Murió Eusebio Leal, gran restaurador de La Habana Vieja, quien siempre tuvo a su lado a la Cooperación Española. ¿Habrá alguien capaz de continuar su obra?

A mediados de este año falleció en La Habana un personaje muy querido y reconocido: Eusebio Leal Spengler, historiador de la Ciudad. En aquella capital única, siempre escuché decir a seguidores y detractores del régimen que, si se celebrasen unas elecciones libres para la Alcaldía, Eusebio las ganaría de lejos.

Tuve la suerte de tratar muy de cerca a aquel gran orador, perdidamente enamorado de su ciudad, en los primeros noventa, cuando nació la «Escuela taller» situada en el Convento de San Francisco. En esta se impartirían enseñanzas de oficios artesanales a punto de extinguirse, como ebanistería, vidriería o restauración de muebles. La Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI) la apoyó desde sus orígenes y, también, la restauración del propio Convento de San Francisco, un proyecto unido al de la Escuela Taller, pues el alumnado aprendía a la vez que restauraba. Ningún viajero que arribe a La Habana debería perderse la visita a este convento, uno de los resultados más visibles de la cooperación española en aquel cercano país.

El programa de Escuelas Taller se realizaba bajo los auspicios de la «Comisión Nacional V Centenario» y, Pina López-Gay, su entonces vicepresidenta, viajó a La Habana para impulsar allí su creación. Ella me contó que, en España, nadie se atrevía a tomar la decisión sobre si aquella Escuela debía abrirse o no, porque todo acercamiento al régimen de Fidel Castro sería ferozmente atacado por la oposición de derechas y visto con malos ojos por EE. UU. Pina, cansada de esperar, preguntó directamente a Felipe González y él dio luz verde a su apertura.

Sin embargo, la puesta en marcha de la Escuela Taller causó muchos quebraderos de cabeza. El problema principal era este: se preveía, como en otros países de América Latina, el pago mensual a los alumnos de un salario en dólares como incentivo para que se dedicasen en exclusiva a esos estudios. Pero en Cuba, en 1992, mientras en el mercado oficial un dólar equivalía a un peso, en el mercado negro se vendía por veinte o treinta veces más. O sea que —imaginen esta situación—, si un médico cubano ganaba, pongamos, 400 pesos al mes, un alumno de la Escuela Taller que recibiese 300 dólares podría obtener por ese dinero entre 6 y 9 mil pesos, es decir, alrededor de veinte veces el salario del médico. Para el Gobierno de Cuba esa situación era entonces inaceptable. Su propuesta: que se le entregase el dinero y ellos se encargarían de pagar al alumnado. Pero esa solución no convencía al Gobierno español, pues sería muy difícil de explicar que el salario de los chicos lo cobraría el gobierno cubano en dólares —de los que podría disponer a su antojo—, mientras que el alumnado recibiría unos pesos con los que apenas cubrirían los gastos de alimentación del mes.

Después de un gran tira y afloja, se llegó a una solución salomónica. La Oficina del Historiador solicitaría a sus autoridades la apertura de una cuenta en dólares propia, en la cual la AECI ingresaría el dinero y, a cambio, se comprometería a cuatro cosas: a gastar íntegramente ese aporte en materiales de construcción para la restauración de La Habana Vieja, a entregar un salario aceptable en pesos a los muchachos, a garantizar a estos el transporte gratuito desde sus hogares hasta el Convento de San Francisco y a entregarles una «cesta» —una «jabita» la llamaban allí— con productos difíciles de conseguir en el desabastecido mercado cubano, como aceite, pasta de dientes, jabón, a manera de complemento del salario. Con el visto bueno de las distintas partes involucradas, la Escuela Taller se puso al fin en marcha. Hasta donde sé, Eusebio Leal tuvo que «sudar la guayabera» para que el propio Fidel Castro le autorizase aquella cuenta en dólares, pues no existía un precedente semejante. Pero lo consiguió.

Aquel acuerdo representó un gran paso para la Oficina del Historiador, pues le permitió una notable autonomía de gestión para cumplir con su misión restauradora en un país en el que todas las decisiones —y ya no digamos las relativas al gasto en divisas— estaban muy centralizadas. Además, la Asamblea Nacional del Poder Popular aprobó un decreto que otorgaba al Historiador de la Ciudad amplias competencias para actuar en La Habana Vieja. Así que, no es aventurado afirmar que aquel acuerdo sirvió como la «primera piedra» sobre la que Eusebio Leal levantaría el ambicioso programa de restauración que continuó con otros apoyos y el propio aporte nacional.

