La palabra democracia proviene del griego antiguo: δημοκρατία (Dēmokratía) que significa «el poder del pueblo». No obstante, el término no es griego; el vocablo fue «inventado (acuñado) por los antiguos atenienses para definir el sistema de gobierno de la ciudad» (Polís) o de la ciudadanía (Ithagéneia). Es decir, un sistema de gobierno en donde las decisiones eran tomadas por una asamblea de ciudadanos (Ekklesía) en representación de pueblo (Démo), reunidos en la ciudad-estado de Atenas (cede del gobierno).

Pero no se dejen engañar, la antigua democracia ateniense estaba muy lejos de ser y de significar lo que hoy día creemos y damos por hecho, que era una democracia. En la antigua democracia ateniense, solo quien era considerado un verdadero y legítimo ciudadano ateniense (Athinaíos Polítis), podía formar parte de la asamblea de ciudadanos. La ironía del caso es que un legítimo y verdadero ciudadano ateniense no era, ni podía ser mujer (Gynaíka), esclavo (Sklávoi) o extranjero (Métoiko): en español, meteco.

Para hacer aún más grande la ironía, la mayoría de los habitantes de las antiguas polis atenienses, eran esclavos o extranjeros. Ergo, ilegítimos y, por ende, sin derechos. En otras palabras, el antiguo sistema de gobierno ateniense, más que una democracia tal y como la conocemos hoy día, era una aristocracia (Aristokratía), tal y como la concebían Platón y Aristóteles. Hoy día, la llamaríamos una plutocracia (Ploutokratía).

Por otro lado, lo que sí podemos confirmar como una moderna y legítima forma de democracia, es la antigua herencia ateniense del kleroterion (κληρωτήριον en griego antiguo). El kleroterion fue un dispositivo utilizado durante el periodo de la reforma democrática ateniense, para seleccionar aleatoriamente a los ciudadanos que participarían de los cargos estatales. Pero, a diferencia de la Ekklesía (asamblea ciudadana), estos cargos y puestos estales eran seleccionados por el Boulé (Βουλή), que era una asamblea restringida de ciudadanos, encargados de los asuntos corrientes de la ciudad, y por el Nomothetai o legislador, para ser jurados.

El kleroterion era un bloque de piedra rectangular con ranuras ordenadas en varias filas verticales identificadas por letras inscritas en la parte superior y un tubo de madera donde se introducían bolas blancas y negras. Una manija distribuía las bolas. Cada ciudadano ateniense portaba un pinakion con su nombre grabado. Si un ciudadano ateniense se consideraba apto para asumir determinado cargo público, debía entregar su pinakion: una ficha de bronce con su nombre inscrito, para que esta fuese insertada en uno los agujeros del kleroterion. Cuando todas las ranuras estaban llenas, se introducían las bolas blancas y negras en el tubo, que terminaba con el dispositivo accionado por manivela. Cada vez que la manivela daba un giro, salía una bola. Si la bola era negra, se retiraba la primera fila de fichas. Eso significaba que los ciudadanos atenienses cuyos nombres aparecían en ellas, no iban a participar por segunda ocasión. Si la bola era blanca, la fila de fichas permanecía en su lugar, dando lugar al primer grupo de elegidos. El proceso de selección continuaba hasta determinar a todos los finalistas ganadores de los puestos de elección.

Así las cosas, el kleroterion y el pinakion fueron los antecesores atenienses que dieron origen al recinto electoral y a la papeleta electoral modernos. La bola blanca o negra es la primera forma de voto secreto, que luego daría paso a los actuales sistemas votación y elección popular en las democracias modernas. ¡Tristemente no en todas!

Al igual que con la antigua democracia ateniense, algunas de las democracias modernas fallan sensible y notoriamente, en cuanto a quienes tienen el derecho real a decidir en representación del pueblo; que no es lo mismo que el derecho a votar.

Por definición el pueblo es el «conjunto de personas de un lugar, región o país». No el «conjunto de personas privilegiadas con derecho a representar un país o una región». En una demo-cracia, el poder, el dominio, lo ejerce el pueblo, quien lo cede, en representación, al gobierno. Como «órgano superior del poder ejecutivo y el Estado, constituido por el presidente y los ministros».

Por esta razón, en la mayoría de las democracias modernas, el pueblo ejerce su soberanía a través de órganos electorales representativos, en recintos electorales establecidos, y se elige por votación secreta. Es por eso, también, que, en una democracia moderna, cada voto cuenta, y todos los votos tienen igual peso y derecho; por lo que el sufragio es directo y el voto universal, secreto y obligatorio.

Pero, cuando la decisión de elección queda en manos de unos pocos, quienes deciden pueden no hacerlo en representación del pueblo, sino del partido político al que representan. O, peor aún, de la plutocracia que domina el poder, en sustitución del pueblo. Un claro ejemplo de eso es el sistema político electoral de los Estados Unidos.

Irónicamente, la democracia más antigua de América tiene los mismos vicios de la vieja democracia ateniense. Solo un selecto grupo de ciudadanos perteneciente a un colegio electoral eligen al presidente y, aunque el sufragio es secreto, dista mucho de ser universal. Se pierde, así, la legitimidad y la representatividad, que aportaría una elección por voto directo.

Decía Sir Winston Churchill: «La historia la escriben los ganadores... y los historiadores, supongo». En ese sentido, «si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que existe otra historia, la verdadera», como señalaba Eduardo Mignogna, director de cine y televisión, dramaturgo, novelista y guionista argentino.

En el caso de las pasadas elecciones estadounidenses, la verdad es que los ganadores —más bien, el ganador— no fueron los que el pueblo eligió con su decisión de voto. Lo peor es que la historia podría repetirse próximamente; así que, ficha negra para el sistema político electoral estadounidense.