbol inmenso que era Maradona le dejaría ver el bosque espectacular que fueron aquellos días a las docenas o los cientos de periodistas que se apretujaban unos contra otros con tal de preguntarle al futbolista por qué decía lo que decía, era como era o hacía lo que hacía.

Me lo pregunto, justamente, porque a lo largo de todos y cada uno de los años de existencia del ídolo las ramas de sus adicciones y desenfrenos, a más de las cantidades admisibles de reporteros, no les dejaron ver la arboleda frondosa de sus convicciones, preocupaciones sociales y lealtades, honestas, profundas, definidas.

No sé a qué cielo o a cuál de los tantos infiernos disponibles irá a dar ahora Maradona. Vaya al cielo de las rumbas desmedidas o al de partidos perpetuos contra ingleses una y otra vez derrotados, o al infierno insufrible de los arrepentidos, me importa poco. Total, ¿qué es, si no, la vida? De acuerdo, es una tómbola… ¡y lo que venga al mil por cien! Así hubo de cantársela con emoción Manu Chao.

Sea como sea, seguiré cruzándomelo cada tanto por los atestados pasillos del tren con encortinados de pana roja del que ni muerto se bajará, para preguntarle de nuevo, quizás con unas escasas palabras añadidas, lo mismo: ¿hacia dónde carajo vamos y por qué estamos llorando?