En los afanes restauradores de La Habana andaba, también en los 90, la Consejería de Obras Públicas de la Junta de Andalucía, una Consejería muy activa en la realización de estudios y publicaciones sobre el patrimonio arquitectónico iberoamericano —y ahí están, como muestra, la edición íntegra de la obra monumental de Joaquín E. Weiss: La arquitectura colonial cubana y una Guía de La Habana sobre los edificios más emblemáticos de la ciudad, cuya edición lleva años agotada. La Consejería siempre se asesoraba con los mejores profesionales cubanos, como la arquitecta Gina Rey o Marta Arjona, directora de Bellas Artes, algo no tan frecuente, aunque muy recomendable para evitar los errores que solía cometer entonces la cooperación internacional. Y a La Habana viajaba con relativa frecuencia José Ramón Moreno, uno de los arquitectos responsables de la cooperación de la Consejería andaluza y un experto en el patrimonio arquitectónico de América Latina, quien soñaba con la restauración del Malecón, ese singular conjunto arquitectónico que tanta identidad aporta a la ciudad.

¿Quién podría dejar de entusiasmarse con aquella idea? La visualizamos como una actuación capaz de unir a distintos gobiernos autonómicos españoles en la que cada cual podría encargarse de rehabilitar una manzana —una «cuadra», como se dice allí. Así que, en cuanto hubo un visto bueno de las respectivas autoridades, se instaló, en uno de los edificios del propio Malecón, una oficina común cuyos gastos sufragaban inicialmente la Consejería de Obras Públicas de la Junta y la Oficina del Historiador.

No obstante, pronto aparecieron dificultades que nadie había previsto o manifestado. La principal era la reubicación de los vecinos del Malecón mientras se llevaban a cabo las obras. Resultó, contra todo pronóstico, que la Alcaldía —el «Poder Popular Municipal»— carecía de lugares adecuados. Es cierto que el problema de la vivienda en La Habana era bien conocido, pero no hasta el punto de que se supiera que ni siquiera la Alcaldía disponía de la posibilidad de llevar a cabo esas reubicaciones.

Además, había otro problema que debo expresar solo como «suposición»: tal vez, entre determinados sectores de la dirigencia cubana, no había demasiado interés en rehabilitar una zona emblemática de la ciudad si la iban a ocupar los mismos vecinos que se habían instalado allí después de la revolución, cuando aquel podía convertirse en un lugar muy demandado por el turismo.

De hecho, ¡qué casualidad!, en el primero de los edificios del Malecón, el que hace esquina con el Paseo del Prado, una empresa turística —al parecer, ligada a las Fuerzas Armadas— ya ha levantado un hotel que, dicho sea de paso, rompe por completo el conjunto urbanístico único donde se enclava. Esto es una verdadera lástima, un daño irreparable, al que le pueden seguir otras decisiones urbanísticas similares si nadie lo impide, hasta que no quede ningún edificio original en pie.

Pero, aunque es posible que ya haya llegado la hora de cantar un réquiem por una buena parte del Malecón habanero, al igual que por no pocas cuadras del reparto «Centro Habana», todavía quedan varios kilómetros dignos de conservación y no pocas cuadras que merecen ese esfuerzo restaurador.

Por supuesto, la responsabilidad de conservar La Habana y su Malecón corresponde a sus autoridades. Harían bien por muchas razones, entre otras para crear empleo y para promover un turismo de calidad; así se haría, además, un merecido homenaje a los grandes escritores que tanto amaron y cortejaron a esa ciudad, como Lezama Lima, Alejo Carpentier o Cabrera Infante, y no solo ellos. La Habana aparece también entre los motivos de poetas y cantautores, como Carlos Varela: «Habana, La Habana / si bastara una canción / para devolverte todo / lo que el tiempo te quitó».

En España tenemos grandes ejemplos de atentados urbanísticos que podríamos compartir con los dirigentes cubanos para hacerles ver que, una vez cometidos, no tienen vuelta atrás. La lista es grande y, por conocida, se hace innecesaria. Aunque, por cierto, tenemos también ejemplos de una buena gestión del patrimonio urbanístico y arquitectónico, desde San Sebastián, hasta Cádiz y desde Gerona, hasta Santiago de Compostela. Sería magnífico que se conocieran allí. En fin, cualquier cosa que pudiera hacerse para apoyar la restauración de aquella ciudad merecería la pena, pues su valor es inconmensurable. Por algo le han cantado también no pocos escritores españoles, en muchos casos destacando similitudes con sus ciudades de origen. Algunos ejemplos son: María Zambrano, «En aquel domingo de mi llegada…creía volver a Málaga con mi padre joven vestido de blanco —de alpaca— y yo de niña en un coche de caballos»; Juan Ramón Jiménez, «Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla» o el gran Federico, «¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial? Es el amarillo de Cádiz con un grado más, es el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez».

La Habana toda, y no solo La Habana Vieja —declarada por la UNESCO «Patrimonio de la Humanidad»—, es inigualable. Se necesita con urgencia alguien, tan laborioso, diligente e inquieto como Eusebio Leal; alguien capaz de continuar su labor monumental y de contar, al igual que Eusebio, con el respaldo de sus autoridades y con todo el apoyo de la cooperación internacional.